Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Eduard Márquez, La elocuencia del francotirador, Firmamento, Cádiz, 2023, 120 pp.


A medida que avanzo en la lectura de estas páginas, y a medida que advierto el ritmo, las metáforas, las imágenes –trazadas con sobriedad, con precisión, con esmerada delicadeza–, caigo en la cuenta de que no estoy ante un mero fabulador, ante un mero hacedor de historias. Eduard Márquez (Barcelona, 1960) ha sido esposo y amante de la literatura, amo y también siervo, náufrago y tripulante: su oficio, pero también la materia de la que está hecha su vida, es el lenguaje; a él se debe y a él se entrega: con humildad, con entereza, con cierta desolación; con la disposición de un artesano o de un obsesionado, incapaz de capitular ante la más ardua de las batallas: la búsqueda de la palabra justa, aquella que palpita cuando es tocada por un lector.

Como otros grandes estilistas en lengua española –pongamos: Alejandro Rossi, Fabio Morábito, Javier Marías–, Márquez se vale de la prosa para explorar distintas estructuras narrativas, pero también diversas formas de observar la realidad. Por un lado, tantea el terreno, se aproxima, dice y se desdice, se aleja, vuelve sobre sus pasos, ensaya el tono, aguza el oído; por otro, mira con atención, apunta al objetivo, prepara el tiro, dispara finalmente. Así, La elocuencia del francotirador concentra no solo la mejor, la más lograda ficción breve de Eduard Márquez, sino también el rigor estilístico que tanto lo define y que halla en este libro su mejor expresión.

Ya en sus primeras obras, el autor conjugaba la sensibilidad y concreción del poeta con la vehemencia y experimentación del narrador. La travesía innecesaria (1991) hilvana algunas de sus preocupaciones centrales: la transitoriedad del tiempo, la elección como acto de renuncia, la certeza de que poco o nada se puede aportar ya a la tradición, a “quienes supieron ver más claro”, salvo la posibilidad, acaso remota, de remover las fibras sensibles de algún lector improbable: “Y todo ha sido ya dicho. Solo nos queda decir a nuestro modo lo que ha sido dicho muchas veces antes”. A propósito de esto, encuentro en “Volcano” de Derek Walcott un verdadero retrato del joven Márquez y aun del Márquez maduro, y quizá también una radiografía del legítimo temple de este autor tan singular: “One could abandon writing / for the slow-burning signals / of the great / to be, instead, their ideal reader / ruminative, / voracious, making the love of masterpieces / superior to attempting / to repeat or outdo them, / and be the greatest reader in the world”. Porque, antes que escritor, Eduard Márquez es un lector: genuino, atento, minucioso, lee para atravesar el molde de la realidad y volcar en la escritura sus hallazgos: cierto matiz, cierta cadencia, cierto giro lingüístico, cierta forma de decir lo que está en la punta de la lengua. Por ella, en el libro se adivinan la presencia de Hölderlin (“visionario parlanchín”), Pessoa (“alcohólico redactor de correspondencia ajena”), Leopardi (“jorobado solitario”), Bernhard (“voz malograda”), y, de un modo más velado, Eliot, Cernuda o Baudelaire. A la manera de Juan Ramón Jiménez en “Espacio”, este poema en prosa es decisivo en la obra de Márquez: no solo marca un cambio de registro y de género, sino también señala el momento exacto en que decide abrazar su vocación de escritor y verterse en ella por completo.

