Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Maricarmen Velasco, La muerte golpea en lunes, INBAL / Fondo de Cultura Económica / Instituto Cultural de Aguascalientes, Ciudad de México, 2022, 76 pp.


Según Giorgio Agamben, para conceptualizar el sacerdocio, la teología cristiana recorre un larguísimo sendero que arranca como una meditación sobre el diablo, un ejercicio que, desde el comienzo, escinde al sujeto de su operación, de su eficacia. El diablo, lo mismo que el sacerdote, son siervos, criaturas de Dios, “y Dios por lo tanto aprueba sus obras”, así el diablo sea el diablo y el sacerdote, un ladrón o un asesino. “El vínculo ético entre el sujeto y sus acciones –dice Agamben– está roto” a partir de ahí. Ahora bien: ¿podrá servirnos esta exhaustiva arqueología (aquí se citan frases de la conferencia “La liturgia y el Estado moderno”, pero estas ideas se despliegan con paciencia y profundidad en al menos dos grandes libros de Agamben: El reino y la gloria y Altísima pobreza) para observar un cierto rasgo de nuestra época: no tanto el sujeto despreciable y su ‘gran obra’, discusión que sigue despertando aplausos y posturas urgentísimas, sino, digamos, lo contrario: el sujeto encomiable, el sujeto consciente, cuidadoso, sensible, y su obra?

En el caso de este poemario –cribado por los jurados “a las 13 horas del día 4 de marzo de 2022” porque, “sin abandonar un tono casi siempre conversacional, en un lenguaje de cosa hablada y familiar, la autora entrevera historias de violencias y rencores, sin caer en sociologismos ni historicismos” y también por su “sabia sencillez y el registro melancólico […] valores que merecen un eco universal”–, más bien los sujetos, los encomiables partícipes: la autora, los jurados, los críticos que vocean la relevancia del premio, los directores de instituciones, los medios que plagian y se congratulan. En fin, los socios que edifican este gran sujeto atendible y conmovedor: el poemario La muerte golpea en lunes de Maricarmen Velasco, Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2022, frente al cual, sin embargo, ¿podemos leer la obra? ¿Podemos leer?

Para saber de qué trata el libro esta reseña sobra, basta con surfear diez minutos en cualquier buscador de la web. La página de Bellas Artes dice que “el poemario aborda el tema de las y los desaparecidos”; la revista Abogacía dice que habla “sobre la muerte”; la página de la UNAM, que “retrata la llamada ‘guerra contra el narco’”; la revista Carátula, que “narra la búsqueda del cuerpo del hermano” y “rememora el espacio de la infancia”; la revista Altazor, chilena, que “aborda esta problemática [la del narco] desde la óptica de quienes se quedan, los que no fueron levantados”; Líder empresarial, en fin, dice que “alude a la realidad de los desaparecidos”. Que una novela se pueda reducir a un “asunto”, que se le pretenda hacer justicia merced a una sinopsis o, peor, a un temario (“aborda” esto, habla “sobre” tal cosa, “alude” a aquella otra, “narra” cierta historia) será obra de la mercadotecnia y de los proyectos de beca –o, quizá, del resignado horizonte de su autor–; que ocurra con un poemario nos lanza a una máquina del tiempo, o bien nos devuelve a este tiempo nuestro, segada su densidad por eslóganes en el brillo amatado de las pantallas en modo nocturno.

Dada la asombrosamente eficaz y coincidente síntesis temática del libro, y añadiendo que está escrito en versos la justificación de cuyas cesuras se me escapa, voy a detenerme en dos aspectos a mi gusto relevantes y problemáticos. Uno se refiere al probable carácter testimonial del poemario. En un momento de la primera de tres partes se asienta que son “Cada vez más / los que callan / los que se esconden / detrás del verde olivo / del negro encapuchado / del azul que traiciona” (por cierto: si así de obvias, como de organigrama, ¿para qué las metonimias?); poco antes se había hablado de “la peste del silencio” y, en fin, el epígrafe general, tomado del Libro de Job, apunta a un reclamo por parte del sufriente hacia quienes se alejan y callan. Sin embargo, y aun si la segunda parte se anima a diseñar algunas voces perdidas y en la primera habla de pronto una colectividad, lo que menudea en el poemario es la primera persona del singular en presente simple: cuento, sé, pongo, olfateo, lamo, corro, me detengo, veo, pienso, me hinco, grito, aúllo. Ejemplarmente, Primo Levi consignó que daba testimonio por quienes ya no podrían darlo; que el suyo era un testimonio vicario pero débil frente a la fuerza e imposibilidad del único testimonio suficiente. Lo que Levi hizo emerger fue la dificultad, la contingencia, la no naturalidad del testimonio. Y ni siquiera porque en un breve momento aparece un silencio distinto, abrumador (uno que es “como el peso de la yegua / que desboca / y te cae encima”), en el poemario de Velasco se duda nunca de su posibilidad: todo, esa es la sensación final, todo puede decirse sin ningún problema siempre que se eche a andar la maquinita enunciativa del yo.

