Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Martin McDonagh, The Banshees of Inisherin, Reino Unido / Estados Unidos / Irlanda, 2023.


Pueblo chico, infierno grande, dice el refrán, y si el pueblo es además una isla, la situación empeora pues es difícil escapar. Sin embargo, al inicio de The Banshees of Inisherin, uno pensaría que no hay motivos para huir y que estamos entrando al paraíso y no al infierno cuando la cámara atraviesa un velo de nubes y se ofrecen a la vista los amplios valles verdes de una isla irlandesa. Ahí conocemos a Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell), un feliz habitante del paraíso que es Inisherin, caminando por su pueblo, ofreciendo sonrisas a sus compatriotas mientras un arcoíris se dibuja a sus espaldas. Por si fuera poco, la música que nos acompaña en este viaje parece ser entonada por un coro angelical. No obstante, si uno tuviera la suerte de hablar húngaro (o si, como un servidor, después buscara el significado de esa letra) sabría que esa canción no es una celebración sino una advertencia: “viento no deseado, / ¿por qué ahora decidiste soplar? / Estaba soñando un dulce sueño”. Así Pádraic, como el resto de la audiencia, despertará pronto.

Pádraic Súillebháin es un hombre simple y feliz. Su vida consiste en cuidar a sus animales: un par de vacas, un caballo y un burrito, vender leche, compartir unas horas al día con su querida hermana Siobhán Súillebháin (Kerry Condon) y en ir diariamente al pub local con su mejor amigo, Colm Doherty (Brendan Gleeson). El problema es que una tarde aciaga, sin que medie advertencia, Colm ya no quiere ser su amigo. “Ya no me caes bien”, le dice Colm y le explica que quiere dedicar el resto del tiempo que le quede en la Tierra a pensar y componer música, y todo lo dice con una naturalidad tan fulminante, tan desprovista de cualquier animosidad, que la ruptura parece definitiva y calculada. Ante los repetidos intentos de Pádraic de remediar las cosas, Colm decide poner un ultimátum: por cada vez que Pádraic vuelva a hablarle o enviarle a cualquier otra persona como emisario, Colm se cortará un dedo de la mano izquierda, la mano con la que toca el violín, hasta de ser preciso quedarse sin dedos. Por supuesto Pádraic no se detendrá y Colm demostrará que no estaba mintiendo.

La disolución de la amistad masculina es un tema que se ha explorado mucho en el cine. Algunos ejemplos prestigiosos incluyen: The Social Network, The Treasure of The Sierra Madre, Once Upon a Time in America y The Third Man. Generalmente es justo el deterioro del lazo y sus razones lo que guía la trama, pero en The Banshees of Inisherin es apenas el incidente que pone en marcha la historia; una historia que, como sucede siempre con Martin McDonagh, es de una violencia expansiva: lo que empieza con un dedo sangriento arrojado a la puerta, acabará en muertes, un incendio y un enfrentamiento sin fin a la vista.

Todo esto suena muy deprimente, y quien no haya visto la película se sorprenderá de saber que en realidad es en parte una comedia. Una comedia negrísima, al más puro estilo de Martin McDonagh, quien ya ha hecho comedias donde hay infanticidio (In Bruges, también protagonizada por la dupla Farrell-Gleeson), asesinos seriales (Seven Psycopaths) y violación, asesinato y brutalidad policiaca (Three Bilboards Outside Ebbing, Missouri) –y eso sin hablar de sus obras de teatro que se sumergen en pantanos similares–. Me atrevo a afirmar que el verdadero arte de McDonagh, más allá de sus diálogos afilados y de sus premisas originales, es su capacidad de balancearse en la cuerda floja de la risa cuando camina sobre abismos tan oscuros. Su secreto, pienso, es que para él el humor no es nunca una salida fácil ni una manera de aligerar el peso. En los momentos más tristes, McDonagh siempre da espacio para que sintamos la gravedad. La tragedia está primero, como verdad última de la vida, y la comedia resulta justamente del absurdo de que la vida no se detiene para considerar el dolor. Lo leve e intrascendente, los errores y las torpezas, todo sigue, aunque el mundo personal se derrumbe. Nunca en la carrera cinematográfica de McDonagh ese equilibrio ha sido tan logrado como en The Banshees of Inisherin y nunca su cine ha sido mejor.

The Banshees of Inisherin es esa rara película que podríamos llamar perfecta. Es de una ambición modesta, pero cada pieza está en su lugar. La cinematografía de Ben Davis eleva el ya de por sí magnífico paisaje y le da un aire de mito, ambiguo, a la vez apacible y amenazante. La banda sonora de Carter Burwell es sutil y efectiva. El compositor ha dicho que se inspiró en los cuentos de los hermanos Grimm para encontrar la música adecuada para el filme. Se dio cuenta de que The Banshees of Inisherin es un cuento de hadas como aquellos: en apariencia simple y luminoso; en realidad oscuro y denso.

