Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Series


Adam Curtis, Russia 1985-1999: TraumaZone, Reino Unido, 2022.


Si hemos de considerar a la televisión como el medio de comunicación definitivo del siglo XX, por su alcance, influencia y evolución por encima de otros medios como la prensa, la radio y el cine, uno podría considerar a un ejecutor de este arte como el documentalista británico Adam Curtis el mayor narrador del siglo pasado. Más allá de sus habilidades como compositor de collages sociopolíticos, lo que Curtis ha desarrollado a lo largo de décadas dentro de la British Broadcasting Corporation (BBC) es una forma personal y original de entenderlos “tiempos extraños” que vivimos que empata a la perfección con el formato en el que se presenta. No exento de polémica, y ciertamente adepto a la grandilocuencia y a propinar afirmaciones categóricas y asombrosas, el trabajo de este cineasta sigue aportando claves para interpretar el siglo que corre, en el que algunos cabos no resueltos por el anterior persisten como enigmas y a ratos como estigmas, como la invasión de Rusia a Ucrania en febrero de 2022 deja entrever.

Esto se presenta de forma palpable en el más reciente trabajo de Curtis, Russia 1985–1999: TraumaZone, cuyas siete partes componen una especie de ejercicio aplicado de la tesis que el británico ha elaborado obstinadamente desde hace treinta años. A saber, como lo muestra en sus trabajos anteriores, HyperNormalisation, de 2016, y Can’t Get You Out of my Head, de 2021, el cineasta sostiene que vivimos en una época de hiperindividualismo donde la política es incapaz de resolver ninguno de los grandes problemas sociales presentes o heredados del pasado, ni tiene la visión para trascender este embrollo, y donde ningún otro actor con poder (las corporaciones, los intelectuales, los medios de comunicación) logra proponer una alternativa viable. De este modo, nos encontramos en una época de continuo reciclamiento, de autorreferencialidad, y de gestión de las percepciones sobre los retos de la humanidad, sin enfrentarlos realmente. En suma, para Curtis la historia de la humanidad a partir de los años setenta es un simulacro del capitalismo extremo que ha drenado toda imaginación social de transformación.

Como el título indica, TraumaZone (lanzado para la plataforma BBC iPlayer pero disponible en su totalidad a través de YouTube) explora la historia reciente de Rusia desde los años previos a la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), hasta el ascenso de Vladimir Putin a la presidencia de la Federación Rusa. Es, en muchos sentidos, un trabajo clásico de Curtis por el uso extensivo de metraje de televisión –en este caso, miles de horas de material filmado y jamás utilizado por la BBC durante su cobertura en la URSS, la Federación Rusa y las exrepúblicas soviéticas; la edición que crea una atmósfera inquietante y perturbadoramente cotidiana; el veloz desplazamiento desde lo absurdo y lo hilarante a lo horrible en cuestión de un solo corte. La única gran diferencia entre este trabajo y los anteriores es el silencio de Curtis, quien desiste de narrar para dejar que las imágenes hablen por sí mismas. En palabras del autor: “As I watched the footage I decided that I shouldn’t use my voice or paste music over it. The material was so strong that I didn’t want to intrude pointlessly, but rather let viewers simply experience what was happening, because it was out of this –the anger, violence, desperation and overwhelming corruption– that Vladimir Putin emerged.” En cambio, Curtis se vale de subtítulos que a ratos contextualizan y a ratos aderezan el material.

TraumaZone inicia con la llegada al poder supremo de la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov y sus intentos fallidos por reformar el comunismo a partir de las recetas de perestroika y glásnost, que buscaron transformar la economía y la política de la moribunda potencia. Los cortes escogidos por Curtis son elocuentes, aunque hasta este punto se sienten ya vistos o refriteados: la tediosa y deslavada vida soviética, estantes vacíos y largas filas de espera en tiendas y supermercados; bienes de producción soviética defectuosa que no sólo resultan feos e inútiles, sino hasta peligrosos; intentos por imitar la cultura occidental en la moda, la música y la televisión que, si no resultan risibles, dan lástima; testimonios sumidos en la decepción y la desesperanza. Para la narrativa de Curtis, este periodo es importante pues muestra los años de formación de una clase empresarial incipiente que, aprovechando las inercias y la confusión de los primeros años de perestroika, se adueñó de recursos e industrias estratégicas del estado. A quienes forman parte de esta clase se les ha bautizado desde entonces como “oligarcas”, y se les tiene por el grupo con mayor o igual poder que Putin. Curtis adopta la visión de que son estos oligarcas quienes han manipulado a la clase dirigente de Rusia hasta la fecha y quienes se encargaron de saquear la riqueza anteriormente centralizada por el poder soviético. Por ejemplo, el primero de los oligarcas, Mijaíl Jodorkovski, obtuvo el control de la industria energética soviética trampeando el sistema de cooperativas surgido de la tímida liberalización económica de Gorbachov. Jodorkovski ha sido recientemente, como cara de la oposición exiliada al régimen de Putin, protagonista de otro documental, del norteamericano Alex Gibney. La aparición recurrente de estos personajes puntea los siete episodios de la serie, como un necesario asidero de realidad social y política (quizás, hasta un momento de indignación) en medio de la descomposición y el desquiciamiento sin límites.