Si en La travesía innecesaria el tiempo es el del poema en movimiento, pautado por el ir y venir del “narrador”, por ese desplazarse y devolverse y dar un paso al frente, por ese regodearse en la derrota moral (“porque el mundo no está hecho para ser uno mismo. El mundo está hecho para ceder y resignarse”) y en la tímida esperanza (“solo sabiendo que la nada espera acepto el mundo. Con sus renuncias y resignaciones”), L’últim dia abans de demà (2011) es un viaje al pasado bajo el prisma de la nostalgia. Marcado por la muerte de su hija, el protagonista hace un recuento de su vida: de la inestabilidad de su madre al fracaso de su matrimonio, del abandono de sus ambiciones literarias al descubrimiento del sexo, la novela revela las grietas del instante, del tiempo sucesivo, la superposición del pasado, el presente y el porvenir, el desengaño del individuo y la fragilidad de la existencia. Es la memoria es uno de los temas centrales del universo literario de Eduard Márquez, y no solo la memoria individual, sino también la colectiva, como demuestran sobradamente 1969 (2022), su novela más reciente, feroz fotografía de la Transición, o El silenci dels arbres (2003), enmarcado en una guerra sin nombre, tenaz, absurda, como cualquier otra guerra.

Novela coral en la que el presente se revela como un palimpsesto, El silenci dels arbres relata la historia del violinista Andreas Hymer; de su madre Sophie Kesner, también violinista; de la pianista Amela Jensen, que vive con la culpa de haber perdido a su hija; y del luthier Ernest Bolsi, guía del museo de música y antiguo amante de Sophie. Y, como telón de fondo, las voces de las víctimas de la guerra ­­–niños, jóvenes, madres, amantes, amigos– que entregarán a Andreas cartas para sus familiares en el exilio. Santo y seña del autor, las imágenes de este libro, como en La elocuencia del francotirador, son a la vez tenues y poderosas: “Los árboles, como estacas ennegrecidas, sin apenas ramas, aguantan un tendal de niebla que oculta la ciudad sitiada” o “las balas son más rápidas que los párpados”. En medio de los muertos, de los edificios destruidos, del cerco de los francotiradores, de los movimientos del frente, un Orfeo se lamenta por su Eurídice, dos amantes se reencuentran, los habitantes de la ciudad se consuelan escuchando relatos sobre la música. En el mundo de Márquez, no hay salida, no hay salvación, no hay capitulación: el daño está hecho; solo quedan las derrotas ominosas, los recuerdos maltrechos, los abrazos rotos. Pero sus personajes, a pesar de su medianía (o precisamente por ello), encuentran cierta belleza en el fracaso, y son su convicción y su rebeldía lo que los hace admirables, merecedores de formar parte de una historia.

1969 (L’Altra Editorial / Navona) tal vez sea la obra más ambiciosa de Eduard Márquez. No solo por su planteamiento –la creación de una “novela total” sobre el tardofranquismo dejando de lado los principios básicos de la novela–, sino también por su resolución: una novela poliédrica, febril, que conjuga luces y sombras, verdades y mentiras, secretos guardados bajo llave. Para ello ha tenido que dinamitarlo todo, recomenzar, salir en busca de la Forma: tras la publicación de L’últim dia abans de demà, Márquez optó por el silencio, no porque no tuviera nada que decir, sino porque necesitaba encontrar el modo de decirlo. Abarcar la memoria colectiva, recoger testimonios de partidarios de izquierda, de derecha, hurgar en archivos, cartas, diarios y manuales de la clandestinidad. Antes del manuscrito definitivo, 1969 fue una novela coral, a la manera de Dos Passos, Dickens o Cela, pero ficcionalizar testimonios reales le restaba verosimilitud y fuerza al proyecto: el autor quería hacer literatura, pero no a través de la trama o la construcción de personajes. Fue también una novela documental: siguiendo a Laurent Binet o Alexiévich, mezcló ficción, documentación y una voz metaliteraria, pero había algo de artificioso en su propuesta: algo impedía que la vida, lo que significaba la vida en esos años, se manifestara en toda su crudeza y vivacidad. Al depurarlo todo, terminó por depurarse a sí mismo: “Me di cuenta de que quien sobraba era yo”, afirma en una entrevista. Así, el resultado final es un artefacto literario de alrededor de 600 páginas, una novela de largo aliento donde las voces hablan por sí solas, unidas únicamente por la tensión narrativa y argumental.

