Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Pilar Palomero, La Maternal, España, 2022.


Si una entrega de premios a menudo refleja la fotografía de un determinado sector, la última gala de los Goya no pudo revelarla con más claridad: en España hay una nueva ola de mujeres directoras que ha llegado para quedarse. Ya no son unas esporádicas Ana Mariscal, Josefina Molina, la recientemente reivindicada Cecilia Bartolomé o la probablemente precursora Pilar Miró, por citar solo a las más conocidas del puñado de realizadoras que vio este país hasta los años 90. La generación de las Icíar Bollaín, Isabel Coixet, Gracia Querejeta, Patricia Ferreira o Inés París –por nombrar otro puñado de las que despuntaron entre la última década del siglo XX y la primera del XXI– ha tenido continuidad con las cineastas que han estrenado su primera o incluso su segunda película en los últimos cinco o seis años.

En lo que también podríamos calificar como un brillante comienzo, varias de ellas fueron nominadas a los premios Goya en la ceremonia del pasado mes de febrero. De hecho, de las cinco seleccionadas para mejor película tres eran proyectos liderados por mujeres: Alcarràs, por Carla Simón; La Maternal, por Pilar Palomero,y Cinco lobitos, por Alauda Ruiz de Azúa, quien además recibió el galardón a mejor dirección novel. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que las directoras en el cine español cada vez son más y consolidan mejor su terreno.

En este contexto y con un particular interés por lo femenino, por cuestiones que afectan y determinan las vidas de las mujeres, surge la figura de Pilar Palomero. Nacida en Zaragoza y formada como directora de fotografía en la ECAM (2006), vio despegar su carrera tras ampliar estudios en la Film Factory de Béla Tarr. Antes, había realizado apenas tres cortos; después, entre 2016 y 2017, dirigiría otros dos y un mediometraje, para abordar su primera cinta de larga duración en 2020 con Las niñas.

Si en ese filme muestra una sensibilidad especial hacia la adolescencia vivida en femenino y los cambios que esa etapa supone, con su segunda película Palomero da una vuelta de tuerca al tema y centra la atención en ser madre a tan corta edad. Ya en Las niñas la cineasta hacía un retrato crudo sobre las dificultades para transitar dicho periodo, en un contexto de dificultades económicas, ausencia del padre y educación religiosa, en la Zaragoza de principios de los 90. En La Maternal, que pudimos ver en la 70 edición del Festival de San Sebastián, donde tuvo su estreno internacional, la directora sitúa la historia en nuestros días, en Barcelona y alrededores, y retoma algunos aspectos de su ópera prima: cierta inestabilidad económica y familiar de la protagonista, pero sobre todo sus dificultades para lidiar con las circunstancias que le toca afrontar como adolescente, un tiempo que per se muchas veces se vive en el alambre.

En ese sentido, merece la pena subrayar la originalidad de la trama principal: primero porque la maternidad en la primera juventud no es un argumento habitual, aunque hay algunos filmes que lo tratan –como Where the Heart is, Mom at Sixteen, Juno o la española Adiós, cigüeña, adiós–, pero fundamentalmente por el enfoque que aquí se da al asunto: cómo una chica de 14 años tiene un bebé, y los vericuetos que deberá atravesar tras su ingreso en el centro de acogida para madres menores de edad que, de hecho, da nombre a la película: La Maternal.

Temáticamente, si acaso, podríamos decir que dialoga con la última película dirigida por Naomi Kawase: True Mothers (2020). Y es que la japonesa también nos muestra a una madre adolescente que entra en una institución donde la acompañan para alumbrar a su hijo, pero con la diferencia de que ahí no es para criarlo ella, sino para darlo en adopción. El enfoque de Kawase resulta casi opuesto, porque también lo es la premisa. Para ella, lo importante es el trauma que supone para la madre la separación forzosa del hijo y la relación que establece después con la familia adoptiva. Para Palomero, en cambio, la cuestión central es la crisis que implica para una progenitora tan joven asumir sus responsabilidades en el cuidado del bebé, y cómo encuentra un reflejo en su propia madre, una treintañera a la que convierte en abuela.

