Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Fabio Pusterla, No la perla, edición y traducción de Pablo Ingberg, Aquelarre Ediciones, Xalapa, 2021, 150 pp.


Luego de algunos poemas de No la perla (2021) –y a sabiendas de que es una antología– reparé en que el volumen no viene dividido en los ocho libros que lo conforman. Quizá este detalle editorial pretende invitar a una lectura sin prejuicios sobre la madurez poética de Fabio Pusterla, a que las expectativas del lector no varíen al recorrer 33 años de escritura (1985-2018). Sin embargo, la lectura de corrido seduce a los que gozamos de encontrar las constantes y caemos en la trampa de buscar el pivote que sostiene, si no los temas, sí la perspectiva o las obsesiones.  

En la antología de Pusterla, poeta suizo contemporáneo –y uno de los escritores más reconocidos en lengua italiana– nos encontramos con una voz que mezcla la importancia de eventos locales, como la muerte de flora y fauna en la catástrofe de Schweizerhalle (1986), con las tardes de caminata por el Alpe de Firinescio, y momentos de intimidad nocturna donde se confiesa escuchar a una mujer dormir. Esta curiosa amalgama de proximidades y lejanías hacen de No la perla una experiencia de lectura que oscila entre la acera documental y la cotidiana; entre la ecológica-social y la individualista. Abundan los títulos que no vacilan en marcar con una tachuela el mapa: Isla Persa, Tinizong, Lyon, Museo Lumière, Preda, Puente Chiasso… frente a otras composiciones que traicionan la cartografía y se mueven, subterráneas o aéreas, abigarrando los espacios:

Si pudiera elegir un gesto, un lugar y una hora,

la hora sería una noche de aire limpio

y el lugar sería uno como tantos:

una casilla en una curva,

una pausa apenas esbozada de algo,

baja, calurosa y llena de humo,

donde sentado a una mesa, tocando

un hombro, una mano o una copa,

tardaría un tiempo antes de pararme

para seguir a algún desconocido afuera.

Se mantiene una conciencia de equilibrio –del autor, del editor, o confabulación doble– donde unos versos niegan la pertenencia, el origen, como en “El poeta en su lugar natal”; mientras que otros toman a préstamo la identidad del cadáver del Bockstenmannen,“Bocksten I”. No hay cabos sueltos en la antología, la riqueza de la producción de Pusterla permite que la selección brille en su diversidad temática: de cada lugar, un poema distinto, pues el compilado se puede leer como poemas desde un sitio específico y explícito: desde la sincronía entre la existencia ajena y la cavilación; desde un hecho determinado que cayó o caerá en la temporalidad histórica luego de unos años de haber sido escrito.

Aun cuando la atención se desliza sin descuidar ni los parajes y sus acontecimientos, ni la reflexión solitaria, ninguno de los dos espacios –el del suceso y el de la experiencia– termina de calificar al sujeto que habla. Este permanece tras los hechos y objetos, en la pretensión de encontrar “un mundo otro, subyacente, / que irrumpe a veces con violencia”, aunque dicho mundo no funja como espejo de sí. El yo, secundario, da paso a lo otro y a los otros; incluso así lo delata gramaticalmente el empleo de paréntesis; las pausas intencionales que desvían la mirada; los guiones evasivos, prestos a la digresión, sin intención alguna de cubrir con el sentimiento o la opinión al paisaje, al ambiente o al clima. Un poema sin título que comienza con “Ahora que la estación se entenebrece / en densidad cirrosa, en nimbos del norte”, se ve interrumpido por detalles invernales hasta cerrar la oración, siete versos después, con un “me pesa más esta ausencia”. Disociación, tal vez, entre la voz y la mirada, donde la primera modula el ritmo y a la segunda le es imposible retener las imágenes que sugieren lo no dicho.

A la extraña mezcla de marcas geográficas y temporales, con los “no-lugares” –como gusta de calificar el poeta–, se suma el apartado “Notas del autor”, un complemento anecdótico o aclarativo sobre los poemas. Por ejemplo, del texto “Las escaleras de Albogasio”, Pusterla cuenta haber ayudado a cargar un cadáver desde un hospital suizo hasta el lado italiano de la frontera para regresar el cuerpo a su casa, pasando por dichas escaleras. Dato revelador para entender la raíz y el ingenio del poema, que no necesario para inferir un significado. Hay, además, otras líneas menos narrativas, como la que esclarece que el poema “Museo Lumière” alude a una de las primeras filmaciones del cine. Será, entonces, cuestión de gustos aprobar o no la intromisión –¿compañía? – del autor en el entendimiento del libro. Aunque, por otro lado, esta responde al impulso comunicativo, a la necesidad de un lector, como dice Massimo Raffaeli en el prólogo sobre la poesía del suizo.

Recordemos, además, que la edición bilingüe de No la perla se imprime en Xalapa, lejos del derecho a la libre circulación que posee la ciudadanía europea. El poeta caminante no viene descarapelándose de la quemazón huertista, son otras sus angustias: “Te arrastrabas ayer por tu Everest de margaritas / y yo te miro hoy en el recuerdo y mientras tanto escucho la radio / a la espera de noticias terribles. . .”. También otras sus rutinas, el autor es un académico que vive y trabaja entre Italia y Suiza.

Los detalles de internet, las notas del autor, los poemas, nos arrojan la ilusión de la voz tras la pluma. No la fotografía del rostro, sino el trozo intermediario entre el verso y su escritura; la vivencia que se escabulle y transforma al impactar con las palabras. Así podemos imaginar la tinta humana, antes que extranjera, de aquel que reconoce los ojos de los aduaneros, la charla de las camareras, el arquearse de los montes; el que mira a la mujer dormir y siente la tenaza del tiempo en lo que hay y lo que hubo, o más bien, en lo que queda: “Ningún rastro del puentecito, sólo un nombre / sin lógica”.

Muchas cosas transcurren en la antología: noches, nimiedades, estaciones, estancias; transitan: animales de alas y aletas, caminantes y caminatas. Otras simplemente se muestran, resolutivas e incuestionables, de permanencia imponente. Sobre unas pirámides situadas en una montaña, dice: “No preguntes; roca tras roca / construyes tú también lo que no sirve / para nada y a nadie, pero está”. Y es justo el encuentro entre aquello que está y cuanto va de paso, lo que despide una amenaza luctuosa de finitud. En unas páginas donde la espacialidad se disputa entre el nombre y el “nodonde”, el tiempo no choca con la muerte, sino con su propia persistencia.

Los montes, los castillos y los muertos, nos orillan a la duda por lo que ocurrió antes de nosotros, pues este libro repara en la huella, antes que en el pasado; no resucita, reconoce el trepidar de las pisadas espectrales entre los vivos. Dice María Zambrano que el sentido de la ruina no es lo que fue, sino lo que no alcanzó a ser; habría que preguntarnos qué deuda está saldando un poeta que calza los zapatos de un cadáver del siglo XIV, o qué riesgosa apuesta arroja al buscar, de los hechos cotidianos e históricos, la esquina que sobrevivirá a la ceniza. En parte por estilo, en parte por condena, un matiz de polvo y nostalgia se entromete incluso entre lo más vívido de los versos, el afecto. Porque alguien sabe –o huye de reconocerlo– que cuando las décadas pasen quizá quede un poema como ruina siendo algo muy distinto a lo que pretendía.

Como dije, leer de corrido una antología es meter un pie en la trampa de las conjeturas, no escondo la mano por mi lectura sesgada e incompleta. Pese a las sombras, de una montaña baja un íbice a brincos porque intuye “no la perla, sino el abrirse de la ostra”.

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