Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Jonas Carpignano, Mediterránea, A Ciambra, Para Chiara, Italia, 2013, 2017, 2021.


Al enfoque sociológico de cineastas como Matteo Garrone en Gomorra (2008) y Fernando Meirelles en Ciudad de Dios (2002), que centran su atención en historias de individuos ordinarios atrapados en el mundo piramidal de la violencia y las drogas, debemos agregar la trilogía calabresa del director Jonas Carpignano. Mediterránea (2013), A Ciambra (2017) y Para Chiara (2021) igualan en crudeza de tono y deslizan condiciones desmaquilladas de representación estética y sintáctica con un estilo que recuerda al neorrealismo italiano, sobre todo al primer Pier Paolo Pasolini. 

Aunque el ominoso contexto descanse en la turbia mafia de la ´Ndrangheta, Carpignano evoca más la tradición del movimiento de la posguerra del siglo pasado que al género de gangsters, cuyo esplendor fue en la llamada época dorada durante La Gran Depresión en Estados Unidos y reinventado en el mainstream de los setenta con Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Brian de Palma y Sergio Leone, entre otros. En todo caso, la sociología icónica de Carpignano suple los juegos maquiavélicos del poder (a los que obvia o permanecen en segundo plano), por un íntimo coming-of-age que se da el lujo de cruzarse en los tres filmes, como esa fraternidad que vimos en Érase una vez en América (1984) de Leone. La sinceridad neorrealista que logra el director se explica por el alto compromiso con el tema. Es un sentido de comunidad que refleja a través de sus protagonistas cándidos y vulnerables, presas de la casualidad de un tejido social rasgado, como plantea Claudio Lomnitz al referirse a la expansión de una economía del crimen frente a la complicidad neoliberal.

El director logra una cercanía muy entrañable hacia la cultura regional–local que envuelve a las tres cintas y que a lapsos es retrato de costumbres en cualesquier de las tramas a seguir. Jonas se mudó en 2010 a Gioia Tauro, municipio de Regio de Calabria, en la punta de la bota de Italia, y pasaron cinco años para su primera entrega y terminó la saga un poco más de una década después, tiempo suficiente para cincelar su postal.

La trilogía empalma con Accattone (1961), ópera prima de Pasolini dedicada a la condición social del proxeneta en precaria circunstancia donde descubre la ladera romana en plena reconstrucción. Salvatore Giuliano (1962) de Francesco Rosi también resulta de este estilo de películas que, aprovechando el nudo del bandolero siciliano, permite describir el entorno en el que se origina la leyenda. Más que examen de las relaciones de poder, en el que podemos ocupar como analogía la pirámide, oteamos una mirada compasiva de los efectos que genera la cultura del crimen organizado en personas que no necesariamente lideran los negocios ilícitos, como lo serían los migrantes africanos, los gitanos siempre en histórico nomadismo y una familia italiana que vive en el clóset de la ´Ndrangheta. Son historias que relatan bajos fondos desde su cuenca más profunda, en la base de la pirámide, acaso más insípida por su cotidianidad repleta de tiempos muertos, por eso el espectáculo del lujo express está ausente –ascenso, fulgor y caída del capo, como ocurre en Casino (1995) de Scorsese, Scarface (1983) de De Palma o El lobo de Wall Street (2013) también de Scorsese. Las anécdotas están ahí donde se depositan los sedimentos de las pingües ganancias de las mafias en contubernio con la política que se encuentran en una capa superior.

Ni Gomorra ni Ciudad de Dios aspiran al drama shakesperano por excelencia donde poder y moral están a debate filosófico. Ambas cintas, como las tres de Carpignano, se perciben sin los elementos de parafernalia que resaltan, como la música, la disputa interior sobre la culpa y la tensión de valores. Se trata de un callejón sin salida en donde los protagonistas no alcanzan a reparar en torno a su sino trágico, miseria absorbente que los orilla a la subsistencia, sobre todo si referimos que Gomorra son relatos donde se incluyen niños y adolescentes al servicio de la Camorra en la caótica Nápoles, mientras que Meirelles narra su trama en el ambiente asfixiante de las favelas de Río de Janeiro y Carpignano se ubica en un literal microcosmos en el ayuntamiento Gioia Tauro que, sin embargo, resulta neurálgico como puerto para el trasiego de droga –por su ruta y bodegas–, tránsito ilegal de personas y barcos con arsenal químico de Siria.  La vorágine está dada en ejercicios que combinan una especie de registro cuasi antropológico y descarnado, en contraste con el montaje artístico del cine que representa tipos ideales al buscar la perfección de actores y al barnizar todos los detalles en diseños escenográficos, además de basarse en piezas sonoras que enaltezcan dichos conflictos.