Para incorporar esos dos papeles, el de la madre-abuela y el de la hija-madre, la realizadora cuenta con dos actrices portentosas: Ángela Cervantes y Carla Quílez. La primera borda un personaje que no es sencillo y al que dota de matices, moviéndose entre lo amargo y lo tierno, con las dosis justas de firmeza y humor. Para quienes la descubrimos en Chavalas (2021), su primera actuación destacada y donde ya apuntaba maneras, el salto adelante es notable, por el peso que asume esta vez y la raza de actriz que ya no solo se le presume.

A su lado, la recién llegada al mundo de la interpretación desde el baile Carla Quílez ha hecho su fulgurante aparición en La Maternal, tras ser descubierta por la directora de casting en Instagram y obteniendo por su papel la Concha de Plata a mejor interpretación en San Sebastián. De sus habilidades como bailarina se beneficia la película en varias escenas, pero Quílez va mucho más allá: en la línea de su compañera Cervantes, hace de su personaje una mujer fuerte y a la vez frágil, que se ve ante una situación que la desborda, y que navega entre el amor que siente hacia su hijo y las inclinaciones propias de una chica de su edad.

Si esas inclinaciones se dan además en un carácter rebelde, rayando en lo libertino –sirvan como ejemplo los destrozos en casa ajena de la primera secuencia y la relación con su madre–, se entiende que el filme vaya derivando hacia la gran pregunta: ¿está una chica a esa edad preparada para ser madre o, mejor dicho, para criar a un hijo? La respuesta que se desprende de lo que vemos es negativa, pero la mirada de la guionista y directora no vierte juicios hacia el personaje, sino que más bien la dibuja como víctima de sus circunstancias y, quizá, de su propia irresponsabilidad, de la que ni ella misma es consciente por su inmadurez.

Cuando la mirada se amplía y varias adolescentes, sacadas del mundo real, cuentan su experiencia como madres precoces, vemos aún con mayor claridad que Pilar Palomero no está ahí para juzgarlas, sino para tratar esa realidad desde el respeto, mostrándonos que en muchas ocasiones se trata de mujeres que han sufrido malos tratos y abusos. En ese sentido, las lágrimas de Carla, que igual se llaman el personaje y la actriz, resultan ilustrativas.

La ausencia de los hombres, en ese y en otros muchos fragmentos de la película, reproduce un patrón que ya se daba en su ópera prima. La figura paterna (aquí remedada hasta cierto punto mediante el Chispas, el novio de la madre de Carla) de nuevo no queda bien parada, y se entrevé la lectura que Palomero o las situaciones que nos relata hacen del hombre ante su papel como padre. Así, su ausencia tendría que ver con la falta de responsabilidad, ya sea por inmadurez, por malos hábitos o, para ser más precisos, por falta de respeto hacia la mujer junto a la que un día se convirtieron en padres. Este sería el caso de la mayoría de mujeres que vive en el centro de acogida, mientras que en cuanto a la inmadurez lo que aplica a la protagonista aplica a su joven novio, y aquí puede que ella lo excluya, pues no queda claro si Efraín sabe de la existencia del niño.

La mano de la directora, en la mayor parte del metraje casi invisible –que es lo mejor que puede decirse de un cineasta, como se decía de John Ford–, se nota acaso en un par de escenas y podríamos afirmar que para bien. Una es cuando, del mensaje que la Carla embarazada le escribe a su chico desde el móvil (“Hola, Efraín”) –y que seguramente nunca envía–, pasamos al bebé junto a ella en la cama, un bebé que también se llamará Efraín. Esa enorme elipsis, cargada de sutileza, sobre cómo se convierte en madre se nos narra con un movimiento de cámara difícil de poner en palabras y del que más vale decir: “Véanlo y juzguen por ustedes mismos”.

A la altura de ese momento está el onírico final de la película, con el reencuentro entre Carla y Efraín, ambos montados en bicicleta: pedalean juntos por unos instantes y luego ella está sola. Podríamos ver ahí una metáfora sobre su tarea de criar al bebé, pero con el cine de Pilar Palomero, como ya ocurría con Las niñas, más que lo que cuenta, que también, importa cómo lo cuenta. Así que cualquier elogio que pueda hacerse de esta y de su primera película, como de algunos de sus cortometrajes, solo debería servir como invitación para disfrutar de las imágenes cuyo ojo ha diseñado y después ofrecido al público.

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