Para abordar el segundo aspecto transcribo estas cuatro líneas de la primera parte: “Cuando pienso que no volverás / me hinco en el piso de tierra / muy cerca de la lumbre / y grito”. El genitivo “de tierra” ya es llamativo, me parece: ¿por qué no solo “tierra” o “suelo”, qué necesidad del sintagma tópico, para reforzar qué escenografía? Un énfasis al menos pintoresco que orienta al libro, desde su comienzo, a una composición esquemática: de un lado, un presente atroz y desolado; del otro, una infancia mitificada, o más bien, un paraíso de la tradición familiar, según estas ocho líneas de la última parte: “¿Cuándo volverán los días / del baño en el río / de contemplar con placidez / a nuestros niños jugando? // ¿Cuándo volveremos a ser / mujeres / sembrando calor / en los cuerpos de nuestros hombres?”. Ahora bien, mi particular problema no ocurre tanto con lo esquemático ni con lo mítico: no ayudan a analizar ni a comprender el hecho de las desapariciones de personas, en efecto, pero el poemario, comoquiera, podría no haber buscado su incidencia en esa zona reflexiva. Ocurre con lo que el jurado determinó como una de sus grandes virtudes, aquel “lenguaje de cosa hablada y familiar”, aquella “sabia sencillez”.  Que se den por hecho tales rasgos como virtudes ya desasosiega (y aquí, por no dejar, y con idéntica ausencia de argumentos, citemos el consejo de Rialta a su entonces aún despistado hijo en Paradiso: “busca el peligro de lo más difícil”); que se identifique el habla con la simpleza y el didactismo informativo poco favor le hace ya no digamos a la lingüística: a la discusión sobre las posibilidades y la pertinencia de la relación entre poesía y violencia. Antes de las ocho líneas que acabo de transcribir se leen estas tres: “¿Cuántas olvidadas   desaparecidos / desfiguradas   desintegrados / asesinadas   cuántos?”. Entonces pregunto: esto, que es exactamente lo que se ha dicho, lo que mayoritaria y mediáticamente se ha dicho, y en especial, la retórica imperante de lo que sí se ha dicho, ¿es lo que la poesía nos prometía decir? En este sentido, tal vez el jurado acertó en la descripción: en el libro no hay habla, no hay la apertura hacia la inaprensibilidad de un lenguaje móvil, sus connotaciones efímeras, su hosca sintaxis barroca, sus convivientes tersura y aspereza; lo que hay es, en efecto, “cosa hablada”, cosa ya dicha y consolidada como locución, como fraseo de tibio aliento familiar.

Lo que la tradición cristiana va a priorizar, para retomar a Agamben, es la eficacia de la obra, su praxis, su tener lugar –la misa, digamos: ese sacramento que resulta válido, que sucede, aun si, como se dijo, el sacerdote sea un pecador, no sucedería si el oficiante, incluso todo bondad y conocimiento, no fuera verdadera, estatutariamente sacerdote–. Tal vez podamos pensar en una nueva eficacia, la eficacia del sujeto, que parece haber rebasado y dado la vuelta a la obra: la obra es aquí lo que puede ser ‘diabólico’, desvirtuado o impertinente, porque sus efectos –el sujeto y su eficacia– se imponen y la obliteran. El sacerdote es un “instrumento viviente” del sacramento, que lo trasciende, dice Agamben; la obra, ahora, acaso es sólo el ‘instrumento impuesto’ de una subjetividad epocal, una sensibilidad colectiva, que también desde luego la trasciende. Esa misma sensibilidad que, en Tiempo pasado, Beatriz Sarlo percibió como mucho más interesada en recordar lo ocurrido –y en decir que recuerda, en asentarlo– que en intentar comprenderlo. En este caso, quizá ni una sensibilidad: la obra como instrumento impuesto del INBAL, de la sabia sencillez, de la plica con seudónimo, del Salón de la Poesía de la FIL, esto es: del grato calor funcional de nuestras empresas e instituciones, de su tersa marcha imparable que no deja de preservar “el patrimonio cultural de la Nación” y de armonizar con nuestra bondad natural.

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