Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Antología áurea. Poesía de los Siglos de Oro, edición de Pablo Sol Mora, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2022, 184 pp.


Hablar de los Siglos de Oro es hacer referencia al periodo de máximo esplendor de la literatura en lengua castellana. Coincidiendo con el Renacimiento primero y el Barroco después, este periodo florece en el siglo XVI español como una suerte de milagro sostenido y se extiende a buena parte del XVII, sentando así las bases estéticas de nuestra tradición literaria. Cabe hablar, en sentido particular, de un Renacimiento español que supone no solo un nuevo pensamiento, sino también nuevas formas y realizaciones en lo artístico. No se equivoca Pablo Sol Mora cuando afirma que este periodo fijó los criterios de excelencia poética en español ni exagera al decir que la mejor poesía compuesta en nuestro idioma es precisamente la aurisecular. De ello da clara cuenta esta Antología áurea que ha publicado este año la Universidad Veracruzana, dentro de la colección Biblioteca del Universitario.

El pináculo de la expresión poética en castellano: para prueba basta un botón, pero también una lectura humilde y atenta. Con la selección y edición de textos a su cargo, basándose en ediciones princeps y manuscritos originales, Sol Mora nos presenta, con la ortografía modernizada y generosas anotaciones, una compilación no exhaustiva, pero sí muy representativa de las piezas más emblemáticas de la lírica áurea. Podemos encontrar desde un fragmento de la “Égloga I” de Garcilaso hasta el mítico inicio de las Soledades de Góngora, pasando por el famoso madrigal de Gutierre de Cetina, “Ojos claros, serenos”, y la “Oda a la vida retirada” de Fray Luis de León. Si bien el criterio de selección adoptado deja fuera ciertas manifestaciones específicas, como la poesía cómica o la épica, sirve perfectamente como puerta introductoria a obras cumbres de las letras hispánicas como el Polifemo y las Soledades de Góngora, o el Primero sueño de Sor Juana.

Las notas de esta edición son, sobre todo, aclaraciones léxicas, de modo que ciertas palabras opacas o en abierto desuso puedan aclarar su significado frente al lector no familiarizado con la lengua y los referentes auriseculares. Cabe destacar, en este sentido, la intención didáctica de la Antología. Si se quiere entender cabalmente la literatura de estos siglos, es necesario conocer, aunque sea de forma somera, su contexto. Es por ello que, al tener como horizonte de recepción un público más bien joven, lectores legos o que recién se introducen en el tema, resulta de suma importancia el apretado pero ilustrativo prólogo que precede la selección, texto donde el compilador da cuenta del contexto político, militar y cultural de la España de aquellos siglos.

A grandes rasgos, la peculiaridad del llamado Renacimiento español es una suerte de fusión de la tradición medieval previa con las nuevas aportaciones europeas, básicamente importadas de Italia. Esto derivó, finalmente, en un discurso que, sin dejar de lado la herencia clásica ni el cristianismo, propició una particular visión de la realidad, en general, y del arte, en particular. Dicho sea de paso, en España la vuelta a los clásicos grecolatinos que supuso el Renacimiento implicó necesariamente un tránsito por el folklor de lo local. De esto también dan cuenta los tragediógrafos de finales del XVI. En cuestiones de preceptiva poética, Italia se adelanta a España. Los comentaristas italianos de Aristóteles como Castelvetro, Robortello o Escalígero preceden a los españoles. Es hasta el año 1596 que se publica en Madrid la llamada Filosofía antigua poética del famoso humanista Alonso López Pinciano, amplia poética que, junto con la de Carvallo, El Cisne de Apolo (1602), sería la contribución teórica más importante de origen español. La obra tiene gran impacto y aparentemente la mayoría de los grandes escritores de la época, incluido Cervantes, habrían tomado algo de lo que allí se postulaba. El Pinciano, en términos generales, intenta una síntesis entre Platón y Aristóteles, cita a sus precedentes, el propio Aristóteles y sus comentadores latinos, es negativo con Horacio y remite al lector al César Escalígero.