Las actuaciones de los cuatro actores principales son estupendas. La frialdad de Colm, la severidad con que castiga a Pádraic, podría fácilmente convertirlo en un villano a los ojos del público, pero Brendan Gleeson infunde al personaje un desasosiego pesado, de animal viejo, y gracias a ello lo vemos como lo que es en realidad: un hombre asustado por el paso del tiempo. Barry Keoghan sigue expandiendo su rango histriónico (ya ha hecho papeles formidables en American Animals, Calm With Horses y The Killing of a Sacred Deer, donde también comparte pantalla con Colin Farrell) y en el rol de Dominic, el “tipo más tonto de la isla”, un muchacho abusado por su padre, el deleznable oficial Peadar Kearny, e ignorado o de plano evitado por el resto del pueblo. Siempre es un riesgo interpretar a personajes con alguna discapacidad intelectual acechados a menudo por la caricatura y el sentimentalismo. Keoghan se libra de esos avatares y logra un Dominic matizado, a ratos irritante y bruto, a ratos compasivo y delicado, a ratos incluso la voz de la razón. Kerry Condon –una veterana del teatro relativamente desconocida en el cine– hace de Siobhán el personaje más trágico y el más heroico: con su sensibilidad que la aleja y la hace una isla en sí misma, con su humor afilado y su carácter siempre a la ofensiva que le sirven de escudo. Y finalmente Colin Farrell como Pádraic. Qué belleza de trabajo: el desamparo en sus ojos, su vulnerabilidad lastimera, su transparencia de niño, y luego su dolorosa corrupción, todo comunicado con el gesto, con el tono, con la manera de moverse.

Mucho se ha hablado de The Banshees of Inisherin como una alegoría de la guerra civil irlandesa. La película se ambienta en la Irlanda de 1923, un año después del estallido del conflicto entre dos ideas de cómo debía ser la Irlanda independiente, pero McDonagh, inteligentemente, ha decidido situarse en una isla ficticia, lo que le permite aislar su historia tanto del campo principal de la lucha, como de los hechos históricos. La guerra existe y está siempre en los alrededores, pero más allá del mar que envuelve y protege a Inisherin, y así sus habitantes pueden interpretar su propia obra en este escenario reducido. Con este desplazamiento, que lo instala en el terreno de la fábula, McDonagh logra encubrir un tanto las correspondencias que de otra manera serían demasiado obvias.

Aun así, los paralelismos están a la vista: Colm representa a los irlandeses que pactan con Inglaterra, con su casa repleta de artefactos coleccionados en todo el mundo, con su cultura cosmopolita, con su soberbia. Pádraic, una vez que asume la enemistad y se le quiebra el alma, representa a los irlandeses anti-tratado angloirlandés, con su gusto por la vida de campo y sus aspiraciones sencillas de alegría y libertad. El tema de la automutilación es una clara referencia a la violencia intestina de toda lucha civil que acaba justificando el derramamiento de sangre propia. Y bueno, la casa en llamas habla por sí misma.

La película abre y cierra con dos momentos que hacen explícita la alegoría: cuando al principio Pádraic escucha el sonido de los cañones y fusiles a la distancia, les desea a los anónimos guerrilleros: “Buena suerte, sea lo que sea por lo que peleen”, adelantando así su propio destino, y al final, cuando ya su corazón está entregado a la venganza y Colm dice –más para evitar el silencio que con convicción– que no ha escuchado disparos en un par de días y que eso tal vez signifique que la paz se avecina, Pádraic responde: “Estoy seguro de que pronto pelearán de nuevo, ¿no crees? Algunas cosas no se pueden dejar atrás y creo que eso es bueno”.

La lectura es perspicaz y acertada, y el propio McDonagh ha hablado al respecto. No obstante, siento que reducir a The Banshees of Inisherin a una mera parábola antibélica es hacerle una injusticia. Las historias que dependen del todo de símbolos obvios y cuyos personajes son apenas marionetas al servicio de metáforas, se agotan pronto. Las historias que respiran requieren personajes vivos y áreas de sombra donde se entrevén múltiples significados.

Así The Banshees of Inisherin tiene mucho más qué decirnos: sobre la soledad de los hombres y la fragilidad que los empuja a confundir tristeza con ira; sobre la soledad de las mujeres en un mundo masculino; sobre la ausencia de sentido que Colm trata de ahuyentar con su música y Pádraic con la compañía, y Siobáhn con la lectura, y los hombres con la bebida y las mujeres con el chisme; sobre el valor del arte y el egoísmo del artista; sobre si vale más ser una persona buena o un artista de renombre, y si ambas cosas son en serio incompatibles; y, especialmente, The Banshees of Inisherin tiene mucho que decir sobre la muerte.