Si el género fílmico de gangsters representó para Estados Unidos la crónica nostálgica de la América rota, lo que vemos en este género en la actualidad europea, sobre todo en Italia, podría tildarse como “esperando a los bárbaros”, de acuerdo a las tesis de Guy Sorman que abordó en su ensayo de 1993 cómo la drogadicción y los inmigrantes muestran los límites de la modernidad y la incapacidad del pensamiento liberal para hallar soluciones ante la presencia súbita y masiva del otro. Cuando menos se aprecia así en los discursos de Garrone y Carpignano, donde las diásporas que se dispersan en el viejo continente, víctimas de la globalización han precipitado su éxodo forzado por guerras intestinas y desastres económicos a sociedades también sostenidas por hilos del narcotráfico y en general por el crimen organizado, cuyos tentáculos no perdonan clase ni grupos y absorben a esos eventuales trabajadores como baratísima mano de obra, tal y como lo significa el libro Gomorra de Roberto Saviano. Este epifenómeno de fragilidad global, oculto por las reacciones xenófobas de las poblaciones receptoras, impide la visibilización de este drama entre sistemas nacionales cerrados y sociedades abiertas multiculturales (para ello recomendamos un periplo que subraya estas tensiones raciales en París, Francia con El odio de Mathieu Kassovitz y Los miserables de Ladj Ly).

En su representación fílmica, el crimen organizado contemporáneo ha pasado de tener un estatus mitológico, fundado en la época dorada del género de gangsters en la década de los treinta y reafirmado en los 70 con El padrino, a un estadio mundano nutrido de nuevas y complejas realidades y además inyectado con un cierto verismo acre que quiebra fronteras entre el documental y la ficción, como ocurre en la trilogía calabresa. Disperso desde las alturas de cuello blanco –negocios privados y complicidad estatal–, hasta las calles como espacio recurrente del narcomenudeo y delitos comunes, el crimen organizado está transversalizado en la dinámica vida diaria como la humedad misma, por lo que no hay rincón social ni problemática donde se evite su pernicioso impacto. Las ciudades del pecado se han multiplicado al interior del país de la paternidad del género. El paisaje se ha transformado, mucho más que el del western, y no hay entorno donde se arraigue de forma exclusiva. Por supuesto Nueva York, Chicago y Los Ángeles, y recientes añadidas como Filadelfia, Boston y Miami, son las grandes urbes que por antonomasia recurre el género de los gangsters. Sin embargo, ya se amplió el radio de acción de la hidra del crimen organizado hacia márgenes en variados aspectos desconocidos. Se pauperiza el paisaje de fondo y, como todo asunto periférico en la era de la globalización, adquiere especial protagonismo. Nos topamos con el tercermundismo de las series del narco en México y Colombia que abonan sus cosmos locales a veces bestialistas; asimismo, es importante mencionar la filmografía de la mafia yakuza japonesa que aporta una estética con rasgos vernáculos y una vesania especial desde Akira Kurosawa con El perro rabioso (1949), Flores de fuego (1997) de Takeshi Kitano, Ichi the killer (2001) de Takeshi Miike hasta Vamos a jugar al infierno (2013) del irreverente Sion Sono.

No compartimos el juicio que califica a Carpignano de cineasta carente de estilo, o peor todavía: agregarlo a esa oleada de directores que adrede destacan dicha laguna como capricho anti sistema y que ya se ha vuelto cliché de festival. Y es que, cuando el modo desmelenado de filmar se convierte en manierismo vacuo y hasta símbolo de rechazo ideológico ante las formas depuradas de la composición fílmica, no solo empalaga la narración sino empaña el contenido. No se torna ocurrencia su cámara en el hombro, porque el resultado desprende familiaridad. Las imágenes son un registro documental y no bofetada al trípode. La puesta en escena en todo caso apuesta más por la descripción humanista de los personajes que en cumplir el código del género.

La trilogía de Carpignano abona al género de los gangsters contenido y forma novedosos y sorprendentes, si consideramos la esclerosis estética que padeció el tópico desde ese magistral fresco que significó la historia de los Corleone, filmada en tres partes por Coppola (1972, 1974 y 1999). Recordemos que entumió al género la silueta mítica de los personajes interpretados por actores como Marlon Brando, Robert de Niro, Al Pacino, Robert Duvall y James Caan, cincelados por Coppola a partir de la novela de Mario Puzzo y lo que vimos posteriormente fueron derivados de ese cosmos como lo que filmaron Scorsese (Casino, Los infiltrados), Leone (Érase una vez en América), John Huston (El honor de la familia Prizzi), Michael Cimino (Manhattan sur) o De Palma (Scarface, Los intocables).

El embrujo totémico de El padrino se apoyaba además de una parafernalia contundente: a la efigie elegante de moda sobria impulsada por el vestuario basado en telas de traje marrones y negros, sombreros de fieltro, abrigos largos de lana, flores en la solapa, queriéndose adaptar al cosmopolitismo de NY, Coppola aderezó su invención con un ritmo lánguido donde los capos se mueven en cámara lenta y marcado por un vals melancólico compuesto por Nino Rota para semejar una marcha fúnebre. Incluso, quienes osaron ir a contracorriente, como los hermanos Coen (De paseo a la muerte, 1990), se desprenden de dicho imaginario y eso sí con astucia para el deslinde –Jim Jarmusch en este contexto realizó un filme singular (Ghost the dog, 1999) al igual que David Cronenberg (Promesas del este, 2007) y ya no digamos la serie de Los Soprano (1999-2007) de David Chase.

