Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Juan Pablo Villalobos, La invasión del pueblo del espíritu, Anagrama, Barcelona, 2021, 228 pp.


Cuando un escritor como Juan Pablo Villalobos nos acostumbra a un estilo, a un ritmo, a una cadencia, a cierta clase de personajes, resulta una tarea harto compleja desaprender, olvidar sus obras anteriores y comenzar a leerlo sin prejuicios, desde cero. El lector que se aproxime a este libro intentando encontrar al Villalobos de sus primeras novelas se llevará una franca desilusión: “¿dónde –podría pensar– está el autor divertido, hilarante, capaz de urdir las tramas más descabelladas?” No obstante, aunque Villalobos no sea ya el de Fiesta en la madriguera o Te vendo un perro, tampoco es radicalmente otro. Por ello, quizá la forma más honesta de empezar esta lectura sea desde el centro y no desde los extremos: La invasión del pueblo del espíritu es una obra de transición. Del Villalobos que escribe “novelas mexicanas”, como él las suele llamar, al Villalobos migrante, el extranjero, el habitante de Barcelona, que trata temas que le conciernen, pero que, como un individuo que madura, todavía conserva en su rostro sus señas de identidad.

Es Villalobos un personaje curioso en el panorama de la literatura mexicana contemporánea. Generacionalmente, se le puede emparentar con Guadalupe Nettel, con quien comparte, aunque de forma muy distinta, la voluntad de fraguar una idiosincrasia: si esta opta por dibujar personajes abyectos o subversivos –véase El huésped (2006), Pétalos y otras historias incómodas (2008) o El cuerpo en que nací (2011)–, en Villalobos lo subversivo es la fábula, la historia, por lo general excéntrica, que culmina las más de las veces en el delirio. Por su tratamiento del narcotráfico, Villalobos se aproxima a Yuri Herrera, cuya novela Trabajos del reino (2004) –que aborda la historia de Lobo, un cantante vagabundo que llega a convertirse en corridista al servicio del “Rey”– sigue siendo un referente del género, de la vida palaciega de los capos, donde nada es lo que parece, donde las cosas no se dicen por su nombre y todo lo que sucede está rodeado de misterio. El estilo irónico, humorístico, y el empleo de la autoficción, lo vinculan también con Antonio Ortuño, con quien tiene en común no solo el origen, Jalisco, sino también la tentativa de provocar la risa a toda costa –en una entrevista Villalobos admitió que La vaga ambición (2017) lo hizo “reír a carcajadas (carcajadas amargas, pero carcajadas)”–. Más allá de nuestro país, no podemos evitar pensar en Alejandro Zambra, a quien lo une su condición de trasterrado (un chileno que vive en Ciudad de México; un mexicano que vive en Barcelona), pero, sobre todo, el despliegue de una prosa sencilla, sin aspavientos, la determinación de escribir novelas en apariencia simples sin renunciar a la hondura de los tópicos que acomete. Sin embargo, independientemente de los puntos de encuentro y desencuentro con otros escritores de su generación, el autor que más ha influido en Villalobos (y él lo ha reconocido en más de una ocasión) es Jorge Ibergüengoitia, en particular su vertiente paródica y burlesca, presente en Los relámpagos de agosto (1964) o Los pasos de López (1981), y a quien pretende homenajear con su trilogía crítica sobre México, que incluye Fiesta en la madriguera (2010), Si viviéramos en un lugar normal (2012) y Te vendo un perro (2014): “Soy un lector muy consciente y analítico de la influencia de Ibargüengoitia en mi trabajo”.

Nacido en Lagos de Moreno en 1973, hijo de padre médico y madre ama de casa, en un hogar de cinco hermanos –algo que, sin conocer de antemano su biografía, se adivina en Si viviéramos en un lugar normal, su segundo libro–, llegó a Barcelona en 2003 para estudiar un doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), proyecto que abandonó, entre otras razones, tras obtener el resultado de una prueba de embarazo: “Iba a tener un hijo y, en lugar de ponerme a buscar un trabajo, o de sentarme a escribir la tesis doctoral […] lo que hice fue sentarme a escribir una novela. Una novela para mi hijo”. En 2010, con Fiesta en la madriguera, obtiene por primera vez el reconocimiento de la crítica. De los elogios a los denuestos, ha sido tildado en igual medida de “desdeñar los procesos sociales”, de sacar a relucir “un humor y una ligereza ejemplares”, de demostrar que “hay en la comicidad una potencia subversiva” y de “hacer reír con el absurdo”. Es decir, pareciera que Villalobos es, a la vez, trivial y profundo, sencillo y complejo, imparcial y crítico. Aunque en apariencia contradictorias, todas estas cualidades, aplicadas a su obra, son tanto válidas como limitadas, y si esta es digna de escrutinio es precisamente por admitir diversos niveles de lectura.

