Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Denis Coté, Un verano así, Canadá, 2022.


Ocurre que la película Un verano así es un gesto de resistencia para reivindicar al otro. El tono intimista de Denis Coté, quien narra la historia de tres mujeres jóvenes, Léonie, Geisha y Eugénie con conducta ninfómana, encierra un misterio que se consigue al retirarse a una casa de la campiña durante veintiséis días. Alejadas de la presión propia de la ciudad, donde prevalece el caldo de cultivo para la conducta hipersexual, el relato protagonizado por la conversación y la sinceridad adquiere esa cercanía con ellas. No hay estigma ni se advierte soberbia que señale patología o algo que las envuelva en el mito de la bruja. La otredad que desvela el retrato de Coté se basa en la escucha compasiva. Larisa Corriveau, actriz que interpreta a Leónie, dijo que más que un panfleto anti porno se trata de un relato poético donde la otredad, agregamos, recibe la oportunidad de la voz.

En efecto, Un verano así es un gesto de resistencia que reivindica la otredad en medio de un tiempo canalla. Por ello, detenerse a respirar hondo y a reflexionar en una solitaria casa de verano, como lo hace Coté, implica un responso en una era de la congoja y del enfriamiento de la pasión, como postula Byung-Chul Han. Nos parece que el filósofo coreano contextualiza la época actual en La agonía del eros con agudo tino. Aparte de reconocer que la causa del fin del amor, o su crisis, sea entre otros factores por la racionalización de los sentimientos y la ampliación de la tecnología de la elección, señala un aspecto trascendental: la erosión del otro. Han asegura que la desaparición del otro es un proceso dramático, que progresa, sin que necesariamente se advierta el deterioro interno. Siguiendo a Han, el aniquilamiento de la otredad puede notarse como uno de los principales riesgos surgidos de la comunicación de masas contemporánea, tan dada a transmitir sus mensajes basados en estereotipos, prejuicios y fórmulas que invisibilizan el matiz de la condición humana.

Aunque no podemos hacer tabla rasa, el cine, por desgracia, es un arte proclive a negar la otredad. Y se niega desde muy diversas formas arremolinadas, como la hipersexualidad, cuya nefasta consecuencia es su carta de naturalización. En este remolino también hay cine que apuesta por la crítica ácida e incorrecta, por su cinismo iconoclasta, como lo prueban David Cronenberg, Julia Ducournau o Gaspar Noé. El sarcasmo de Cronenberg en Crímenes del futuro (2022) sublima hasta lo más bizarro la hipersexualidad; la era de la globalización, insaciable de deseo, es burlada con un retrato que disloca el objeto a través de la mutación corporal. Otra película audaz de esta hipersexualidad, Titane (2021) de Ducournau, excede las líneas de representación lógicas, reta e invierte la violencia de género y escupe al mundo alienante del hombre simbolizado por la falocracia del automóvil. O la truculencia de Noé en Climax (2018), cuya crisis psicodélica colectiva también ahonda el caos de la hipersexualidad apuntando hacia el narcisismo.

Sin embargo, aún siendo críticas, se advierte la desaparición del otro en las piezas citadas de Cronenberg, Ducournau y Noé. De ahí que sea interesante la coyuntura de hoy en donde expresiones artísticas son un gesto de resistencia para reivindicar al otro. Pensemos, aunque escrito hace veintidós años, en El acontecimiento de Annie Ernaux, libro exiliado de esta vorágine. La autoficción parece extraída de la literatura y posa como el susurro de una libreta de apuntes, un diario de diario, más recóndito. O miremos el cine de François Ozon, que recoge la mejor tradición de la nueva ola francesa que, a su vez, abreva de la literatura y así halla un cierto naturalismo heredado de la tradición fílmica de Francia. Y, por supuesto, la obra de Denis Coté que, insistimos, es un gesto de resistencia para reivindicar al otro, como ocurre con Un verano así.

Cierto, en tiempos de #MeToo, la película dirigida por el canadiense Coté, un hombre blanco heterosexual, podría haber sido señalada de parcial al ser una mirada masculina que cuenta una historia sobre la ninfomanía. Pero, no obstante que el nudo argumental pudo potenciar la algarabía machista cosificando el cuerpo, precisamente el sexo está invisible –se le salta. Coté solo lo invoca a través de suculentos diálogos que semejan juego de ajedrez y confidencias que nada tienen de chantaje o martirologio. Es decir, el sexo se mantiene como enunciado, pero jamás es representado ni transformado en objeto: más bien, es sustituido por la palabra, hecho que desactiva el evidente morbo que mantiene una determinada tensión que no llega a tal por la sobriedad de escritura de Coté.

