Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Elisa Miller, Temporada de huracanes, México, 2023.


La decadencia en el Trópico negro de Fernanda Melchor implica un ambiente asfixiante de descomposición social. La misma prosa que se ofrece al estilo de un vendaval es el mensaje retórico de fondo. Coincidimos con Guadalupe Nettel cuando señala que Melchor utiliza un lenguaje enterrado en nuestra memoria que lleva en su cadencia primitiva el marasmo de un tejido social roto. Este lenguaje es el caos que se desprende de un estado fallido, de ahí que en su obra se subsista en territorios sin ley, como ocurre en La Matosa de Temporada de huracanes (2017). Sus personajes son apenas jirones y en sus entornos solo permea una violencia desatada tanto a nivel genérico y familiar –misoginia y homofobia extremas–, así como pulula un carnaval de parias y desesperados que buscan poder y sobrevivencia material. Melchor consigue en Temporada de huracanes momentos briosos y con look para ser interpretados con imágenes. Falsa liebre (2013) y Páradais (2021) completan el mosaico del Trópico negro, pero es Temporada de huracanes la novela que permite a una expresión artística como el cine explayarse con el propio diseño escenográfico para crear una atmósfera degradada.

Cuando la directora Elisa Miller se queja de la ceguera del privilegio y conmina a mirar el desastre y lodazal en que se ha convertido nuestro país, entendemos que lía con la postura de Melchor. Su desafío entonces fue transponer esa visión oscura en una trama fílmica que mantuviera un equilibro distante frente a los clichés del exotismo truculento tan recurrido hoy en día y que parece más atento para asustar a las buenas conciencias que a desarrollar el volumen de un relato. Para ello Miller cuenta la historia de Temporada de huracanes desde una ladera donde muda el Trópico negro a elementos significativos que libran el lugar común. Tuvo trabajo para expurgar el libro y quedarse con un guion sin la bravura sintáctica, pues es obligado resumir en acciones lo que en un libro pudieran ser descripciones y giros verbales amplios y muertos para la composición de cámara; inclusive, licencias que se permite el autor cuando discurre son, muchas veces, innecesarias para la sintaxis audiovisual.

La polémica entre el cine y la literatura siempre se ha dado y debemos de aceptar que se trata de lenguajes diferentes. La fidelidad no necesariamente es un rasero para evaluar la fortuna de una adaptación, aunque se agradece mucho más la relojera calca que realizaron los hermanos Coen de la novela de Cormac McCarthy en Sin lugar para los débiles (2007) que la mirada sardónica de Mary Harron del libro de Bret Easton Ellis en Psicópata americano (2000). No obstante, semeja un deporte mencionar las insuficiencias del cine para verter la literatura: por ejemplo, que si la galería mágica de Gabriel García Márquez tiene cupo o no en los formatos de una cinta. Hay experiencias variadas de atinos y bifurcaciones, donde es poco probable salir ileso o, al contrario, ganan todos. Una muestra sería Blade runner (1982) de Ridley Scott, donde se diluye la ambigüedad surrealista de la novela de Philip K. Dick. Y gracias a la intervención del productor Michael Deeley, que sustituyó detalles que hacían confusa la trama, se tornó romántica. Por su lienzo de época, The Doors (1991)de Oliver Stone es una excelente transformación del libro Nadie sale vivo de aquí (1981) de Jerry Hopkins. Bueno, siempre es oportuno hablar de Akira Kurosawa y sus adaptaciones libres de Shakespeare y Dostoievski. Otra muestra que toca los extremos con gran fortuna, son las adaptaciones de Francis Ford Coppola, como El padrino (1972),donde logra un original y minucioso focus para imitar el texto de Mario Puzzo, o como en Apocalipsis now (1979)donde se inspira en El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad para un resultado demencial.

En este sentido lo que hace Miller, sí, es una síntesis apropiada del estilo del lenguaje, pero lo más importante es que resguarda las crestas discursivas de Melchor. Jorge Ayala Blanco ha definido muy bien el vacío de Temporada de huracanes: hostilidad, descomposición social, cautiverio familiar y crimen de odio. Lo anterior transversaliza el filme a expensas de decisiones formales que anclan el propósito de revertir la ceguera del privilegio cuando menos en cuatro ejes. Primero, la búsqueda de un poblado que fungiera como La Matosa y que de manera natural –no es un set–, cumpliera la función de una sinécdoque de la decadencia; aunque no es Veracruz sino Tabasco, de todos modos, el símil geográfico es idéntico, es un sitio abandonado con viviendas a medio repello donde deambulan, en lugar de muertos en el llano, una suerte de zombis empastillados o hasta el tope de tizos por la yerba. Dos, el lupanar Excalibur como patético símbolo del ocaso moral retratado como estampa onírica de David Lynch (debe agregarse la Quinta “La Aurora”, la casa de La Bruja, igualmente con un halo marchito). Tercer eje, la fisiognomía neorrealista del casting con pinzas seleccionado con actrices y actores de teatro, y cuyos aciertos van desde La Bruja, La Lagarta, el Munra hasta el Luismi. Y, por último, la narración de múltiples enfoques que además de superar la linealidad y enrumbarla al código de film noir, abona para preservar el enigma.