El primer libro de Juan Pablo Villalobos, Fiesta en la madriguera (2010), anuncia lo que vendrá a continuación: una obra plagada de humor, de engañosa inocencia, de profundo interés en la realidad de México. Esta novela no es solo una caricatura: es un espejo deformado que se pregunta cómo –y desde dónde– narrar la violencia. Hijo del líder de un cártel mexicano, Tochtli es un niño aficionado a los diccionarios, a los sombreros, a los franceses y a las películas de samuráis. Su nueva obsesión: un hipopótamo enano de Liberia que Yolcaut, su padre, se obcecará en regalarle. Mazatzin, su profesor particular, además de instruirlo en historia o ciencias naturales, intenta enseñarle a pensar por sí mismo: “Yo conozco mudos, tres… Los mudos son misteriosos y enigmáticos. Lo que pasa es que con el silencio no se pueden dar explicaciones. Mazatzin piensa lo contrario: dice que con el silencio se aprenden muchas cosas”. La literatura de Villalobos está hecha de omisiones, de silencios, de apariencias, de lo que no se dice pero se intuye, de lo que no se tiene que decir porque ya se sabe. No hace falta escribir una novela política para juzgar ciertos rasgos de esta; tampoco hace falta escribir una narco novela para advertir la brutalidad del fenómeno. El que Villalobos no se posicione al respecto no quiere decir que el lector se libre de hacerlo: “A veces Yolcaut habla frases enigmáticas y misteriosas. Cuando lo hace de nada sirve que le pregunte lo que quiso decir, porque nunca me contesta. Quiere que yo resuelva el enigma”.

Fiesta en la madriguera nos cuenta el día a día de Tochtli: lo que alcanza a avistar, lo que comprende por “ser un adelantado” –los asesinatos, los negocios turbios, las drogas, la corrupción–, la vida que transcurre en su palacete, un mundo que, por estar herméticamente cerrado, vigilado por Miztli y Chichilkuali, está supeditado a su voluntad, a sus caprichos. Todo está a su merced, excepto el destino del hipopótamo enano de Liberia. En este sentido, pareciera que leemos al menos dos historias: la de Tochtli,  que se nos presenta a través de su mirada, y la que escapa a su vista, el reino sórdido gobernado por Youlcaut. Narrar una problemática grave no tiene por qué representar un sacrificio del tono, ni mucho menos, en el caso particular de Villalobos, del tono humorístico. Esmerado lector de Ibargüengoitia, el autor se vale de la ironía para reflexionar, de forma libertaria, sobre una realidad que es decididamente compleja, que entiende de matices, que no se puede explicar por medio de la palabra llana sino solo a través del chiste, de la agudeza retórica, de la broma incipiente. Así, aunque la obra de Juan Pablo Villalobos sea de pulso ligero y lectura ágil, no renuncia a la profundidad ni se aleja de los tópicos que le preocupan. Como lectores, hay que tener mucho cuidado: el autor tiene en sus manos una banda de Moebius y lo que creemos que son dos caras en realidad es una sola sobre la que debemos caminar cautelosamente.