El filme no pasó la pena del paredón público porque, a pesar del tema, un retiro para mujeres ninfómanas, el director nos ofrece un tratamiento aséptico, neutral acaso, llano y libre de prejuicios. Con un plácido ejercicio de la cámara evita los subrayados dramáticos. De hecho, nunca se da la contrición como secuela de lo delatado; incluso, es al revés, la propuesta Un verano así es entender al otro, a las otras, en su condición más humana. Digámoslo de diferente modo: Un verano así no es una película que plantee disyuntivas, que narre su historia esperando que los personajes se dividan en blanco y negro para que opten por arrepentimiento o ahogarse en el pozo –de hecho, la ninfomanía no se expresa como se le define, como trastorno.

La estética de Coté disculpa la promesa de un tópico cubierto por clichés que ya nada más se sostienen por querer levantarle la enagua al conservadurismo. No desacreditamos lo que hizo Michael Winterbottom en 9 orgasmos (2004), por ejemplo, pero Coté se desentiende por completo de esa nación de películas que buscan enjaretar sexo explícito como orgullo político. Algo, o mucho, se impregna de aliento patriarcal cuando se aborda la ninfomanía, como lo plasma el camorrista adrede Lars von Trier. No deja de ser un pretexto para soltar los amarres del instinto en plataformas audiovisuales, muy diferentes a lo que ocurre en la literatura. Resaltamos entonces que el tratamiento de Un verano así se basa en un lenguaje despojado de acentos y hasta contiene finas soluciones elípticas. El discurso de Coté brinda más una mirada piadosa que una búsqueda política de la transgresión, como deliberadamente lo provocan Cronenberg o Noé o directoras como la controvertida Ducournau.

Hay diván, pero no psicólogo. Vamos, que Un verano así, más que inclinarse a discursos bravucones exaltadores del sexo explícito tipo Von Trier y su díptico de Ninfomanía (2013), descansa su historia en un estilo que, es verdad, estaría más en deuda con el naturalismo de Eric Rohmer, de sencillez y agudeza intelectual, el que filmó la serie Seis cuentos morales y los Cuentos de las cuatro estaciones. La cita a las estaciones no es baladí. La coincidencia del paisaje soleado emparenta todavía más a Coté con Rohmer, cuando acondiciona este retiro que podría alentar la curación –jamás se mira con displicencia médica–, en un ambiente de descanso y de confianza para la reflexión muy cercano a las residencias, vegas y playas donde el director de El rayo verde (1986) despunta la luminosa banalidad.

Eso, la luz del detalle está en Coté. El director canadiense rodea cualquier psicologismo que arrincone el comportamiento de las mujeres. Nadie está sujeta al sillón, ni a la culpa religiosa ni al catálogo de expiaciones morbosas que desemboquen en lugares comunes. El cliché no habita en Un verano así, la estación permea el tono que no intenta la compunción. El retiro es así: un respiro en búsqueda del equilibrio interior que dé paz a través de caminos heterodoxos donde no se impongan máximas a seguir. Un verano así no es terapia. El autoritarismo de una disciplina como la psicología y más en concreto el psicoanálisis, restaría al propósito de Coté: pero el retiro está lejos de los libros y más cerca de la revelación mundana de la palabra. Dicha revelación de la existencia de tres mujeres se da a partir, si es que se llama así, de una técnica más horizontal que deriva del sentimiento de cada una sin que se intente imponer una visión de la gente encargada del retiro: la terapeuta y el trabajador social en plan más contemplativo.

Lo más interesante no es la crítica que resume, como aquí, el objetivo de la película. Lo interesante, en todo caso, de Coté es su forma fílmica, que está en medio de cañales de verborrea y una vorágine visual que muchas veces funciona como obligado canon. El camino que continúa Un verano así omite la retórica y se instala en una circunstancia sintáctica que, aunque parezca contradictorio, no semeja cine. Una muestra más de esta suspensión del lenguaje cinematográfico en Coté, quizás más de su dramaturgia, debemos subrayar, es el guiño de Un verano así al cine de la ambigüedad, propia y específicamente a la trilogía del silencio de Dios de Ingmar Bergman. Y es que Coté guiña con suculento extrañamiento en medio de su discurso indiferente al linchamiento psicologista que desenvuelve de forma imparcial, aun cuando el grupo de ninfómanas tiene 24 horas para soltarse el cabello y nos abofetea con una lección contrita y elíptica.