Comúnmente al Humanismo se le ha considerado como tradición histórica y apoyo intelectual del Renacimiento, y se comprende, a grandes rasgos, como el rescate de la antigüedad clásica. Pese a no ser exclusivo del Renacimiento, se suele reservar el término humanista para los “restauradores” de los studia humanitatis, nombre que designa el conjunto de gramática, retórica, poética e historiografía. Así pues, la influencia de Petrarca y de los studia humanitatis fue decisiva en la consolidación de la lírica española del siglo XVI, incluso la poesía de cancionero pudo renovarse gracias a esta penetración del humanismo con un mejor conocimiento de la antigüedad clásica, así como la de la Italia renacentista. Así pues, este humanismo que llega a España, Renacimiento que Garcilaso “inventa” o “importa”, posee una base estética que involucra tres grandes directrices: el neoplatonismo, la tradición clásica y el petrarquismo. Los poemas incluidos en la Antología áurea responden en gran medida a este paradigma, especialmente a la adopción de formas italianizantes. Con Boscán y con Garcilaso, la poesía en español asimilaría las combinaciones métricas más relevantes del endecasílabo italiano, es decir, el soneto, el terceto encadenado, la octava real y, como caso particular, la estrofa llamada lira.

Cabe destacar que esta aludida lírica de raigambre petrarquista no solo se contenta con las formas, sino que destaca, temáticamente, tanto la naturaleza como la belleza femenina, encontrando en el ideal idílico pastoril un particular motivo de exaltación (con ecos de Sannazaro) en tanto que apelaba al goce de lo natural y de lo humano. Por otra parte, también respondía al paganismo y a claves mitológicas en general. Clara muestra de ello es la “Oda a la flor de Gnido”, bella lira incluida en la presente Antología que Garcilaso dedicó a la dama napolitana Violante Sanseverino. En casos como este son de agradecer las notas filológicas que esclarecen los referentes históricos y mitológicos, y enriquecen la comprensión total del poema. Los versos de Garcilaso cristalizarían a la postre en la edición que en 1574 y luego 1577 hiciera el Brocense, donde se le comenta como un clásico. Y, en efecto, Garcilaso es nuestro primer clásico en lengua castellana. Más tarde, Fernando de Herrera, excelente poeta sevillano también incluido en la Antología, publicaría las Obras de Garcilaso con anotaciones. El mismo Herrera, nos recuerda Pablo Sol Mora, ambicionaba ser una especie de Petrarca español.

Si bien la poesía de Garcilaso y Boscán careció de temática y espíritu religioso, con fray Luis de León y san Juan de la Cruz este aspecto se vuelve determinante. En suma, estos dos grandes líricos son artífices del periodo de la literatura espiritual española. De ellos, fray Luis es el intelectual de vocación religiosa, el poeta cristiano que vive como sabio. Se le considera como la “síntesis cristiana del Renacimiento” y su afán estilístico estaba orientado a dignificar y enriquecer el lenguaje poético. Traducía a Píndaro, Catulo, Virgilio y Horacio. Menéndez y Pelayo lo calificó de “príncipe de los poetas líricos”.

San Juan de la Cruz (Juan de Yepes) es quizá el mayor representante de la mística española. Recibió una formación literaria y filosófica con los jesuitas, pero no entró en la Compañía y su humildad lo hizo decantarse por los carmelitas. Su obra poética conservada es breve: comprende apenas poco más de la veintena de composiciones. A pesar de esto, es considerado como una de las cimas de la poesía española. El lenguaje poético de sus versos entronca con distintas tradiciones como la poesía popular, el cancionero y las fuentes bíblicas, pero, sobre todo, la poesía italianizante. En 1577 fue encarcelado y ahí, en prisión, compone de memoria el famoso “Cántico espiritual”, poema que, junto con “Llama de amor viva” y la “Noche oscura del alma” constituyen una peculiar mística “de gozo” y de lo más representativo de la poesía áurea. También se hallan incluidos en esta Antología.

