Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Juan Miguel Álvarez, La guerra que perdimos, Anagrama, Barcelona, 2022, 272 pp.


La historia de doña Martha, con la que inicia La guerra que perdimos, es conmovedora: fue desplazada por la guerrilla de un lugar en el Amazonas donde podía pescar, sembrar y vivir tranquila con su esposo y sus ocho hijos, luego, violada por un grupo armado, torturada, casi a punto de perder la vida, además, cuatro de sus hijos fueron reclutados. Las otras diez crónicas que conforman el libro, escrito por el periodista colombiano Juan Miguel Álvarez (1977), tienen el mismo tiente de violencia y dolor que padece gran parte del país. “El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles”, dice en las primeras páginas.

Y es que escribir sobre este conflicto no es tarea fácil y menos en la última década, cuando se iniciaron los diálogos de paz entre la guerrilla de las Farc y el gobierno colombiano en el 2012, para su posterior firma en 2016; acontecimiento que nos removió a todos y nos puso a pensar en cómo narrarlo. Aquí, el periodista se arriesgó a recorrer territorios agrestes, lejanos y olvidados para escuchar a las víctimas, acompañarlas y hacer un retrato con todo lo que observó en sus viajes. Con este libro, Juan Miguel Álvarez ganó el tercer Premio Anagrama de crónica Sergio González Rodríguez en 2021.

Álvarez es un reportero de montaña, de selva, de río. Puedo evocar sus libretas de apuntes arrugadas por la humedad de la selva o un largo trayecto en mula, con la letra quebrada por el movimiento de las canoas o de los jeep a gran velocidad y por carreteras sin pavimentar. Con la descripción de sus viajes nos muestra zonas selváticas, alejadas, de difícil acceso y exóticas que hacen sentir que uno está viajando con él, por ejemplo, en el departamento de Chocó: “tras haber salido de Togoromá, nos internamos por un estero que es un recodo estrecho y pantanoso del río San Juan, cercado por árboles de mangle y sus raíces expuestas como brazos de pulpo, en busca de otro poblado costero llamado Pichimá”.

Este tipo de relatos no son una novedad para el autor. Su primer libro lo publicó en 2013, Balas por encargo, una crónica de violencia cometida por el narcotráfico en la ciudad de Pereira, donde reside. En el 2018, publicó Verde tierra calcinada, donde narra la historia de siete parajes específicos de la guerra. En el 2021, publicó Tiburones en la pecera y Lugar de tránsito, todos con la editorial Rey Naranjo.

La guerra que perdimos es una compilación de crónicas escritas para diferentes medios, desde 2014 hasta 2021, las cuales están atravesadas, precisamente, por los acuerdos de paz. Desarraigo, violaciones, desplazamiento y desaparición forzada, hambre, muerte… es lo que se encuentra en estas líneas. Pero también lucha y resistencia de quienes insisten en vivir en paz. No contiene teoría sobre el origen y desarrollo de la violencia, sino que hace una radiografía del país, un análisis del conflicto y la explicación del “enemigo interno”, las posibles causas de los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos.

Álvarez intenta comprender la “guerra sucia” y la “guerra psicológica” por parte del estado colombiano, aplicando todos los mecanismos criminales contra la subversión y contra los civiles, en la mayoría de los casos, inocentes. Cómo se difuminan los límites dentro de la violencia. Y ni siquiera tiene que ver con la confrontación de un bando contra otro, sino que va más allá; de cómo la crueldad y el salvajismo, por luchas de poder o territorio, dejan heridas profundas a las víctimas. Todo con historias de vida que a veces hacen sacar lágrimas, por lo descarnado y trágico de los hechos.

La guerra que perdimos es un libro que está escrito para que Latinoamérica lo entienda, para que conozca esas tragedias que en el país se han normalizado o que desde las ciudades se han minimizado. Es la mirada de un reportero sobre algunas de las miles de historias dentro de un país con un largo conflicto interno donde no existe la justicia. Además, Álvarez deja en evidencia el pensamiento generalizado de los colombianos sobre el conflicto armado, donde dicen que si a alguien lo asesinan es porque algo hizo, incluso, menciona las palabras de un veterano periodista que le dijo que “los asesinatos solo ocurrían entre bandidos, porque a la ‘gente sana, gente decente’ no le pasaba nada”. Frases que también mencionan gobernantes o personajes públicos, como si toda la culpa recayera sobre la víctima por estar viva, por habitar un lugar donde hay guerrilla, paramilitares, coca o minería.

El estilo de Juan Miguel Álvarez va muy de la mano con el de Ryszard Kapuscinski, donde primero aborda el terreno, trata de comprenderlo, para luego acercarse a las personas. Además no es el protagonista de las historias aunque las escriba en primera persona; hablar del dolor compartido, otra característica del periodista polaco. A su vez, hay una gran influencia del sociólogo y periodista colombiano Alfredo Molano (1944-2019), quien se dedicó, por más de treinta años, a recorrer trochas, ríos y selvas para enriquecer la historia de este país por medio de testimonios, con una visión integral y profunda que dejó plasmada en 27 libros y cientos de artículos en los medios nacionales. Este último es uno de los grandes referentes para los periodistas colombianos.

Por ello, es claro que para Kapuscinski como para Molano y el mismo Álvarez, la crónica exige un trabajo de escucha y reconstrucción, pero también de ganarse la confianza de quienes contarán parte de su vida. Permite detenerse para entender mejor la realidad, reflexionar sobre esos hechos y cómo le afectan, lo que hace que haya un acercamiento al periodismo literario. Por ello, no es desacertado decir que al autor le faltó más exploración de sí mismo en esos lugares y con las personas con las que habló, pues da la sensación de lejanía con los relatos y no es tan íntimo como lo sugiere este género, incluso, a veces escueto como lo hace en la crónica “Una moto en la puerta”: “noche de domingo. El calendario marca el 29 de julio de 2018. En el televisor avanza el noticiero. En una casa con paredes de esterilla y piso de tierra están sentadas dos mujeres. Mamá e hija. 44 y 19 años”.

Es así como Juan Miguel Álvarez llega a la conclusión de que nadie ganó la guerra: “la vivimos. La seguimos padeciendo. La perdimos”, dice en el texto final a modo de cierre. Y nos hace la gran invitación, como latinoamericanos, a imaginar el sentimiento de los familiares de las víctimas, a ponernos en el lugar de ellas y tener compasión, porque esa violencia nos atraviesa todos los días y se repite en nuestros países.

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