Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Ninja Thyberg, Pleasure, Suecia, 2021.


Con aura de empatía, resiliencia y búsqueda equilibrada, una película como Pleasure de Ninja Thyberg retira de la clandestinidad al discurso pornográfico tan vilipendiado desde su nacimiento y que, no obstante el estigma por su kitsch narrativo, ha padecido una suerte de transformaciones a lo largo de su corta historia de medio siglo –a partir de Garganta profunda (1972) de Gerard Damiano–, extendiendo su influencia ahora no solo en películas sino en videos, revistas, cómics como el hentai, pay-per-view y telefonía, entre otras opciones que derivan de las nuevas tecnologías de la comunicación.

Actualmente, el porno no está ajeno a esa diversidad cultural emanada de la globalización, donde las plataformas en la red ofrecen contenidos a la carta y abren opciones casi infinitas para satisfacer filias sexuales de la heteronormatividad y de minorías que cada vez lo son menos. El mosaico es demasiado amplio y abarca desde los más rancios deseos reflejados en el softcore y hardcore con extravagancias como el gonzo, el Lolicon japonés, las MILF, las Teen y hasta no podía faltar el llamado alt porn que emerge de subculturas alrededor del rock (más que un ambiente furtivo, la pornografía se halla en las dinámicas diarias donde los usuarios tiene acceso ilimitado, como advierte PVT Chat (2020), dirigida por Ben Hozie y donde Julia Fox es camgirl).

Pleasure instala al porno en la conversación pública de esta modernidad líquida repleta de precariedad que postuló Zygmunt Bauman, al participar en festivales de alcurnia intelectual como Cannes en Francia y el Sundance en Estados Unidos. Además, Pleausure revisa meandros poco visibilizados desde el backstage de la industria triple XXX. Sin ser un documental como Rocco (2016) de Thierry Demaiziere y Alban Teurlai que permite entender el ocaso de un enfoque machista, la ficción dirigida por Thyberg resulta reflexiva y crítica con elementos neurálgicos para comprender el estatus del porno, variopinto y licencioso en tiempos virtuales opuestos a cualquier censura. Tampoco Pleasure se ciñe al martirologio de Boggie nights (1997) de Paul Thomas Anderson, ni diluye la tensa complejidad intra porno en fórmula genérica como la híbrida Showgirls (1995) de Paul Verhoeven.

Hay un detalle singular en Rocco, quizás el actor fetiche más popular en el cine porno: se desliza una vuelta de tuerca en la decadencia. Agotado, se retira reconociendo su adicción al sexo, pero con otra lección más grave: al contrario de lo que uno podría asegurar del machismo porno, Kelly Stafford, actriz veterana le hace ver que es al revés; que, en relación a las películas, ella como mujer se liberaba en su rol y él concluía siendo esclavo. Rocco, entonces, es el ocaso de una tradición lineal en el porno, mientras que Pleausure es el resurgimiento con perspectivas mucho más amplias (por eso es que a ratos Pleausure abandona la tesis y hasta se incrusta en estas nuevas tendencias que buscan estatus a como dé lugar, como Ladronas de la fama de Sofia Coppola).

El planteo de Pleasure no es provocadora gracejada. La directora sueca realizó un periplo de casi diez años para decantar su visión sobre el cine pornográfico. En 2013 había filmado un cortometraje de 15 minutos también llamado Pleasure; sin embargo, el debate de la pornografía, sobre todo su telón de fondo, fue cambiando constantemente hasta decidirse Ninja por conocer la industria tras bastidores. Dice que el #MeToo posicionó las violentas asimetrías de género para desarticular la dominación masculina en todas sus manifestaciones. En principio Ninja fue militante anti porno, como lo refleja el primer Pleasure, luego su visión se modificó conforme fue entendiendo el negocio de la pornografía tanto en su discurso como en el proceso y hasta comprendió también el tema desde la óptica consumidora. Desde el backstage de las producciones, Ninja notó matices positivos y hasta fue parte de la comunidad del porno feminista y lo sigue apoyando.

