Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Hiram Ruvalcaba, Padres sin hijos, UANL, Monterrey, 2021, 114 pp.


De los narradores jóvenes que escriben cuentos en México, uno de los que más me ha entusiasmado en los últimos años es Hiram Ruvalcaba. Desde La noche sin nombre –un volumen de cuentos de temas y situaciones de una deliberación sagaz y precisa– Ruvalcaba deslumbró por su manejo de herramientas del género breve: esas que ayudan a ceñir y empacar la prosa del relato con el impacto y la conmoción del lenguaje. En su colección más reciente, Padres sin hijos, continúa por esa vena formal, pero ahora se adentra en los recovecos inefables que residen, a veces silenciosos, a veces violentos, en las relaciones entre padres e hijos.

“Hace años que no lo ves y te preguntas si puedes confiar en este hombre grande, grotesco, que te conduce a tropezones por la calle.” Así inicia “Visita familiar 1”, el primer cuento del tomo, que trata sobre un hombre sospechoso que un día se aparece afuera de la escuela de su hijo. Ruvalcaba nos avienta a esta situación y de inmediato siembra dudas. ¿Por qué el narrador no lo ve desde hace años? ¿Quién es? ¿Por qué duda si puede confiar en él? ¿Por qué le parece grotesco? Horacio Quiroga afirmaba que el comienzo abrupto, “como si el lector ya conociera parte de la historia”, le confiere al cuento el vigor necesario para enganchar. Y sí. Un cuento que genera tantas preguntas en su inicio tiene también grandes posibilidades de hacer que el lector se mantenga hasta su final, en este caso uno a la vez poético y brutal.

En “Elefantes marinos”, un padre comete el error de dejar a su bebé en el coche durante un día caluroso. La posibilidad de una tragedia sostiene la tensión a través de las decisiones del protagonista y, a la par, el planteamiento es un tablero sobre el que Ruvalcaba despliega diferentes cartas de su espectro emocional. Por un lado, el protagonista pasa por la culpa de haber causado un daño irreversible cuando apenas arrancaba su rol como padre. Por otro lado, la narración nos hace preguntarnos: ¿de quién son culpa los accidentes? ¿Son culpa de alguien? Algo similar pasa en el cuento “Tiempo de calidad”, en el que un padre al volante intenta conectar con su hijo, un adolescente introvertido y aislado, cuando la impertinencia de otro conductor hace que el padre dé un volantazo, causando que su hijo estrelle la frente contra el tablero. Este incidente inesperado animará un hambre de venganza que se convertirá en la chispa que avive la relación trunca de esta casta.

La lectura de Padres sin hijos me hizo evocar dos obras recientes: una novela y una película. La primera es Degenerado de Ariana Harwicz, donde en algún punto el narrador, un hombre acusado de pedofilia, reflexiona sobre la madre que lo abandonó: “… no pensarás que en algún parque o banquina ando merodeando con tu fisonomía, espectro tuyo […] Un día, al levantarte, solo se te habrá ido del pecho haber sido mi madre, haber sido madre será como haber sido joven o haber robado. Y entonces ya no seré en lo absoluto un hijo y no seremos más que dos que pueden cruzarse en una estación de servicio o en un peaje”. La segunda es The Lost Daughter (2021) de Maggie Gyllenhaal (de la que ya se ha hablado en estas mismas páginas: https://criticismo.com/the-lost-daughter/), en este caso sobre la perspectiva opuesta: la historia de una madre que abandonó, y que aviva su inquietante pasado al conocer a una madre joven y su hija. Ambas obras se adentran al meollo ya no del tabú, sino de lo abiertamente impensable para una sociedad patriarcal: madres que abandonan. Las menciono por el claro espejo con el libro de Ruvalcaba. De un lado, Harwicz y Gyllenhaal han puesto en entredicho la idea casi totalmente asumida de que la maternidad es y tiene que ser para siempre. Del otro, Ruvalcaba ha escrito estos desconcertantes y afilados cuentos porque se ha regodeado en las posibilidades de que una relación filial se descarrile, se detenga, explote. Y lo más importante: las acciones y situaciones que facilitan ese parteaguas. Nada certero se puede decir del autor de carne y hueso con base en su ficción. Sin embargo, Ruvalcaba es padre e hijo, y algo de sus vivencias –así sea lo diametralmente opuesto: por ejemplo, la plenitud de la felicidad– lo habrá llevado a reflexionar sobre los límites de la paternidad y su contraparte. En todo caso, si algo tienen en común estos cuentos, además de una unidad temática y estilística como pocos, es una mirada aguda y detenida para plasmar las experiencias de sus personajes.

Aquí me gustaría hacer un inciso sobre la distribución de este tipo de libros. A pesar de haber ganado el Premio Nacional de Cuento José Alvarado 2020, Padres sin hijos es, virtualmente, un libro inconseguible. El lector que quiere hacerse de un ejemplar tendrá pocas opciones: adquirirlo directamente en la universidad que lo edita, buscarlo en el circuito de ferias del libro, o cazarlo en algún rincón de Internet. La lógica del mercado no tendría por qué estar peleada con el tipo de obra que un autor como Ruvalcaba escribe, pero las grandes cadenas y grupos editoriales pocas veces voltean a ver hacia la cantera de la literatura joven del país.

Regreso al tema formal y estilístico. Aunado a mi apunte sobre el mercado y la cuentística de Ruvalcaba, es el suyo un estilo que raramente se encontrará en los tomos de cuentos que desfilan por los escaparates de novedades editoriales. Otro ejemplo de esto es el cuento “La palabra de Dios”, sobre la extraña visita que un tío hace a Agustín, su sobrino, y a Jimena, la esposa de este, tras el funeral de un familiar en común. Agustín se había rehusado a seguir la marcha fúnebre hasta el panteón y piensa: “¿Qué diferencia hacía para el muerto si se hundía solo o acompañado en el silencio de la muerte?”. Por su parte, Jimena expresa su opinión del difunto aseverando que “miraba medio raro, como si estuviera esculcando a la gente”. Y en cuanto al extraño tío, el narrador dice que “… volteó a verla con un gesto tierno. La misma ternura con que se mira la ingenuidad de los niños”.

En la escritura de Ruvalcaba hay, pues, una búsqueda de la metáfora precisa, la analogía sugerente, el sistema de comparaciones renovado: un arsenal de recursos que le confiere a sus cuentos el carácter literario por el que un lector –lo que se dice un lector– disfruta leer.

El título podría aludir al lugar común que es abordar el término inexistente –opuesto al de huérfano– para referirse a los padres que pierden a sus hijos. En cambio, Ruvalcaba opta por adentrarse en la textura turbia de relaciones que sí sucedieron y las razones detrás de sus conflictos. El extrañamiento y las diferencias incómodas que alguien siente por un familiar cercano. La ausencia injustificada de un ser querido. El cariño que se muestra a quien no le interesa o el que se espera de alguien que comete los mismos errores una y otra vez. En la exploración de Ruvalcaba emergen recovecos inciertos que, al intentar ser nombrados, a menudo carecen de palabras; sin embargo, como el padre que extravía momentáneamente a su hijo en la plaza pública de las emociones, Hiram Ruvalcaba las encuentra y las pone a salvo en este conjunto de historias desconcertantes.

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