Contrario a lo que pudiera parecer, Eduard Márquez no hace distinción entre géneros mayores y menores y pone en sus libros para niños el mismo celo y empeño que en sus mejores cuentos o novelas: Les granotes de la Rita (2002) es el tierno relato de una niña incapaz de dormir. Un día, su madre le aconseja contar ovejas, pero Rita no logra conciliar el sueño, así que opta por contar ranas. Desde el techo de su habitación las divisa y, tras un rato, cierra los párpados y duerme. Las ovejas, celosas, entran en pugna con ellas: una lucha desmedida por el territorio –el techo de Rita– se desata, hasta que la niña sueña con lobos que espantan a las ovejas. Hacia el final, presa de la culpa, las invita a ser sus hadas de los dientes. En Els somnis de l’Aurelia (2001), la protagonista está triste por no poder recordar nunca sus sueños, algo que suele ser tema de conversación en el recreo, así que acude al hada Clementina para solucionar su problema: en el camino, conocerá a un “baldànders” llamado Galb, una criatura mágica capaz de cambiar de forma, y a un coleccionista de seres fantásticos, Onofledis Baumol, que hará todo por capturarlo; salvará al hada Clementina y trabará amistad con su mayor enemiga, Ifigènia, culminando en un final feliz y un merecido castigo para el antagonista.

Pese a la sencillez de estas historias, el lector se percata de que ahí permanecen, inalterables, las obsesiones de Márquez: la inconformidad con la realidad, la necesidad de buscar fuera –en los sueños, en la fantasía o en fórmulas mágicas– algo que nos haga sentir diferentes, algo que nos permita ver el mundo con otros ojos, que nos reconcilie con la vida que nos ha tocado vivir. Esa es, me parece, la gran virtud de la literatura de Eduard Márquez: enseñarnos que incluso el hombre sin atributos, el hombre ordinario y anodino, es susceptible de ser narrado; revelarnos que la realidad que no vemos, la que tenemos tan cerca que es imposible observarla, también tiene algo decirnos.

Una breve historia editorial sobre La elocuencia del francotirador: tras su paso por la poesía, Márquez encontró en los cuentos su campo de experimentación, primero a partir de la contención formal y estilística, en el caso de Zugzwang (1995), y segundo a partir del desarrollo de estructuras narrativas, L’eloqüència del franctirador (1998). En el fondo, una pregunta: ¿cómo construir historias? No obstante, La elocuencia del francotirador editada por Firmamento no es, pese a la homonimia, el libro de 1998, sino otro, más depurado, publicado bajo el título de Vint-i-nou contes menys (2014), que elimina, limpia y modifica algunos de los cuentos de 1995 y 1998. Sobra decirlo: la traducción al español, a cargo de Cristian Crusat, ha sido revisada y supervisada exhaustivamente por Márquez.

A propósito de la editorial Firmamento, no puedo dejar de mencionar su exquisita línea editorial: de Carlos Díaz Dufoo, hijo, a Theophile Gautier, de Romain Rolland a Carlos Edmundo de Ory, con una debilidad personalísima por la literatura de y sobre México, el editor, Javier Vela, expresa que “Firmamento pretende restaurar ese trato de respeto con el lector ofreciéndole textos exigentes y que estén a su altura”. En un ecosistema editorial disputado por dos grandes grupos, algunos medianos y cientos de editoriales independientes, y gobernado por una vertiginosa lógica de mercado, un trabajo tan cuidadoso y detenido como este, regido por los principios de Calasso acerca de la conformación de un catálogo, es una tarea suicida que los happy few no dejarán de agradecer.