Así la cinta no es folclórica ni tampoco exotiza, está naturalizado el estado criminal en el Veracruz rural de Temporada de huracanes a través de una estética de movimientos lentos y planos generales y evitando el shocking de la edición y montaje sonoro aquí siempre discretos. Además de estos elementos clave en la versión de Elisa Miller, vale la pena compararla con una película que se filmó hace casi medio siglo, como Las poquianchis (1976) de Felipe Cazals, cuyos vasos comunicantes nos permiten entender mejor estas decisiones de representar en imágenes Temporada de huracanes. Pensemos en el contexto de ambas para justificar su estilo. Los saldos asimétricos del Porfiriato, con un empleo rural hundido en la miseria y una rancia corrupción y contubernio entre autoridades y caciques, son el paraje de Las poquianchis. Mientras que la desolación atroz de Temporada de huracanes de Miller se acerca más a esa idea radical de un mundo post apocalíptico, desprendido del neoliberalismo, donde los poderes fácticos están cada vez más invisibilizados y la ausencia de autoridad es mucho más notoria.

Cazals cuenta su historia a partir de un escándalo mediático. Como si la revista Alarma! hubiese captado el momento mismo del descubrimiento de los cadáveres de las prostitutas explotadas por una red de lenonas. La escena es un tanto pantagruélica, como sarcasmo involuntario, donde corren los testigos chismosos del pueblo, los funcionarios que buscan lucirse con el macabro hallazgo y las propias hetairas que se agarran del chongo culpándose entre ellas. Es una cápsula del México de mitad de siglo donde no terminan de transformarse las condiciones de atraso de la provincia –aunque Los olvidados (1950) de Luis Buñuel tuvo la osadía de remarcar las contradicciones de la gran urbe que todavía no transitaba a la modernidad.

En cambio, Miller narra su leitmotiv criminal sin abrir el caso hacia una revelación social –por ejemplo, ninguna autoridad lo consigna-, solo el hedor es omnipresente; es más, permanece soterrado el asesinato a lo largo de la trama circular que semeja un callejón. Y es que La Bruja es descubierta, su cuerpo yerto en un codo de río de agua anegada, por una pandilla de chamacos absortos ante la peste en un ambiente tenebroso lleno de insectos y agobiante calor, bajo la fórmula de un thriller de mayor sofisticación, con una parafernalia sonora acertada que envuelve a la imagen en misterio que linda entre razón y miedo a lo desconocido. En medio de las moscas, los niños observan a La Bruja hinchada a punto de reventar con una viborilla que le sale de la boca. Hay, por supuesto, menos sociología en Miller y más tono fílmico de género que, paradójicamente con la puesta en escena estilizada y técnicamente impecable, nos brinda un matiz realista a la historia.

De tal manera transcurren los relatos: Las poquianchis con una vertiente más crítica y Temporada de huracanes sumergida desde la subjetividad de sus personajes. Cazals mantiene la tensión social, recordemos que ese mismo año filmó El apando (1976) y Canoa (1976), y Miller opta por mantener al borde a su historia, constriñéndose a una micro diégesis, un universo condensado lo cual ayuda a sostener el halo de leyenda popular alrededor del crimen de odio.

Otro elemento curioso es la representación del ambiente nocturno, Cazals retrata el burdel “Guadalajara de Noche” como un centro de baile, de ficha prostibularia, con copiosa asistencia. Miller tiene en su Excalibur un espacio más de condena a la decadencia, el table dance es de mala muerte, en caída total (trazaría un vaso comunicante con El lugar sin límites de Arturo Ripstein), también con diferencias en la interpretación física de los personajes. En Las poquianchis, las prostitutas son actrices que corresponden más a los cánones del cine: Diana Bracho, Pilar Pellicer, María Rojo y Tina Romero, entre otras, son las que representan a esas furcias. Mientras que Miller ocupa tipos de mujeres en la orilla de los estereotipos; más bien, en general el reparto busca un verismo que bien consigue con esta estrategia realista. Resaltemos que la fisiognomía fílmica no es asunto menor, Milan Kundera reprochó que su novela La insoportable levedad del ser (1984),Philip Kaufman la adulterara con la encarnación de sus personajes a partir de tipos ideales eróticos del cine; Kundera, de alguna forma, fue víctima del kitsch que menciona en el libro: el triángulo amoroso pasa por un estándar afeitado de suciedad, sobre todo al cosificar a las mujeres a través de la lencería.