Y vaya que esto es necesario. Una vez superada la caída de la Unión Soviética (en la serie), el inicio de la nueva democracia rusa y del resto de exrepúblicas soviéticas da un vuelco hacia lo absurdo. Durante los capítulos que abarcan a la URSS, los testimonios recabados por la BBC expresan, además del descreimiento generalizado, una especie de sensatez popular para evaluar la realidad económica del país. Esto es cierto incluso en la narración de las relaciones tirantes entre Gorbachov y Boris Yeltsin, quienes hasta este punto se presentan como rivales honorables. Así, a pesar de sus públicos desencuentros, Yeltsin intervino y enfrentó el intento de golpe de estado contra Gorbachov en agosto de 1991 mientras este último vacacionaba en las costas del Mar Negro. Pero una vez vencida a la vieja guardia, Yeltsin asestó el golpe definitivo contra Gorbachov. La URSS desaparece. A partir de este momento, nada sería lo mismo: ni la realidad que se refleja en el material escogido por Curtis ni el comportamiento mismo de sus actores, ciudadanos, líderes políticos y hasta de los animales. El ritmo de la serie combina lo horrible con lo hilarante, reflejando en esto el hundimiento hacia la corrupción, criminalidad, confusión y barbarie de los escasos años de la “democracia” entre 1991 y 1999.

Está, por ejemplo, la delirante historia del caballo Maksat, un regalo del nuevo presidente de Turkmenistán (una de esas repúblicas donde el cambio de lo “soviético” a lo “nacional” fue solamente de nombre) al primer ministro británico, John Major. El cineasta intercala distintos eventos de la cotidianidad rusa de aquellos años (nuevas visiones de estantes vacíos, testimonios de la miseria y la violencia cotidianas) con esta absurda saga, lo que incluye los fallidos intentos de funcionarios turcomanos por introducir al corcel a un vagón, ya sea a tirones, moviendo pata por pata con las manos o cubriéndole la cabeza. Una vez que los británicos aceptaron el regalo, “ahora el caballo no quería irse”, superpone, lacónicamente como para subrayar lo alucinante de la situación, uno de los subtítulos de Curtis. Que esto se presente lado a lado con imágenes de la brutalidad de la invasión a Chechenia o del creciente comportamiento etílico de Yeltsin es la quintaesencia del estilo curtisiano. El alcoholismo de Yeltsin, como el de miles de sus compatriotas, tampoco es una novedad en el material presentado en TraumaZone, aunque sirve como barómetro de la descomposición generalizada de la época.

La brutalidad de estos años es un personaje en sí mismo. Aunque uno de los principales puntos narrativos de la serie corresponde a la catástrofe económica, inducida por diseño a través de una bestial liberalización bajo los dictados de la “terapia de choque” neoliberal, la corrosión del tejido social y la pérdida del control soviético sobre territorios anteriormente subyugados pusieron el material inflamable de algunas de las peores oleadas de violencia en esta región. La guerra, el crimen organizado y el odio rampantes se presenta ante las cámaras televisivas de distintos modos. Los momentos más perturbadores de TraumaZone corresponden a estas secuencias: las madres que revisan cientos de videos de cadáveres en avanzado estado de podredumbre, abandonados en Chechenia, para identificar a sus hijos; los ajustes de cuenta entre mafiosos que riegan de ejecuciones desde las ciudades más pobladas hasta aldeas mineras remotas; la mirada enloquecida del caníbal Andréi Chikatilo, acusado por más de 50 asesinatos y violaciones a mujeres y niños, durante su juicio televisado. Estos elementos salpicados entre visiones de extrema cotidianidad, de esa vacuidad que surge cuando se subvierte todo orden conocido hasta alcanzar la “sistematización de la perversión”, como define Stefan Zweig a los años de entreguerras en Alemania, sostienen la hiperrealidad de TraumaZone, su principal logro y también su principal objeto de crítica.

La potencia del estilo de Curtis debe mucho a la contundencia y la crudeza de la imagen televisiva. En esto me refiero a mi primera afirmación sobre la televisión como el medio definitivo del siglo XX, y a Curtis como uno de sus mayores cronistas. La imagen granulosa de la televisión, con sus temblores y acercamientos bruscos, resulta una estética del atestiguamiento inmediato y auténtico que hoy en día se ve replicada en el “periodismo ciudadano” que documenta la realidad a través de teléfonos inteligentes. Mientras otros documentalistas también utilizan este tipo de material audiovisual para contar historias, pocos resisten la tentación de acompañarlo de elementos que desentonan con esta uniformidad visual: infografías o entrevistas actuales con testigos, comentadores o expertos, animaciones, recreaciones y, por supuesto, material propio y actualizado de los sitios o eventos narrados. Curtis se atiene a este ascetismo y logra incitar efectos y emociones inquietantes. Pero esa estética de lo inquietante, de lo eerie, que es única en Curtis, va más allá de la elección de tirajes televisivos, sino que se apoya en la pedacería del metraje: aquellos elementos que, posiblemente, quedaron fuera de un corte final por mostrar lo que está fuera del foco. Los momentos antes y después de una entrevista, los cortes de espera para entrar al aire, la acción jadeante de un camarógrafo huyendo del peligro o las imágenes de tal explicitud (por violentas o inmorales) que simplemente no podrían ser televisadas. Es decir, el sustrato más auténtico de la imagen televisiva, que por virtud de su naturaleza inopinada y coyuntural se antoja al mismo tiempo fuera de lugar y profundamente real.