Refiramos que el guiño es parte del desenlace, del reverso de la parte esperadamente juzgada, que no lo son, este trío de ninfómanas. A la psicología, Coté la pone en barbas a remojar sin que ello implique denotación o caricatura disfrazando un acto de venganza del demiurgo. Sí, la terapeuta también tiene su día libre y se le cruza una imagen perturbadora en medio de la auto satisfacción que iniciaba con un consolador. Esa imagen es una araña, cargada de un significado cultural variado y a menudo directamente conectado a la sexualidad, sus señales y culpabilidad. El artrópodo sorprende de suyo porque además no hay nada semejante en el resto del filme: su tamaño y cómo Coté lo narra escalando la pared hacia el techo. Lo curioso es que permanece la araña en un plano denotativo, aunque es evidente que tiene consecuencias interpretativas. Pero insistimos: el tono de Coté es el de no calificar y así mantiene su respeto a la otredad sin el juicio de la ciencia.

Resalta lo que hace Coté con otra araña famosa, esta verbalizada, en la que para nuestro gusto es la obra maestra de Ingmar Bergman: A través del vidrio oscuro (1961). Karin, el personaje central, toma una decisión en un cuadro psicológico delicado: dejar el mundo normal porque la llama una vocecita. Se trata de un llamado de Dios, en forma de araña, que se le sube al cuerpo. Bergman tampoco connota con peligro su presencia verbal –es anti climática la decisión de Karin–, pero el hecho de la ubicación del animal dentro de la trama le conduce de inmediato a mayor interpretación. Coté no exhibe una didáctica con la araña. Parece uno más de los hechos que ocurren como azar y que la cámara registra en esta danza de conmiseración. Se suma y así hasta podemos ubicar a la terapeuta como parte de esa otredad que está siendo reivindicada desde una mirada menos soberbia.

Pensemos otra vez en Von Trier, no necesariamente el de Ninfomanía, sino en el contexto de donde surge su estilo. Exacto: Dogma, vanguardia iniciada por cineastas daneses en 1995, ha sido el último movimiento cinematográfico formal en la historia reciente. Muerto el blockbuster, la actual dictadura de los géneros y el coyuntural cine asexual de los súper héroes, las corrientes fílmicas son casi imposibles de trazarse. En este sentido, lo que se entiende por cine de autor son auténticas islas de creatividad y ejemplos épicos de producción independiente.

Ahora bien, Dogma apostó por un “voto de castidad” que, en muchos de los casos por más espontaneidad buscaron, nos suena a impostado. Se plantearon diez reglas que apuntaban hacia el origen anhelando pureza sin intervención de la parafernalia de las luces, con locaciones reales, sin mezclas de sonido (que fuera el directo) y se prohibía la alineación temporal y espacial. Todo se leía como un excelente manifiesto, si no fuera porque hasta el rodaje con cámara en mano, supone una fuerte dosis de subjetivismo, de intervención deliberada del director que decide el foco de atención de lo contado. Creemos que, cualquier emplazamiento, es subjetivo.

Por más que digan que no se usó tripié y que no había un emplazamiento formal típico del cine industrial, la cámara de una cinta como La celebración/ Festen (1998) de Thomas Vinterberg, fundadora de Dogma, de todos modos no era realista, tenía una deliberada intención. Lo anterior quiebra la castidad. Tampoco es para darse un golpe de pecho por no alcanzar el ideal. No pasa nada porque al ver las cintas de Dogma de cualquier manera apreciamos su vanguardia y no importa ya hasta qué grado se logre evadir la parafernalia del lenguaje cinematográfico. La cámara juzga, de cualquier manera.

El cine de Coté tiene algo parecido al “voto de castidad” sin proponerse cumplir las diez reglas. Inclusive Un verano así nos invita a olvidar que estamos frente a una pantalla. Y es que las mujeres se apoderan de la cámara y no al revés –y apoderar es un decir. Está como intrusa la cámara, la composición termina en segundo plano para que las palabras de ellas sean el principal objetivo. Es por esto que desde este emplazamiento se nota que Coté no las juzga, pues su discurrir no está matizado por esos artificios que tanto aborrecía Dogma.

Un verano así es la otredad que se redescubre en la escucha compasiva. Se torna lo que decíamos al principio: un gesto de resistencia para reivindicar al otro. El tono intimista de Coté se distingue por la conversación y la sinceridad, rehuyendo sobresaltos, así como tampoco busca el clímax narrativo, pues el filme lleva un ritmo atemperado como el agua del lago de la casa de verano. Encierra el misterio de lo íntimo, lo que rara vez advertimos en el cine de la eficacia y de los clichés de una época que se solaza en la hipersexualidad, aunque en el fondo suena más a congoja.

Publicar un comentario