Por su parte, Fernando Herrera vive consagrado a su obra como una finalidad de vida. Su actitud, dice el historiador literario Emilio Orozco Díaz, “fue la de sabio intelectual, agudo y razonador crítico y ultraconsciente creador de poesía”. El poeta acostumbraba anotar expresiones que en su pensar o leer se le ocurrían y, además, se planteó una reforma ortográfica. “Así, la estructura del poema, de la estrofa o de la frase, obedecen a esquemas previos encaminados a producir con las palabras y sobre todo con la composición el placer o sorpresa intelectual por lo nuevo y bello de su arte”, agrega Orozco en Grandes poetas renacentistas. En lo que respecta a la Antología áurea que aquí se reseña, pueden hallarse tres bellos sonetos del sevillano. Cabe notar en uno de ellos el diálogo que entabla con los referentes celestes, como el rojo sol “que con hacha luminosa” colorea “el purpúreo y alto cielo”, o bien esa luna, honor de la noche.

Uno de los aspectos que se agradecen de esta Antología áurea es la presentación ordenada del contenido; esta implica, por supuesto, una breve semblanza de cada poeta tras la cual se ofrecen sus versos más representativos. Dicho procedimiento propicia una lectura de los poemas bajo la luz del contexto particular de cada autor. Entre otros de los poetas destacados que se contemplan en esta antología aparecen Francisco Aldana y Francisco de Terrazas. De este último, en especial, cabe mencionar, aunque por criterios de selección no figure en el presente volumen, el inconcluso poema épico Nuevo mundo y conquista. Hijo de quien fuera mayordomo de Cortés y alcalde de la Ciudad de México, Terrazas fue criado en el ambiente privilegiado de los primeros conquistadores y es considerado el primer poeta de la Nueva España. Cabe recalcar, como lo señala la breve remembranza biográfica, que algunos de sus poemas fueron recopilados en la famosa antología novohispana Flores de varia poesía. En todo caso, los sonetos que de él aparecen en la Antología áurea son más bien filiales a la tradición petrarquista, siempre que ensalzan el ideal de belleza femenina imperante en esa época, mediante “una descripción tópica” de cabellos rubios rizados, blanco cutis, labios rojos y dientes blancos: “Dejad las hebras de oro ensortijado /  que el ánima me tienen enlazada…”.

Dentro de ese mismo afán estético pueden leerse también aquellos incomparables versos de Góngora: “Mientras por competir con tu cabello / oro bruñido al sol relumbra en vano; / mientras con menosprecio, en medio el llano, /  mira tu blanca frente el lilio bello”, etc. Este es el soneto que encabeza su repertorio en la presente antología. Independientemente de sus sonetos, tras la aparición de obras del calibre del Polifemo y las Soledades –señala con acierto Pablo Sol Mora– “la poesía en lengua española cambia para siempre”. Teniendo como principales modelos a Virgilio y Teócrito, Góngora aspira a una perfección culta. De acuerdo con Andrée Collard, “el adjetivo culto adquiere el sentido de ‘erudito’ con Góngora”. Con él se genera una nueva poética que bien puede calificarse de sabia y difícil. En consecuencia, surge en su contra una fuerte reacción anti-erudita. “El sustantivo culteranismo –dice Collard– denota la palabra, el giro o el tema extranjerizante (en oposición a hispanismo), con intención a veces peyorativa”. En tal sentido, términos como gongorizar o gongorismo aludirán, inequívocamente, a una nueva sensibilidad poética que, no obstante, fue muy denostada en su tiempo. Si bien los siglos XVIII y aún el XIX condenaron la poesía del cordobés, el siglo XX, como comenta Sol Mora, se encargó de rehabilitarlo y devolver su obra a su lugar dentro del canon poético hispánico. Bastan los fragmentos del Polifemo y las Soledades que se incluyen en la antología para iniciar al lector cuidadoso e interesado dentro de la peculiar y compleja estética gongorina que, dicho sea de paso, no deja de apelar a la mitología como convención poética. Así lo muestra el comienzo de la Soledad primera: “Era del año la estación florida/ en que el mentido robador de Europa/ (media luna las armas de su frente/ y el sol todos los rayos de su pelo),/ luciente honor del cielo,/ en campos de zafiro pace estrellas”. Por lo demás, hay quienes, como Maurice Molho, dicen que conviene leer las Soledades como un intento de reconstruir el lenguaje.