Finalmente, lo que flota en el aire de Temporada de huracanes es la impunidad, como en Heli (2013) de Amat Escalante o Noche de fuego (2021) de Tatiana Huezo, también narrada desde un tono solipsista como la pieza de Miller. Intentemos explicar cómo su estética corresponde a una tendencia contemporánea digna de considerar. Son tiempos donde domina la truculencia como gusto estético, donde se hace apología de los psicópatas y los narcos, y en consecuencia se forjan audiencias ávidas de rupturas visuales y literarias que levanten la nagua de un eventual pensamiento conservador y como antídoto contra el magma de imágenes kitsch que pueblan la mayoría de las plataformas. El cine tiene esa capacidad de embellecer cualquier fealdad, de eliminar cualquier ruido del deber ser. Muchas veces lo que se busca es el efecto y se pierde el fondo.

Recordemos que el escritor mexicano Sergio González Rodríguez realizó toda una arqueología del horror desde su libro Huesos en el desierto (2002), crónica que vislumbró la vesania con que se desarrollaría la guerra del narco. Sergio amplió su visión de esta violencia en El hombre sin cabeza (2009), espeluznante periplo por la simbología y lenguaje arcano de los tiempos bélicos, y su ensayo Campo de guerra (2014) abordó el concepto de desmesura criminal para ubicar el uso y apropiación de los signos vernáculos y mitos pop. Esto ha provocado que la desmesura criminal invada otras esferas que antaño permanecían intactas. El paisaje de la violencia migra de las grandes ciudades a la provincia otrora incólume. No es que se oculte totalmente la violencia en la urbe, pero sí se muestra que la degradación se aprecia con mayor énfasis en territorios donde todavía está trabada la modernidad, o cuando menos que solo queda en promesa.

A nuestro entender eso transmite el cine de Luis Estrada. Desde La ley de Herodes (1999) pasando por El infierno (2010) y tal vez hasta ¡Que Viva México! (2023). Por eso deberíamos revisar la obra de Amat Escalante: Los bastardos (2008), la citada Heli y La región salvaje (2016), cintas sin concesión al respecto. Y aunque no propiamente es un filme que gire en torno a la cultura del narco, El violín (2005) de Francisco Vargas manejó un tono ambiguo del México rural. El documental Narco cultura (2013), dirigido por Shaul Schwarz es una de las muestras de cómo se ha cosificado el estado de cosas criminal en un país como México entre la diversidad de contenidos en la era de la globalización.

En este complejo panorama hay un vértigo por la barbarie, innegable, malsano por su apología o de cariz sociológico, el tema es que la visibilización de esa violencia genera públicos que han consumido las series dedicadas a los cárteles de la droga en sitios de renta cinematográfica a escala mundial en contraste con otras representaciones de realidades edulcoradas, como las comedias románticas mexicanas. Se trata de un fenómeno socio estético que rebasa la comprensión ética e impacta en la música y en el resto de las producciones audiovisuales como el cine y hasta en la literatura.

El discurso de Temporada de huracanes se encuentra en una zona liminar. Está ubicado, a pesar de su contemporaneidad, en un pueblo somnoliento, cuasi fantasmal, aislado, en donde todavía no se cumple el Progreso. Es más, se encuentra en la paradoja del mundo secular: ese donde la razón no termina de instalarse y al revés, el conspiracionismo y la superstición son literalmente como la humedad que mina y está en cualquier pared descarapelada. Por eso el hallazgo de La Bruja con la serpiente en la boca y el rayo que incendia el árbol son la huella de este limbo. Es un tiempo reptil. A pie de carretera está la tensión y el conflicto latente, en tránsito se halla el peligro que serpentea en camioneta, en un territorio abstracto, es ubicua la pesadumbre donde las bandas criminales se esconden entre cañaverales.

Al clamor de Miller le queda como traje a la medida lo que Sayak Valencia explica como capitalismo gore, entendido como esta época donde la hiper violencia absorbe la totalidad de las capas sociales, como en la saga de Fernanda Melchor. Temporada de huracanes enjareta a la sociedad hedonista y a sus dioses del instante la ausencia de futuro. La mirada al lodazal es estilizada y sujeta a los géneros. Quizás echaríamos en cara, como bien argumenta Nicolás Ruiz Berruecos, la omisión del final del libro donde el enterrador platica con los muertos en una fosa común. Miller transpone una voz en off femenina que dice que allá donde está una lucecita se encuentra la salida de este agujero. El corolario hubiese sido una puntilla para la ceguera del privilegio, aunque para el guion bastaba con la muerte de La Bruja para recalcar que la desmesura criminal está naturalizada en un sur decadente, tropical y negro.

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