Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Alejandro Zambra, Literatura infantil, Anagrama, Barcelona, 2023, 232 pp.


Leí todos los libros de Alejandro Zambra el año pasado, durante los meses que pasé viviendo sola en un frío apartamento en el centro de Granada. No estudiaba, no trabajaba, apenas tenía amigos. Había decidido volver en busca de concentración para escribir. Funcionó. Durante tres meses llevé una estricta rutina de ejercicio, lectura y escritura. Hablaba mucho con mis padres por teléfono. De vez en cuando quedaba con mi amiga Lidia. Pero al cabo de un tiempo me aburrí. Como Woody Allen en Manhattan, hice una lista de cosas por las que la vida cotidiana merecía la pena: merendar churros en el Café Fútbol, ir a un curso de cine mudo, pasear por el cementerio, leer a Mariana Enriquez y a Alejandro Zambra.

Había leído Poeta chileno dos veranos atrás y me había entusiasmado. Sin embargo, no había continuado leyendo al autor, seguramente por esa tendencia a querer abarcarlo todo que me hace saltar de un autor a otro, aunque eso signifique no comprometerme con quien de verdad me gusta. Una tarde de tremendo aburrimiento me obligué a salir de casa. En una de las encantadoras librerías de Granada encontré, en la mesa de novedades, un librito de título inusual con una portada simpática: una ilustración de una balda repleta de libros disparejos, distintos colores, formas y tamaños, de los que colgaba una red de raíces finísimas. La hermosa ilustración de Liniers disparó recuerdos de mi infancia: mi madre leyéndome cómics de Astérix y Obélix durante la cena; mi padre ordenando la librería y enseñándome una edición de tapa dura y azul de El Hobbit. A pesar de todo, no me llevé el libro. No porque no quisiera leerlo, sino porque en un arrebato aristotélico decidí comenzar por el principio. Compré Bonsái. Cada pocos días iba a la librería, me hacía con el siguiente libro de Zambra, y empezaba a leerlo en una cafetería cercana donde me pedía, según la hora, un café o una cerveza. Siete libros y mucho líquido después, por fin me había puesto al día. Había llegado el momento de hacerme con el objetivo final, de hacerme con Literatura infantil.

Me senté en la cafetería de siempre, pedí un vermú y comencé a leer. Quien ya lo haya leído, sabe que Literatura infantil está dividido en dos partes, y que la primera arranca con un diario del primer año de vida de Silvestre, el hijo de Zambra. El tema de la crianza no me interesaba demasiado, pero de inmediato empecé a subrayar frases como: “Baudelaire definía la literatura como una ‘recuperación voluntaria de la infancia’ ”, y justo después: “acabo de chequearlo y descubro que lo que definía de esa manera es ‘el genio artístico, no la literatura’ ”, y a continuación: “prefiero quedarme con mi recuerdo erróneo y menos altisonante de esa teoría de Baudelaire”.

Esta es la propuesta que Zambra ha ido desarrollando en su narrativa: la idea de la literatura como un sofisticado juego que brilla cuanto más se acerca a la vida y menos a las convenciones rígidas de la academia más pretenciosa. Quienes hemos intentado escapar de esta seriedad necrótica conocemos bien la sensación de descubrir, de nuevo, lo que Roland Barthes llamó el placer del texto. En su famosa obra, el autor francés perfila una distinción entre los textos de placer, que nos invitan a leerlos con disfrute, y los textos de gozo, que nos dislocan. Los textos de placer nos reconcilian con el yo y la cultura; nos producen satisfacción, porque están escritos desde el amor por el lenguaje.

En mi opinión, así funcionan los libros de Zambra, en los que la escritura se perfila como un tiempo utópico que permite redescubrir con asombro el mundo: “quien escribe intenta ver las cosas como por primera vez, es decir, como un niño o un convaleciente que regresa de la enfermedad y en cierto modo de la muerte”. Lo mismo ocurre con la crianza, pues al igual que la escritura: “También la paternidad es una especie de convalecencia que nos permite aprenderlo todo de nuevo”. El nacimiento del niño no solo agita el presente y el futuro, sino también el pasado. El niño convierte al padre en padre, pero le recuerda asimismo su estatus de hijo y le convierte en testigo de los aprendizajes básicos que una vez hizo y olvidó: caminar, hablar, leer. Desde el primer instante, el padre-escritor se consagra al reto de “narrar el mundo que un niño olvidará ―convertirnos en los corresponsales de nuestros hijos”.

Se establece, pues, una especie de transferencia fantasmal que balancea la memoria y los cuerpos en un delicado equilibro: “Esta semana subiste los mismos cien gramos que yo debo de haber bajado bailando contigo en brazos. El hijo engorda lo que el padre adelgaza. Es la dieta perfecta”. Pero el juego de la paternidad está decidido desde el comienzo, puesto que solo puede terminar en la derrota definitiva del padre: “Ahora jugamos [al fútbol] a diario … Como todos los padres me dedico a perder, a ser goleado. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”. Ya dijo Chris Kraus en Amo a Dick que “todas las cartas son cartas de amor”. Y luego Foster Wallace añadió que todas las historias de amor son historias de fantasmas.

Porque Literatura infantil es, ante todo, una extensa carta al hijo que se inserta en una tradición menos nutrida que la carta al padre, pero que, sin embargo, está teniendo un gran repunte en los últimos años, con títulos como Cartas al hijo (2018) de Juan Sklar, Un hijo cualquiera (2002) de Eduardo Halfon o Umbilical (2002) de Andrés Neuman. Mientras escribo esta reseña, le pregunto a una amiga escritora si leyó el libro de Zambra y qué piensa. Ella me responde que le encantó y que le entraron muchas ganas de ser padre. Me reí. No hacía falta decir que la experiencia de la maternidad es muy distinta. Sí comentamos que, por desgracia, todavía vivimos en un mundo en el que, en el mejor de los casos, todavía se sorprenden en la panadería de que siempre sea el padre quien lleve al niño a la calle: “¿Y ese niño no tiene mamá? ―me dice un hombre”.