Si viviéramos en un lugar normal (2012), segunda novela de Villalobos, es la quesadillesca y delirante historia de Orestes y su helénica familia. La novela es un viaje por la desigualdad social, la lucha de clases, el carácter del mexicano y –por qué no– la esperanza, que es lo último que se pierde cuando ya se ha perdido hasta la casa. En esta ocasión, el punto de vista no es el de un niño, sino el de un adolescente que vive con sus padres y hermanos en el cerro de la Chingada, en Lagos de Moreno. Mucho más política que la anterior, esta novela nos descubre una prosa firme, depurada, plagada de chistes y groserías. Abandonado el pudor inicial de Fiesta en la madriguera, y confirmado Villalobos como un escritor ingenioso, dueño de una voz singular, lo descubrimos ahora no exento de dificultades para construir una trama consistente, sólida, para fabular acerca de un tema que es en sí mismo nebuloso: el México de finales de los ochenta. Nos cuenta Orestes: “Nosotros conocíamos muy bien la montaña rusa de la economía nacional a partir del grosor de las quesadillas que nos servía mi madre en casa”. Por medio de las quesadillas –“quesadillas inflacionarias, quesadillas normales, quesadillas devaluación y quesadillas de pobre”–, nos vamos enterando de las desventuras de la familia: el extravío de los gemelos, el robo de las elecciones, la invasión de los polacos, el conflicto con los sinarquistas, el arribo de una nave interplanetaria. Repitiendo la fórmula de hiperbolizar las situaciones a fin de lograr la caricatura, el narrador busca, como el padre de Orestes, “trasladar el desastre nacional a la desgracia familiar”, algo que no se logra del todo a causa de los múltiples frentes abiertos. Es tal la cantidad de temas y personajes que Villalobos pone sobre la mesa que el lector tiene a ratos la impresión de abrirse paso entre el desparpajo, de leer mucho ruido y pocas nueces, de saltar de un nudo argumental al otro sin detenerse en ningún momento, de estar ante una novela solo sostenida por el humor: “dentro de las posibilidades que se nos ofrecían no encontramos nada mejor que una broma infantil, un chiste que contribuyera a creer que lo que estaba pasando no era tan grave, que iba a arreglarse, que teníamos derecho a reírnos en medio de la desolación”.  El viaje de Orestes, su aventura más allá de la Chingada, sirve para constatar que este país es “especialista en desabrigar ilusiones”, pero, en vez de continuar desmitificando México –a través de la marginalidad, la política, la inflación o la desigualdad–, Villalobos elige la salida fácil: la aparición, a modo de deus ex machina, de una gigantesca nave extraterrestre desde la que desciende Aristóteles, el hermano mayor, acompañado de los gemelos perdidos, Cástor y Pólux. Aunque esto dota de unidad a los elementos argumentales que se hallaban dispersos, también devuelve a México a sus lugares comunes: “¿No se suponía que nos pasaban cosas fantásticas y maravillosas todo el tiempo? ¿No hablábamos con los muertos? ¿No decía todo el mundo que éramos un país surrealista?”.

Te vendo un perro (2014), libro que cierra la trilogía de novelas sobre México, relata la historia de Teo, taquero y pintor frustrado entregado a la bebida, asesino de cucarachas y amante de la Teoría estética de Adorno –de hecho, el libro está dividido en dos: “Teoría estética” y “Notas de literatura” –, con la que pretende analizar la realidad que lo rodea. Una historia de la tercera edad (hemos pasado ya por la infancia y la adolescencia en las dos primeras novelas) que retrata la rutina de una comunidad de vecinos donde lo mismo se hace yoga o macramé o se lee –y se secuestra– Palinuro de México. Además de recrear la vida de personajes de carne y hueso, como Manuel González Serrano, “El Hechicero”, pintor que murió indigente en la Ciudad de México, Te vendo un perro se corona como la novela más divertida, ligera y variopinta de la trilogía, parodiando nuevamente el carácter del mexicano. Pese a sus aciertos, la apuesta no es radicalmente distinta de las obras anteriores, y el propio Villalobos admite en una entrevista que con este libro se dio cuenta de que había comenzado “a folclorizar”, “a volver exótica” la realidad mexicana.

De entre las obras de Juan Pablo Villalobos –Yo tuve un sueño, su libro de crónicas sobre diez inmigrantes que habían cruzado la frontera entre México y Estados Unidos, merecería un comentario aparte–, No voy a pedirle a nadie que me crea (2016) es, sin duda, la más lograda. Para empezar, es una novela cuyo registro se aparta de la trilogía que le precede: escrita a cuatro voces –la del Juan Pablo personaje, la de su primo, la de su madre y la de Valentina, su novia–, relata la historia de un “negocio” (turbio, desde luego) en el que se ven inmersos Juan Pablo, su primo Lorenzo, “el licenciado”, “el Chucky”, “el chino”, un político catalán, la hija de este político, Laia; una mossa d’esquadra, también Laia; un pakistaní, un okupa italiano, y hasta una perra de nombre Viridiana. En este libro, Villalobos ensaya nuevos tonos, nuevos escenarios (de México a Barcelona), pero también nuevas formas de pensar el humor. Más todavía: No voy a pedirle a nadie que me crea es un pretexto para teorizar sobre los mecanismos de la ficción, para jugar con esa brumosa línea que separa la realidad de la invención, para explorar los tópicos de siempre (la corrupción, el narcotráfico, la violencia) desde otra óptica, para parodiar la autoficción: el lector sabe que el Juan Pablo personaje guarda similitudes con el Juan Pablo autor, pero no puede evitar preguntarse cuánto de verdad hay en esta novela. Así, Villalobos pone en jaque el pacto con la ficción: ¿le creemos todo lo que escribe o admitimos que es literatura? Lo dice la propia Laia –la mossa, no la otra–, cuando descubren en el portátil de Juan Pablo el manuscrito que clarifica las sospechas de Valentina: “No sé, tía –me dijo–, para serte honesta, a mí me parece que aquí hay una mezcla de verdades con mentiras. Yo no sé mucho de literatura, o de teoría sobre la literatura, pero me parece que así es como se hacen las novelas, ¿no? ¿Los autores no utilizan su propia vida y experiencias para convertirlas en ficción? Hasta donde sé, las novelas son eso, ficción. No me vas a pedir que le crea a Juan Pablo solo porque promete que todo es verdadero”.