Nombres como Quevedo, Lope de Vega o la misma Sor Juana no requieren mayor presentación. Su fama habla por sí sola. Lope, principalmente, fue un poeta que desde su tiempo tuvo el favor del público. Pese a verse involucrado en varios escándalos, el “Fénix de los ingenios” se convertiría en el dramaturgo más exitoso de su tiempo y pasaría a la historia como el autor más prolífico. Por ello el propio Cervantes lo llamó “Monstruo de la Naturaleza”. Se dice que Lope legó más de trescientas comedias, doce libros en prosa y verso y cualquier cantidad de papeles sueltos. En lo que a esta antología respecta, cabe señalar uno de esos tres mil sonetos que se le atribuyen, a mi gusto quizá el soneto más perfectamente bello de la poesía en español: “Desmayarse, atreverse, estar furioso…”. Quien lo ha leído, lo sabe.      

Finalmente, dentro de esta prestigiosa nómina, cabe destacar a una de las estrellas más brillantes, la Décima Musa. Junto con Luis de Sandoval y Zapata, sor Juana Inés de la Cruz representa la culminación de los Siglos de Oro, pero ya en el virreinato de la Nueva España. Ambos son propiamente poetas novohispanos, pero no por ello ajenos a la tradición que los precede desde la península. Sor Juana era lectora de Góngora. El Primero sueño, de hecho, fue compuesto a imitación de las Soledades. La relevancia de este poema de largo aliento es invaluable. Son muy pocas las obras que a lo largo de los siglos han suscitado tal asombro y extrañeza como el Sueño de Sor Juana, tanto por su contexto como por su contenido y carácter intelectual; añadiendo además lo expresado por la propia monja en la famosa Respuesta a Sor Filotea: “yo nunca he escrito cosa alguna por mi voluntad, sino por ruegos y preceptos ajenos, de tal manera que no me acuerdo de haber escrito por mi gusto sino un papelillo que llaman el Sueño”. El Primero sueño, como lo conocemos actualmente, representa quizá, como lo indicaba el propio Octavio Paz, “el poema más personal de sor Juana” que, tocando variados matices y tradiciones a la vez, finalmente se erige como obra cumbre de la poetisa y se inscribe, al menos filosóficamente, en la tradición pitagórica y neoplatónica que considera al alma como una prisionera del cuerpo, o sea, una “realidad diferente del cuerpo y separable de éste”. Aunque cabe señalar que, para otros críticos literarios, la escolástica es una raíz más útil para explicar el poema. En cualquier caso, la grandeza del Primero sueño no podía faltar en la Antología áurea. Su relevancia y riqueza descansan en gran medida sobre los tópicos ahí comprendidos, que van desde lo literario y mitológico hasta lo religioso, histórico y científico. Es sin duda, una obra sui generis de la literatura en español cuya complejidad, sin embargo, provoca que no siempre sea lo suficientemente frecuentada, razón suficiente para que sea considerada en esta selección.

El hecho de que a menudo los más jóvenes de nuestros estudiantes encuentren ajena o distante la literatura de los Siglos de Oro no se debe tanto a la supuesta lejanía temporal de los referentes, ni a las palabras aparentemente opacas o en desuso. Creo que más bien se debe a que no hay el suficiente número de publicaciones que la pongan al alcance del lector principiante en formatos que, a su vez, sean lo suficientemente asequibles o amables como para desacralizar la solemnidad que a menudo se asocia con esta literatura. Todo pasado vuelve para enriquecer el futuro y este es el propósito de la Antología áurea.

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