En este panorama se infiere la puesta estratégica de Pleasure en donde, en vez de prevalecer la mirada masculina, Ninja gira la cámara y la historia asume el punto de vista de Bella. La cámara no hace más que invertirse de lugar sintáctico, lo que no es materia baladí. Ello no implica mayor victimización sobre la patente explotación del cuerpo, sino aristas que revelan la vulnerabilidad humana sorteando ligereza o flagelo. Objetiva de forma naturalista la vida cotidiana de Bella. No la mira con grilletes, la presenta en amistad juguetona con sus roomies también dedicadas al negocio (actrices porno en realidad). Procura Ninja destacar los acuerdos consensuados para rodar desde partes más salvajes, donde simulan ultraje, hasta la celosa escena del bondage de impresionante estética y también con gran seguridad para Bella (inclusive, en el doble anal se antepone el consentimiento y acompañamiento con quienes actúa).

Recordemos que en la cosificación gráfica más indigna de la sexualidad que es la pornografía domina la perspectiva masculina. El sometimiento, la representación de la fantasía machista coloca al hombre como agresivo y a la mujer sumisa, receptora pasiva del instinto. Por ello es interesante la inmersión de Ninja Thyberg que, desde el código pornográfico, su película está contada desde la arista de una mujer aspirante a porn star. Sin recurrir al suplicio o al panegírico, esboza una especie de nuevo orden en lo que Ninja misma ha declarado que puede ser algo bueno y simplemente lo importante es hacerlo con ética. También plasma un reposicionamiento dentro del mismo filme, como sería el súbito cambio de roles en la secuencia lésbica con Ava Rhoades, Evelyn Claire, ex camgirl, modelo erótica y actriz pornográfica que ha sido nominada a los Premios AVN, los Óscares del porno. El cuadro funciona de corolario en Pleasure. Sobajada Bella por Ava, que se negó a practicarle sexo oral por sospechosos olores, Bella asume el papel de hombre penetrándola vía arnés con la fuerza y venganza propia que le originó la ofensa. En esta genuina lucha, la directora acentúa la victoria de Bella a través de los close ups que denotan poder. Este coito empodera a Bella dentro de la agencia Spiegler Girls; en Pleasure aparece Mark Spiegler, dueño de la agencia Spiegler Girls y miembro de la Asociación Comercial de Agencias de Talento Adulto con Licencia (LATATA).

Veamos otro aspecto toral: un solipsismo embriaga en Pleasure al hacernos creer que solo existe lo que está en pantalla: ya vuelta ordinaria rutina y hasta barnizada con indiferencia. Como que lo que está alrededor ni siquiera se asoma porque el meollo es la historia de una joven aspirante, cuyo derrotero oscila entre su habitación compartida y sets montados en residencias solitarias, almacenes inmensos o juergas al aire libre con estética austera. En su microcosmos filmado se obvia el entorno al que pudiera conectarse: los antecedentes están faltos, solo se advierte de la natal Suecia a través de una escueta llamada telefónica de la madre que poco está interesada de que la hija se esté quebrando; y, lo que podría girar alrededor de Bella, está invisibilizado por una efectiva elipsis que no encontró significativo narrar el eventual contraste con una vida normal. 

Sin ser la película reveladora de la entraña del cine pornográfico, resulta que uno de sus valores se halla en su deliberada omisión. Si comparamos a Pleasure con lo que hizo Milos Forman en Larry Flynt: el nombre del escándalo (1996), anécdota sobre las batallas legales que sufrió la revista pornográfica Hustler, nos topamos con dos tipos de sociedad: en Forman, una cresta moral exaltada por la imputación conservadora mientras con Ninja una ética indolora y disipada en la abulia neoliberal y la permisividad etérea de nuestro tiempo. Larry Flynt encara una tormenta perfecta: defenderse frente a los epítetos de la obscenidad propios de los convulsos setenta y luego soportar la inquisición del reaganismo de los ochenta. En tanto que el mundo de Bella en Pleasure ya está decantado y así no se perciben tensiones sociales alrededor de ella. Se trata de un conflicto directo que no requiere de ambages: la decisión propia por involucrarse en un círculo perverso.