No voy a pedirle a nadie que me crea es también el punto de partida de su voz de expatriado. En este libro “trato de ser coherente con mi realidad lingüística cotidiana, y lo hago incluyendo el español de España, el español de Argentina, el que hablan los extranjeros que viven en Argentina, el portugués, que también hablo”, explica en una entrevista. Por ello, uno de los temas que la atraviesan es la migración: saber que te has ido, pero que, pese a tus esfuerzos, no logras dejar atrás tu país de origen. “El licenciado” y toda su troupe plantean su propuesta en México, pero siguen (persiguen) a Juan Pablo en su viaje a Barcelona, le dictan qué hacer, cómo comportarse, con quién relacionarse, e incluso qué escribir para su tesis de doctorado. Todo eso, aunado a la desternillante voz de su madre –la típica madre mexicana: preocupona, malinchista, entrometida– y a la de su primo, que le llega de ultratumba a través de una serie de cartas póstumas (“Ay, pinche primo, no me digas que sí te llegó esta carta, no me digas que la estás leyendo, cabrón, porque si te llegó quiere decir que ya me cargó la chingada”), produce la sensación de que uno nunca termina de irse, de que uno es siempre el que se fue pero también el que ha llegado, el que tiene que adoptar las costumbres, las modas y el habla del país de destino. En esta novela quedan patentes dos cosas: por un lado, que Juan Pablo nunca deja de ser mexicano, aunque sea un mexicano expatriado, y, por otro, que está podrido de literatura: “Tú no conoces a la gente que yo conozco –le dije–, enfermos de literatura. Entiendo lo que quieres decir con el estilo, pero lo que pasa es que ese estilo es su único estilo, es la única manera en la que escribe Juan Pablo […]. Siempre ha escrito con el mismo narrador, el mismo tono, los mismos trucos, ¿te fijaste en que su personaje repite “este” todo el tiempo?” Tal vez esa sea su máxima virtud: ser plenamente consciente de que la literatura atraviesa nuestra existencia, de que una vez que la ficción se ha colado en las rendijas de nuestras vidas no podemos deshacernos de ella, y de que da igual si la empleamos para ironizar sobre el mundo, para burlarnos de nosotros mismos, o para realizar una crítica social. La ficción, parece decirnos Villalobos, es nuestra vía de escape: del control, de la manipulación, de la corrección, de la desigualdad, de los totalitarismos. Aunada al humor, es una forma de liberación, un vehículo para alcanzar el disfrute, para huir de “la histeria de un mundo totalmente vigilado y aséptico donde no se puede decir nada”.

Si hiciéramos una analogía musical, podríamos decir que todas las novelas de Villalobos anteriores a La invasión del pueblo del espíritu (2020) están escritas en tono mayor, mientras que esta última se encuentra en tono menor. Por los personajes, por las tramas, por los temas que desarrolla, es también la más entrañable de sus obras y quizá la más alejada de su estilo habitual (más de un lector se ha preguntado: ¿realmente ha escrito esto Villalobos?). Por ella deambulan Gastón, verdadero ejemplo del hombre gris, acompañado de su enfermo perro Gato; Max, su mejor amigo, que ha perdido su restaurante y se refugia en él para ahogar sus penas; Pol, el hijo de Max, que va y vuelve de la Tundra convencido de que todo es una conspiración paranoica interplanetaria; el padre de Max, acusado de un caso de corrupción; y lejanorientales, nororientales, proximorientales, conosureños y costapacifiqueños que han ido invadiendo paulatinamente el barrio y contribuyendo a su transformación.

Esta vez, estamos ante un narrador intruso que se asoma por encima del hombro de Gastón, que lo sigue a todas partes, que se mete en su cabeza, que tiene sus propias opiniones, que rompe la cuarta pared, pero que no interviene en la historia más que como un testigo cercano: “Somos unos entrometidos, en realidad, por lo que tendremos que ser cautelosos o podría echarnos de su lado y acabar con nuestro plan”. Pese a que no está exento del consabido humor de Villalobos (Gastón cultiva “las papas de tierra de la tierra del mejor futbolista de la Tierra”, que previsiblemente le provocan los vómitos que tienen en vilo a todo el mundo), el libro es primordialmente reflexivo: con serenidad, con aplomo, el autor se atreve a escribir sobre la soledad, sobre el desarraigo, y a trazar a unos personajes que no pertenecen a ninguna parte, que no son de aquí ni de allá, que buscan su lugar en el mundo, aunque este se encuentre junto a su perro, al lado de su mejor amigo, o a la sombra de un árbol.