Por ello vale la pena distinguir la obra de Carpignano dentro de una fórmula dominante que ha perdurado y que sin duda se ha renovado con algunos ejemplos citados, pero sobre todo con la cinematografía europea, y más en específico la italiana, agregamos la citada Gomorra, que suman versiones realistas reflejo de estos tiempos de caos en medio del capitalismo más gore. La propuesta temática y tratamiento estético de Mediterránea, A Ciambra y Para Chiara ha gustado a tal grado que recibió premios como el de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, Francia. Asimismo, Carpignano ha sido reconocido por el National Board of Review como el mejor debut, por revelación con el Gotham Independent File Award, el David di Donatello por mejor director en Italia y nada menos que Martin Scorsese fue su padrino ejecutivo en el segundo filme.

Decíamos que el sentido de comunidad Carpignano lo aprehendió trabajando con ella desde 2010. Esta inmersión le permitió congeniar con familias enteras a las que convenció de interpretarse a sí mismas. Por ello las comunidades se ven retratadas como si no existiera la cámara y, más bien, como si se ocupara la cámara espía de los neorrealistas: los Amato, familia romaní, aparece en A Ciambra y la familia Rotolo hace lo propio en Para Chiara. Se entiende que no trazó un plan previo para la realización de la trilogía, sino que el proyecto fue emergiendo conforme la noción de comunidad se hacía cada vez más profunda. En Mediterránea se circunscribe al viaje misérrimo de los africanos a la ciudad costera de Italia, donde el personaje principal es Koudous Seihon, de Burkina Faso, y de personaje secundario ubica a Pío, el niño romaní. A su vez, ya para la segunda, Pío transita al papel central. Entonces, primero los africanos, posteriormente los gitanos y culmina con el punto de vista de los italianos para completar el círculo y así esquiva el sesgo que eventualmente se inclinaría por la única víctima.

Las dos primeras piezas podrían haber bastado para inmolar al migrante, que en realidad es un mártir. Pero el villano de las dos primeras cintas, el italiano racista, también es presentado como un perjudicado más de este contexto donde todos delinquen ante la desesperación, reconociendo con esta alusión que los peces gordos siempre estarán más arriba –en la cresta de la pirámide. Carpignano visibiliza un escenario contemporáneo inédito donde el crimen organizado está lejos del glamour planteado por Coppola, en una especie de reversa migrante donde América ya no resulta tierra promisoria, sino Europa se convierte en salvavidas de un fenómeno de diáspora –africanos y gitanos– todavía más agónico que el de los italianos cuando cruzaban el mar rumbo a Estados Unidos a mitad del siglo pasado. Formalmente, Carpignano ofrece una refrescante versión del neorrealismo italiano, con un método aún más acendrado en búsqueda de comunidad aparte de emplear actores no profesionales, cuyo resultado se aprecia en la naturaleza íntima de sus pasajes que a ratos dan la sensación de seguir una bitácora de observación participante que recoge hábitos culturales.

La América rota que Coppola ausculta sirvió de marco contextual para desarrollar la historia que a la postre se convirtió en paradigma del género de gangsters. No obstante cintas seminales como La ley del hampa (1927) de Josef Von Sternberg o Hampa dorada (1931) de Mervyn LeRoy, la fuerza icónica del discurso coppoliano trascendió de tal manera hasta erigirse en referencia obligada para las siguientes producciones que abordaban historias de la mafia. Von Sternberg y LeRoy iniciaron las estampas que sellan al código, acaso tendiente a reproducir una forma expresionista muy ligada a los alemanes de la década de los veinte como F. W. Murnau, Robert Wiene y Fritz Lang, sobre todo con M, el vampiro de Dusseldorf (1931). Alargar las sombras de los personajes y que la ciudad cobrara un importante protagonismo, permitió violar los tonos objetivos de la narración. Una suerte de revelación interna lograba una concreción estética sin precedentes. Este énfasis subjetivo permitía tanto dramatizar conflictos como, quizás lo más importante, moralizar los relatos en donde la corrupción imperaba en contraste con la ausencia de autoridad.

Pues bien, este vacío de orden y libertad sin límites continúan como caldo de cultivo de un género con manga ancha para ser espejo de la ampliación de un mal que pasó de la clandestinidad hasta convertirse en una maquinaria transnacional. El trasfondo del cine de Carpignano es eso y todavía con más silueta decadente: un desastre humanitario que no se veía en el Nueva York de El padrino. El género hoy pocos bustos esculpe. La pobreza toca suelo y muta a desesperanza. Tampoco hay aquellas sombras que señalaban conductas inapropiadas, suspendida la moral. La objetividad documental con la que es contada una trilogía como la de Calabria simplemente nos habla de los recovecos de la condición humana que están más allá del eufórico y efímero glamour de los mafiosos y que, a través de íntimos coming-of-age, nos convence de que hay cine más allá de los Corleone.

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