Compartimos en este sentido la aguda observación de Lily Droeven sobre el manto atmosférico de Pleasure: el simbolismo de Ninja Thyberg opta por un matiz suave que contrasta con el carácter áspero de la pornografía, lo que despresuriza cualquier sermón que la directora ni siquiera insinúa a pesar de las severas crisis por las que cruza Bella en su escalada tras la fama. La tersa estética permite un relato imparcial, apreciamos por momentos una sensación de ver algo semejante a una pieza documental, cuya cámara otea y registra lo que formalmente estaría contado a través de un lenguaje cinematográfico más convencional.

Esta sutileza de significado Thyberg la consigue, primero, beneficiándose del angelical rostro de Sofia Kappel como Bella en medio del resto del cuadro actoral curtido en realidad por la industria de cine para adultos –sobre todo Evelyn Claire, en plan reina con una personalidad cercana a los episodios de Twin peaks (1990) de David Lynch. Luego, el atuendo y maquillaje de Bella se ajusta a una norma juvenil que muta conforme avanza la película; sin embargo, se mantiene con ayuda del cliché de que ella es rubia –a veces Kappel parece más émula de Harley Quinn. La decisión tonal de la directora se refiere también a la selección de locaciones, sitios abiertos y nunca escondidos, sea el galerón donde se practica el bondage, las celebraciones glamorosas pero sin el acento faraónico de Playboy y por supuesto las casonas de colores neutros con decorados minimalistas conectan al juego de poder y riqueza de un consumismo patriarcal.

Agreguemos una escala a la mirada de Droeven: que aparte de esta evidente cosificación y estereotipos de la belleza, Ninja Thyberg opta por una naturalización ecuánime de su diseño con una trampa que le funciona para continuar su estilo: la descripción de estos lugares parece acontextual. Es decir, no existe antecedente –salvo el aeropuerto donde Bella dice que su viaje a EU es por placer–, lo que trae como consecuencia sintáctica que el porno, permanecido en el sótano o en la orilla marginal, esté en el núcleo a plena luz del día, relajado sin los clichés de la ultra seguridad, como ocurre con el auténtico dueño de la agencia Spiegler Girls, Mark Spiegler, totalmente disipado en su casa nada ostentosa.

Todo fluye de costumbre en Pleasure, en efecto; pero pensándolo bien, se trata de un deliberado paisaje aislado, al menos circunscrito a la gente relacionada a la pornografía. No estamos frente a un mundo secreto que opere a hurtadillas, soterrado en claves o pactos de sangre, como enseña en su fórmula genérica Eli Roth en Hostal (2005) con un relato de terror y gore que finalmente castiga como la saga de Viernes 13 (1980) de Sean S. Cunningham; tampoco se trata de ese misterio de secta tipo Ojos bien cerrados (1999) de Stanley Kubrick; y menos predomina esa penumbra de David Lynch donde el crimen se desarrolla en las colinas angelinas teniendo de fondo la gran urbe.

Lo que sintetiza Thyberg en su paleta de colores y su composición nos recuerda la literatura de Bret Easton Ellis, escritor estadounidense con poca fortuna en sus adaptaciones al cine hasta que Paul Schrader le filmó un guion: The canyons (2013) bosqueja el ambiente pecaminoso de Los Angeles, cuna del porno. Easton Ellis dice que su generación creció en la cúspide del Imperio, hijos del baby boom, quienes gozaron de la prosperidad de los EU de la posguerra y se dieron el lujo de ser irónicos, depresivos y solventes. Y es que en la obra del novelista yuppie la pornografía cumple un papel protagónico en la cultura de la Generación X, e incluso, ya también para los milenials como ocurre en su libro Imperial bedrooms. Psicópata americano (2000) de Mary Harron tiene ese pivote de la decadencia donde la insatisfacción está hermanada a la cosificación extrema que llega a la desvalorización fascista de la mujer y del pobre.

