Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Fernanda Trías, Mugre rosa, Literatura Random House, Bogotá, 2020, 280 pp.


“Degradación” es la palabra que emplearía para definir la novela Mugre rosa. La degradación de las relaciones humanas representada en el conflicto intenso con la madre y la maternidad, y la ruptura emocional con el marido, demorada largamente, que deriva en una suerte de anestesia emocional de la protagonista. De la misma manera denominaría la vía por la que transcurre la trama: la degradación de la naturaleza por la depredación humana reflejada en el inicio de una epidemia que amaga con extenderse rápidamente.

Fernanda Trías (Montevideo, 1976) ha tenido capacidad y sensibilidad de observación, e inteligencia para interpretar algunos signos sobresalientes de nuestros tiempos. Y por supuesto la habilidad narrativa para equilibrar esas dos fuerzas -el conflicto humano y la naturaleza amenazante- sin que pierda jerarquía el leitmotiv. Se habla mucho de que esta novela es premonitoria, casi adivinatoria, al haberla terminado de escribir en diciembre de 2019, justo tres meses antes de que se declarara la pandemia del COVID-19. Pero yo insisto en que la autora concluyó de forma visionaria, no profética, que la transgresión de los límites de la naturaleza nos conduciría ineludiblemente a todos los habitantes del planeta a una tragedia de enormes proporciones. Esta herida en la humanidad, abierta aún, deforma la visión de muchos lectores al pensar erróneamente que es esta el blanco de la novela. Desde ese lugar equivocado se puede explicar la decepción de quienes se acercan a su lectura esperando el frenesí caótico de la distopía.

La descomposición de las relaciones en el ámbito doméstico y el manto negro que se extiende hacia la depresión, la irascibilidad, la agresión pasiva y la omisión son temas recurrentes en la narrativa de la autora. Mundos oscuros, bizarros y opresivos giran alrededor de sus personajes, que terminan derrumbándose.

Trías fue alumna y amiga cercana del hoy considerado escritor de culto, Mario Levrero, en quien encontró un doble referente: un orientador certero para el desarrollo de su escritura con voz propia, y un amigo con quien compartir los intereses comunes, como las lecturas, los fenómenos paranormales, lo onírico, las enfermedades (el padre de Trías era médico y ella trabajó como traductora de textos de medicina, y Levrero había desarrollado una vasta cultura médica centrada particularmente en la psicología), y especialmente la exploración de lo que en psicoanálisis se conoce como la sombra.

En ese mundo en descomposición de Mugre rosa irrumpe constantemente la memoria, a veces hasta de modo impertinente para apretar donde más duele. Así, el pasado se alza como personaje por su valor protagónico, y va y viene trazando una elipse constante que exige una lectura atenta, pausada. En lo emocional, la protagonista, una mujer joven, ensimismada, vencida a pesar de su juventud se encuentra exangüe (a modo de metáfora le sangran las encías, se desangra a cuentagotas, con el consiguiente coste físico del malestar y el mal sabor de boca permanente), y solo puede seguir en pie, es decir, viva, mediante los recuerdos como columnas de contención: “la memoria, los recuerdos, el pasado como fuerza vital para soportar el presente, y aunque no siempre de buena manera, ayuda igual”. Está cercada por los conflictos en la relación con su madre, particularmente por su abandono, y la ruptura con su pareja, de la que no consigue deshacerse: “estar unida a Max por un elástico que te lanzaba hacia él con la misma fuerza con la que intentabas alejarte”. Como a ella Delfa en su niñez, la protagonista cuida de un niño con síndrome de Prader-Willi –un trastorno genético que provoca una sensación permanente de hambre–, con el propósito de reunir dinero suficiente para marcharse del país.

A diferencia de su primera novela, La azotea, en la que Trías plantea un escenario familiar donde la figura del padre, llevada hasta el incesto, es el punto gravitacional, en Mugre rosa el conflicto se halla alrededor de la madre. Como escenario tenemos una ciudad portuaria con niebla y viento cerca de la frontera con Brasil. Obviamente la referencia nos remite a Montevideo, un puerto desprotegido continentalmente, donde la niebla y el viento llegan a ser elementos perturbadores. Presentes en el lugar y en la memoria colectiva estos son utilizados hábilmente en la ambientación de la novela. La población sufre una epidemia desconocida, provocada por la contaminación marina y que se evidencia como un fenómeno denominado el “Príncipe”, un viento rojo que ataca la ciudad cuando la niebla se retira y que tiene la capacidad de infectar a quien entre en contacto con este viento, ya sea por la piel o por las vías respiratorias. La niebla constante que permea la ciudad y a sus habitantes –siempre molesta debido a la presión atmosférica y a la humedad que dispara– se transforma paradójicamente en un elemento protector: “la niebla compacta, firme como un músculo, se apretaba contra mi cuerpo y formaba una especie de traje sin contornos […] La ciudad aparece continuamente cubierta de niebla, y esta es una buena señal, porque lo contrario de la niebla es ‘el viento rojo’. Cuando empieza a soplar el viento del río, suenan las alarmas y la población debe refugiarse en sus casas con todas las ventanas cerradas, a riesgo de inhalar las esporas rojas y contraer una enfermedad de la piel que les va a conducir a la muerte. El viento rojo que había traído el fenómeno del Príncipe era tan potente que ya empezaba a llegar a las primeras ciudades de adentro. El pánico había provocado motines y evacuaciones.”