En esta novela, Juan Pablo Villalobos indaga, por un lado, en la naturaleza de las relaciones –con los otros y con uno mismo– y, por otro, examina un tema que ya se había asomado en sus novelas anteriores (y que había sacado a relucir en “Cuarenta y cinco”, su texto reunido en la antología Lo infraordinario. Georges Perec y la búsqueda de lo cotidiano, publicado en 2018), pero que aquí halla definitivamente su asiento: la paranoia, representada en la aparente locura de Pol tras haber pasado una temporada en la Tundra, y también en el propio protagonista. Y no solo eso: La invasión del pueblo del espíritu es un alegato contra el odio, contra la xenofobia, contra lo diferente. En el libro, a modo de declaración de principios, no se mencionan nunca las nacionalidades: una persona no es, o no únicamente, una patria; es lo que ha sido y ha dejado de ser, es el pasado y a la vez el presente, es lo vivido y también lo añorado, es el recuerdo de unos cuantos amigos, de algunos amores y es, sobre todo, el aquí y el ahora.

Cuando un presentador de televisión le pregunta a Pol: “¿De qué parte de la Península eres?”, el narrador aventura una serie de conjeturas: “Por un instante, como todavía no conocemos tanto a Pol, tememos que albergue algún tipo de resentimiento. Que diga que no se siente peninsular, que la familia de sus padres proviene de una de las antiguas Colonias […] o que haga una reivindicación del pueblo aborigen de la parte de la Península en la que ha nacido y crecido”. Pero Pol está más allá del bien y del mal, abocado ya en sus propias teorías de conspiración; al regresar (o más bien escapar) de la Tundra, y tras explicar el modo en que las “semillas extraterrestres” dieron lugar a las células, está convencido de que se hallaba en un proyecto de panspermia dirigida de la humanidad, una estrategia para entrar en la guerra de colonización espacial. Hacia el final, cuando Pol extrae de su mochila un pequeño tubo de ensayo que ha robado de la Tundra y lo planta –con la ayuda de una legión de “contactados”– en el algarrobo donde Gastón enterró a Gato, se adivinan por fin las intenciones de Vilallobos: “Lo verdaderamente peligroso –interrumpe el antiguo profesor [de Pol]– es la idea de que todo lo que viene de afuera, lo alienígena, es una amenaza que hay que erradicar”. Ya sea lo extraterrestre o lo extranjero o lo diferente, la idea de que hay que defender una pureza de la raza constituye una forma de fascismo. Como una suerte de clave de lectura, Villalobos nos enfrenta contra esto, cuestionándos de dónde venimos, quiénes somos (y quiénes son los otros), y hacia dónde vamos.

Pero si el lector deshoja –metafóricamente– la novela, si presta atención a los detalles más sutiles de la narrativa, si sigue a Gastón y a Max con cautela y se dispone a tratar de entenderlos, si se percata de que la partida de Max conlleva la interrupción de los ciclos y la ruptura de la rutina, eventualmente descubre que debajo de las conspiraciones, de la xenofobia, de la soledad, del racismo, de la locura, de las incursiones extraterrestres, palpita algo más importante y genuino: la amistad. Porque La invasión del pueblo del espíritu es, ante todo, un libro sobre dos amigos que terminan una etapa y comienzan otra, dos amigos que están ahí el uno para el otro, de forma incondicional, honesta, pero que, por mera torpeza verbal, no logran comunicarse adecuadamente y ahora tienen que separarse: “En treinta años no han tenido que decirse estas cosas, nunca, su amistad está hecha de sobreentendidos, de eufemismos, de burlas hirientes, de gestos repetidos miles de veces, de todo eso que los mantenía a salvo de tener que hablar en serio”. Gato ha muerto, Max se ha ido, Pol ha sembrado vida en el huerto de Gastón. En un gesto de fraternidad, Villalobos nos ha regalado su novela más humana.

  • Elvira gavin mayo 19, 2022 at 3:02 am / Responder

    Muchas gracias. Acabo de descubrir a Villalobos gracias a un librero de mi ciudad.
    Fiesta en la madriguera, No voy a decirle a nadie que me crea y, ahora, La invasión.
    Totalmente impactada por este autor y agradecida x tus comentarios.
    Saludos desde la Zaragoza peninsular.

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