En esta digresión hallamos un puente entre Schrader y Thyberg: el carácter glacial se aprecia en ambos estilos. El acto del bondage en Pleasure es extrañamente atávico y álgido a la vez. Práctica ancestral que proviene de los castigos marciales en el antiguo Japón, está desritualizada por la distancia que toma Ninja con su estilo gonzo de filmar. Bella llega a la bodega con una silueta de dominatrix, para luego invertir el rol sin hilo dramático. Ella asume la esclavitud, la inmovilidad, estar en cautiverio por una suerte de cuerdas y nudos improbables de escapar. En esta pieza se tiene el cuidado de consensuarla con la inmovilizada y atendida en todos los detalles por la producción, y así deja una sensación de solipsismo, glacial en extremo.

Resumamos: lo que distingue al cine erótico de la pornografía es la genitalidad explícita de la segunda. El porno se marca al presentar hard-core desde el ángulo más recalcitrante de las fantasías masculinas. La producción ha pasado por altibajos, derivó en cloacas como el snuff y ahora llega inevitablemente la tiranía de las condescendencias virtuales: los contenidos pornográficos proliferan y encuentran nichos de mercado insospechables, donde la cosificación alcanza niveles de desenfreno y exotismo como la productora Blacked dedicada a tramas interraciales.

La diferencia es que, en su acepción más filosófica, el porno es una representación kitsch. Sabemos que el término de kitsch alude simplistamente a la estética de la baratija emocional. Pero nos convence más lo que expone Milan Kundera al explicar cómo ciertos dispositivos de representación depilan lo feo del deber ser kantiano para elevarlo a ideal. En dicha hipótesis cabe el porno, que apiña su mensaje en el éxtasis restando cualquier posibilidad de drama a la historia y limpiando de contradicciones el momento climático para que funcione solo como máquina de placer. Lo que hay en el porno son anécdotas sencillas, secuencias que se limitan al acto explícitamente sexual. El resto adorna con muy poca historia: contexto y conflicto están ausentes.

Ahora bien, la dilución de las fronteras sexistas demandan enormes desafíos. Por ejemplo, dónde colocamos los episodios lésbicos de La vida de Adele (2013) de Abdellatif Kechiche, la mirada perdida de Clive Owen en el sexo de Natalie Portman en Closer: llevados por el deseo (2004) de Mike Nichols, la agonía del eros –siguiendo a Byung-Chul Han–, en Melancolía (2011) de Lars Von Trier, el monstruo molusco fornicando a Isabelle Adjani al pie del Muro de Berlín en Posesión (1981) de Andrzej Zulawski o los llanamente 9 orgasmos (2004) de Michael Winterbottom.

El historiador español Roman Gubern nos recuerda que, en contraste con Garganta profunda, en las décadas de los setenta y ochenta se filmaron películas artísticamente aceptables con filones porno: Dulce película (1974) de Dusan Makavejev, El imperio de los sentidos (1976) de Nagisa Oshima y El diablo en el cuerpo (1986) de Marco Bellocchio. Hay muchas más cintas como las de Gaspar Noé, Julia Ducournau, Virginie Despentes, Jean-Jacques Beineix, Bernardo Bertolucci o David Cronenberg que lindan en la división del porno. Y es que, no lo son, en tanto su propósito es dramático y tangencialmente rozan la triple XXX a partir de un sexo explícito, pero más bien pertenecen a un ámbito de cine erótico.

Coincidimos que el capitalismo intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, como dice Han. Al eros lo expone y lo exhibe: profana al eros para convertirlo en porno, según su lógica contundente. Pero hay algo que nos suena antagónico, como el toque glacial y mundano de Ninja: ¿estas muestras no ritualizan el porno para regresarlo al eros? Es muy probable que Pleasure no llegue a esta pretensión; empero, no advertimos kitsch en la película, hay en todo caso una Ninja con un eros subversivo en medio del backstage del porno: desmitificando, desde ahí, su brutalidad.

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