Decía que el efecto de hiperrealidad del estilo de Curtis es, indudablemente, su mayor logro. Su estética de lo inquietante sirve para avanzar argumentos que no son tenues ni microscópicos, sino que agrupan de golpe miles de acontecimientos para contar una gran historia societal y proveer una explicación estructural de la realidad confusa e “hipernormalizada” que vivimos. Si el objetivo de toda su obra es comunicar que nadie sabe lo que está sucediendo ni mucho menos cómo resolverlo, solo existe un tono visual apropiado y es este. Pero decía que también es su flanco más vulnerable, en el que sus críticos atinan a describir la atmósfera curtisiana como paranoica o de plano conspiranoica. Esta es una tensión que posiblemente no tenga remedio a estas alturas de la obra de Curtis. La grandilocuencia de sus afirmaciones puede ser fácilmente rebatida por las contradicciones entre una obra y otra, por ejemplo, al señalar en ocasiones a un actor en particular (Henry Kissinger o Jian Quing en sus últimos trabajos) por crear grandes fenómenos sociales single-handedly. En esto Adam Curtis ha sucumbido a la simplificación y a la individualización extrema, y no por falta de espacio, pues al igual que TraumaZone, sus trabajos anteriores se componen de seis o siete capítulos de más de una hora o, como HyperNormalisation, de una película de casi tres horas. Por ello también es destacable el resultado en TraumaZone: fuera de los oligarcas rusos, que aparecen sin miramientos como el poder detrás del poder, ningún otro actor es responsable por sí mismo de las condiciones sociales que lo afectan. Aun los oligarcas son producto de sus circunstancias, más oportunistas que creadores del sistema, abscesos de un cuerpo largamente descompuesto.

Comprender la serie de catástrofes que condujeron a la caída de la URSS, el colapso de la economía rusa y la desconfianza de los ciudadanos hacia el nuevo sistema político liberal-democrático con Yeltsin, infestado de corrupción, y las consecuencias de todo ello en la psique de los rusos es, por supuesto, una tarea compleja. En este sentido, TraumaZone complementa desde su trinchera un nutrido cuerpo de obras que buscan desentrañar este misterio y penetrar hasta lo más profundo del alma rusa que vio a Putin elevarse al poder. The Future is History (2018) de Masha Gessen, por ejemplo, profundiza a partir de testimonios en la noción de un homo sovieticus desprovisto de cualquier visión de futuro, indiferente y vaciado de toda imaginación colectiva. En The Last Empire, el historiador ucraniano Serhii Plokhy describe minuciosamente los últimos años de la Unión Soviética desde la perspectiva de las élites políticas de la URSS y de Estados Unidos, notablemente de Gorbachov, Yeltsin y (George W.H.) Bush. Pero sin duda, el trabajo con el que más empata TraumaZone, y que podría hacer de secuela, es Putin’s Witnesses (2018) del realizador Vitaly Mansky, cuya mirada íntima y escalofriante de Putin es un documento indispensable para comprender los eventos actuales. Comparado con estos trabajos, el Putin que aparece en TraumaZone es menos temible y hasta mundano, pero mundano en el sentido de que aun alguien de tal grisura, puesto en el lugar y el momento adecuados, es capaz de llevar adelante los peores designios de una sociedad rota.

Inicié esta reseña afirmando que la aportación de Curtis a la narración del siglo XX es su forma original de relatarlo y comprenderlo. Quizás ninguno de los hechos que presenta a lo largo de la serie es inédito, en tanto que no se trata de una obra periodística que desentrañe nuevos datos sobre el pasado. Todo lo que relata es de sobra conocido. Sin embargo, la gramática de su trabajo, lo que he llamado la estética de lo inquietante, refleja la convicción de que estos tiempos son autorreferenciales y reciclados, sin visión del futuro, fragmentados en millares de experiencias atomizadas que amputan la acción política. Curtis entiende lo escrito por Eric Hobsbawm, el otro gran cronista de la modernidad y del siglo XX, en el prefacio de su Age of Extremes: “the destruction of the past, or rather of the social mechanisms that link one’s contemporary experience to that of earlier generations, is one of the most characteristic and eerie phenomena of the late 20th century”. El individualismo asocial, como lo describe Hobsbawm, parece ser un fenómeno palpable en el estilo de Curtis. Y en este sentido, es el mejor vehículo para expresar que, en estos tiempos que corren, “no sabemos a dónde nos lleva la travesía, ni siquiera a dónde debería hacerlo”. Esto, para abonar a nuestra desdicha, es tan cierto en la Rusia de Putin como en el resto del mundo.

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