Se pueden datar los sucesos de la novela en los años ochenta. Sigo algunas pistas. El uso de los teléfonos fijos, sin móviles a disposición como ahora. La otra, que justamente en esos años la contaminación en las playas de Montevideo, muchas de ellas cerradas al acceso público, era alarmante, letal algunas veces y no era raro el diagnóstico de meningitis fulminante: “en las playas ahora prohibidas, rodeadas por una cinta amarilla que el viento destrozaba y que unos policías enmascarados volvían a colocar. Zona de exclusión, decían las cintas. ¿Para qué? Si solo los suicidas elegían morir así, contaminados, expuestos a enfermedades sin nombre que tampoco auguraban una muerte rápida”. Y que en esos tiempos, también, los productos industrializados iban ganando auge y disponer de ellos era un símbolo de estatus social, en contraposición de los ñoquis, de patata y harina, que socorrían a gran parte de la población a finales de mes. Es de buena suerte comer ñoquis el 29, solían consolarse los vecinos de barrios populares. Con una buena dosis de ironía y sarcasmo, lo refleja la autora: “Haría cola junto a las otras operarias, nuevamente vestida con ropa de calle, para que la jefa mirara dentro de su bolso, y en la ventanilla de los sellos podría comprar la bolsa de nuggets al costo, o incluso llevarla gratis, si hubo alguna falla de calidad: eran los mismos nuggets del supermercado que las señoras de adentro comprarían por el doble o el triple de precio, solo que feos, solo que amorfos, solo que indeseables y descartados, pero la misma carne de pollo aplastada, unida mecánicamente”.

Mugre rosa, la pasta de carne, en el país de la carne. Un animal entero desinfectado para consumo humano y megaindustrializado trae de vuelta el impacto de los enlatados en la dieta de las personas. Conforme se fueron haciendo más ligeros los materiales debido a la mecanización de la industria, aparecieron los primeros abrelatas y a partir del lanzamiento del modelo de rueda cortante, las latas empezaron a ocupar las despensas de los hogares. No es necesario siquiera que abunde en la ultraindustrialización de la carne como degradación de los alimentos. Es de sobra conocida.

Pero volvamos al conflicto. La madre tiene nombre, Leonor, pero no así la protagonista: es hija, expareja, cuidadora de. Pues bien, esta mujer se ha hecho mayor y ha entrado en la etapa de la vejez, se encuentra deteriorada, es tremenda lectora, mandona y también alimentadora, rechaza la mugre rosa, hornea escones (bisquets), todo un banquete para la hija, más en esas circunstancias de escasez. Madre e hija se reprochan lo mismo en un juego de espejos. Pero el peso materno es peso pesado, provoca culpa, genera deuda y tiene la cualidad de la omnipresencia: “La voz de mi madre diciendo: sos terca como vos sola. Y había vuelto a sentir la presencia del ser defectuoso que vivía en mí, una boca negra que se abría y se cerraba. Por momentos pensaba que el ser defectuoso y yo éramos la misma cosa; otras veces lo veía como a un parásito que quería suplantarme”. Aun así, en la vida de la protagonista existe otra figura materna, otro espejo en el que mirarse. Y ese espejo se llama Delfa, su cuidadora, una madre sustituta de orígenes obreros presente en su infancia, como ahora lo es ella con Mauro.

Al avanzar en la densidad de lectura sin nada a qué asirse, una luz emerge. ¿Hay todavía oportunidad de salir a flote? Cuando por circunstancias de la epidemia desaparecen de la vida de la protagonista tanto la madre como Max, el exmarido, emerge su amor por Mauro. Libre aunque involuntariamente de esas cargas, ella acepta la dependencia del niño hacia ella. La maternidad que abraza a los abandonados. Comienza a llamarlo “mi amor”. A todas luces la protagonista ha asumido el papel de madre, como ella lo entiende. Mauro se ha convertido en su motor, la vida vuelve a cobrar sentido, sobre todo a partir de que su propia madre desaparece y, con esta, la deuda que pretendía saldar rescatándola para llevarla a Brasil con ella. Ahora, el niño también la mantiene alejada de Max, el efecto elástico pareciera que no funciona más. Comienza, pues, el proceso de ruptura interior tan demorado.

Una noche, luego de terminar de leer el capítulo en el que Fernanda Trías cuenta sobre la fábrica donde se elabora la mugre rosa y sobre el proceso de elaboración de los nuggets, soñé que un hombre me entregaba en brazos un bebé de carne de hamburguesa. Eran dos bolas de carne picada cruda, roja, con puntitos blancos de grasa. Una más grande y con deformaciones, a modo de cuerpo; la otra, una cabeza sin cuello aplanada por el rostro y la nuca, en la que los ojos eran dos agujeros hechos mediante la presión de la punta de un dedo. A su alrededor flotaba un olor penetrante, no de descomposición, sino una mezcla de ácido y fierro. A pesar de temer que el bebé se deshiciera al cargarlo, yo lo cogía en brazos cuidadosamente, percibiendo la blandura y la humedad de la masa de carne. Fue entonces cuando la bola roja que era su cara comenzó a esbozar una sonrisa. Y yo, que creía que la lectura se limitaba a la ficción, sentí miedo.

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