A lo largo de todo el libro se esparcen anécdotas tiernas, ridículas o incluso delirantes que muestran cómo la crianza está repleta de simpáticas trampas y concesiones al mundo infantil. Así lo refleja el divertido momento en que, cuando Zambra le lee Mafalda a su hijo imitando el acento argentino ―cosa rara, pues quien solía leerle la viñeta de Quino era su abuela mexicana― el niño se revuelve y grita al borde del llanto: “¡Mafalda no es argentina, papá!”. Otro episodio graciosísimo corresponde al tercer capítulo, “Teonanácatl”, en el que el padre, aquejado de un terrible dolor de cabeza, consume ―tal vez por ese problema crónico del entusiasmo mencionado en otro capítulo― cuatro veces más del hongo que un amigo le ha recomendado para la migraña. El resultado será el humillante pero valiosísimo reaprendizaje de gatear a los cuarenta y pico años en una secuencia que me imagino como un cruce entre Miedo y asco en Las Vegas y una película cualquiera de Wes Anderson.

La segunda parte del libro oscila entre relatos que podemos considerar ficción, como “Garabatos”, y otros definitivamente autoficcionales, en los que el narrador se disfraza del propio Zambra y los personajes toman nombres de personas reales. Entre estos últimos se encuentra mi capítulo favorito, “Introducción a la tristeza futbolística”, en el que el autor convoca temas ya clásicos en su literatura. Por un lado, tenemos al típico protagonista impostor: un muchacho joven e inexperto que no duda en fingir odiar el fútbol para hacerse el interesante y establecer una relación condenada al fracaso con una chica muy exigente. De fondo, por supuesto, están los silenciosos padres de la dictadura, pegados al transistor, escuchando a los locutores radiar el partido de fútbol, solícitos y generosos con los hijos cuando el equipo gana, melancólicos y lejanos cuando el equipo pierde. Aunque el relato es bien fragmentario, Zambra cierra el texto con una bellísima reflexión que enlaza con el comienzo y hace que la sensibilidad cotidiana futbolística se llene de significación política: “nuestros padres estaban tristes, claro que sí, todos los minutos de todas las horas de todos los días estaban tristes y la victoria era apenas una tregua, un paliativo, una cortesía, un engañito; un indicio exiguo que les permitía transitoriamente creer que no todo era tan terrible”.

Como siempre, Zambra se mueve con tremenda habilidad entre los diferentes niveles narrativos, especialmente en el conmovedor y por momentos hilarante “Lecciones tardías de pesca con mosca”, en el que narra escenas de la relación con su padre no exenta de equívocos, rencores y simpáticas tomaduras de pelo. Arrancamos en la autobiografía, nos sumerge en la ficción, volvemos a los relatos más personales y de repente, nos zambulle en la reflexión más metanarrativa. El narrador-autor cuenta cómo enseña sus cuentos a su compañera Jazmina, a su propio padre, a su editora y, cómo no, imagina el momento en que su hijo leerá el libro: “La idea de que leerás, de que ahora mismo estás leyendo este libro, a veces me provoca una alegría desbordante y otras veces un sentimiento bastante más difícil de definir”. Inmersos en este ingenioso juego de niveles, de cruces entre la realidad y la ficción, parece que la obra solo podrá cerrarse cuando llegue a su lector ideal, es decir, la persona real que, en este caso, coincide con el destinatario del relato o narratario: o sea, Silvestre, el hijo de Zambra. La literatura, al menos la del chileno, necesita de la vida para completarse.

Cuando terminé de leer Literatura infantil, ocurrió algo fortuito: recibí un correo del Centro García Lorca anunciando que el libro iba a presentarse en Granada. Llamé a mi amiga Lidia, que, aunque estaba mucho más ocupada que yo y no había podido leer su obra completa, también es bastante entusiasta. Antes del evento, quedamos en una cafetería en la que de pronto llegó a sentarse el propio Alejandro Zambra. Iba acompañado de Andrés Neuman, que se encargaría de llevar la conversación.

La presentación fue estimulante y cercana. Cuando acabó, mi amiga se compró un ejemplar y decidimos ponernos en la cola de firmas. Éramos prácticamente las últimas de una cola que Zambra gestionó con amabilidad y paciencia. Cuando llegó nuestro turno, yo le dije mi nombre de forma un poco atropellada. La verdad es que no sabía cómo explicarle lo importante que había sido su obra para mí, no a nivel simbólico o trascendental, sino simple y llanamente por la compañía que me había brindado durante todos esos meses en los que disponer de todo el tiempo del mundo para escribir había dejado de ser suficiente. Mi amiga, más sencilla y educada que yo, empezó por lo más básico, decirle que nos había encantado escucharle. Comprendí que eso es lo primero que hay que decirle a un escritor cuando habla en público (sobre todo cuando es verdad) porque los escritores son así: frágiles, inseguros, vanidosos. Zambra nos firmó los libros con mucha simpatía y seguramente cansancio bien disimulado. A mí me deseó que disfrutara de esos “garabatos chilenos” y a mi amiga le escribió tres veces la misma dedicatoria porque se había equivocado con el nombre, remedando así un castigo infantil. Es decir, convirtiendo de nuevo la supuesta seriedad de la literatura en un chiste ingenioso y entrañable.

  • Pablo Melgar febrero 28, 2024 at 2:08 am / Responder

    Brava! Me gusta leerte, V. Quedan pendientes unos churros en el fútbol. Un abrazo

Publicar un comentario