Y es que casi toda la crítica parece olvidar –o recordar solo de pasada– el título de la película. Si bien es cierto que las distribuidoras en el mundo de habla hispana se han encargado de perder todo el significado posible en la traducción con Los espíritus de la isla en Hispanoamérica y Almas en pena en Inisherin en España, el título original hace referencia a las banshees, espíritus de mujeres que anuncian la muerte de un ser querido. La más obvia es la anciana McCormick, quien le pronostica a Pádraic dos muertes en Inisherin antes de que acabe el mes, y dice que rezará para que no se trate de él y de Siobáhn. Y más Banshees se ocultan en la isla. Como Colm dice, ellas no “gritan para presagiar la muerte, solo se sientan a divertirse y observan”. Ahí está la dependienta de la tienda que se deleita escuchando sobre suicidios y asesinatos, o el oficial Peadar, quien una noche en el bar presume haber sido invitado a una ejecución como testigo. “Me pagarán y me darán desayuno. Yo lo hubiera hecho gratis”, dice riendo.

Lo terrible del presagio de las banshees, parece decirnos McDonagh, no es tanto la muerte de los otros, sino la propia. Vienen a recordarnos que ese final nos espera a todos. A través de su llanto la muerte entra a nuestra conciencia y una vez ahí es difícil olvidarla. Se asienta, anida al centro y reordena todo a su alrededor. Eso es lo que le ha pasado a Colm, quien le dice a Pádraic: “Tengo esta tremenda sensación del tiempo que se me va” y quien a Siobáhn le confiesa: “A veces me preocupa solo estar distrayéndome mientras pospongo lo inevitable”. Y tal vez es esa la auténtica razón por la que Colm no quiere hablar más con Pádraic, porque este último, en su simpleza cuasi infantil, no piensa en la muerte y Colm envidia esa inocencia; la inocencia que termina de romperse cuando Jenny, su burrita, muere ahogada con uno de los dedos cercenados de Colm. La transición incluso está narrada visualmente a través del diseño de producción. Primero, Pádraic duerme cobijado por una manta con un motivo simple de cuadros rojos; cuando Jenny muere, Pádraic la envuelve en esa tela y comienza a cubrirse con la manta de Siobáhn, hecha de patrones multicolores mucho más complicados. En ese sentido el conocimiento de la muerte se parece mucho al fruto prohibido. Al morderlo, Pádraic deja de ser un adulto aniñado, pierde su pureza y la ilusión de que la vida serán siempre sus animales y sus paseos, y sus cervezas en el pub. Está expulsado del paraíso.

Al despedirnos de Inisherin todo ha cambiado para mal. Colm y Pádraic son enemigos jurados y dos de las almas más bondadosas del pueblo han muerto: Jenny y Dominic. La última toma muestra a la señora McCormick sentada, contemplando el resultado de su obra, y la cámara se aleja de la isla, de su terrible belleza, y asciende a las nubes una vez más.

¿Nadie se ha salvado? ¿Las banshees han salido victoriosas? No del todo. Siobáhn se ha escapado. Siobáhn es la protagonista secreta de esta historia, la tercera arista que le da profundidad al conjunto. La historia de Colm y Pádraic podría haber existido por sí misma, no requería de Siobáhn, y un escritor menor se habría sentido satisfecho con eso, o habría relegado a Siobáhn al típico rol de mujer abnegada y sufriente testigo. Pero Siobáhn Súillebháin se rebela y ofrece otra salida, una respuesta distinta que no es ni el sometimiento, ni la violencia. Ella, como Colm, ha mordido la fruta y piensa en la muerte.            Ella también se aburre y quiere llenar su vida con algo más que conversaciones vacías, pero ella, a diferencia de Colm, no se permite dejar de ser amable. Mas por todos lados advierte las imágenes terribles de lo que le espera si se queda: la amargura de la señora McCormick, el desamparo de Pádraic, la crueldad de Colm. En un momento, asediada por esos fantasmas, Siobáhn contempla el suicidio: a través del agua, la vieja McCormick la invita a saltar y ser una de las dos muertes que llegarán a Inisherin antes de que acabe el mes, pero Dominic, sin saberlo, la salva, y en la lógica atroz del cuento de hadas que rige la película, Dominic toma el lugar de Siobáhn. Días más tarde aparecerá su cuerpo flotando en el lago.

Su sacrificio no es en vano. Siobáhn elige marcharse, toma un barco y se va a la ciudad, a trabajar en una biblioteca. Ante la certeza de la muerte, elige la vida y elige su abrigo amarillo que brilla como el sol poniéndose sobre Inisherin.

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