La elocuencia del francotirador es, pues, un libro sobre la identidad, sobre lo que sucede cuando la ficción habita en la ficción, sobre los alcances y los límites de la realidad, sobre las pasiones y las promesas rotas, sobre la exploración de la memoria y la búsqueda del pasado. Márquez escribe, diría Morábito, como quien escribe el justificante perfecto: ninguna frase es inocente, ninguna frase está a salvo del rigor estilístico que tanto anhela y que persigue en cada vuelta de página, ninguna frase está exenta de la devoción y entrega del orfebre que ha sido hechizado por el lenguaje. Algunos de los cuentos de este volumen se vinculan entre sí: de “Mistificación” a “Zugzwang”, de “Voyeurismo” a “Gajes del oficio”, de “Educación sentimental” a “Despotismo”, de “Génesis” a “Despido” a “Naturaleza humana”, La elocuencia del francotirador es una bomba de relojería. Es tal la tensión que anida en los relatos que el punto de partida es el punto de llegada: ahí donde comienza el libro debe terminar, debe cerrarse la puerta para siempre, evitar que alguno de estos personajes sobreviva a sus páginas y se apodere del lector, como las mujeres que escapan al cuadro de Willem de Kooning (“Génesis”, “Despido”, “Naturaleza humana”). En realidad, el volumen entero es una declaración de principios, una carta de amor a la palabra, aquella que lo acompaña desde niño: autor minoritario, Márquez escribe para mantenerse fiel a sí mismo; escribe porque la literatura es el propósito de su vida, su forma de ser y estar en el mundo, su modo de entender la experiencia vital: “Yo no puedo ser otra cosa, no sé vivir sin imaginar”, afirma.  

Abre el volumen “Mistificación”, que narra la historia de Grette Bürnsten, una contorsionista austriaca producto de una accidentada invención: el narrador, para sobrellevar el tedio de los trabajos editoriales, introduce su nombre en la entrada de un diccionario. Así lo expresa en “Zugzwang”: “Una tarde especialmente densa, redactando entradas para un diccionario enciclopédico, me inventé la biografía de Grette Bürnsten”. En ambos cuentos, el narrador muere; en ambos cuentos, Grette se presenta ante él y, lapidaria, decide cobrar venganza: “Me has condenado a la más triste de las existencias: la que depende del azar de los otros. Porque nunca nadie buscará mi nombre”. En “Babel”, Cándida, ofuscada por la eficacia amatoria de un hombre llamado Hermann, con quien ha tenido un romance fugaz, decide empezar un curso de alemán por fascículos: tras los créditos, se cruza con uno “que-se-parece-a-Hermann” e inicia así un romance fatal y solitario con el hombre que aparece en la pantalla. Hay cierto vaivén entre la realidad y la ficción: al ser de carne y hueso no le basta la vida verdadera y se refugia en la literatura; al personaje literario no le basta la ficción y persigue la realidad real. La respuesta, como suele suceder, está en algún lugar en medio: en esa grieta donde ambos se tocan por un instante y se produce un hallazgo, una revelación, un descubrimiento.    

En La elocuencia del francotirador, los personajes son seducidos por la fantasía antes de llegar a la realidad: la buscan, la prefieren, permiten que se apodere de ellos. En “Voyeurismo”, una mujer se hace vigilar por un detective, que le entrega informes periódicos de lo que sucede en su propia vida. Aburrido, coquetea con la escritura, altera pequeños detalles, miente, inventa, la mujer exige los informes por teléfono y en directo: “El detective, arrepentido de haberla dejado llegar tan lejos, se siente atrapado dentro de una esclusa abandonada”. En “Folletín”, Egas Brun se hace pasar por un autor de libros, seduce a Dana Nersi, que idolatra al autor original, encuentra su fotografía en la habitación de Dana, mata al escritor para que Dana no pueda amarlo. En “Pandemia II. Mímesis”, Eldar Faber, paralizado por la angustia de tener que escoger, decide vivir a imagen y semejanza de un hombre ordinario (“Porque Eldar Faber, con las coordenadas del hombre sin nada de particular, puede regir su vida sin tomar decisiones”), pero termina por imitar también su destino.

Inmiscuirse en la rutina ajena, vivir más de una vida, obsesionarse con tener un doble, romper el pacto con la ficción, llevarse al límite de uno mismo, suplantar a los otros: nada en este libro es fortuito, todo está fríamente calibrado, la prosa está a punto, las imágenes se agolpan en el imaginario del lector: “el miedo, omnívoro como un incendio forestal, erosiona el día a día”, “el frío ladra famélico tras las ventanas”, “letal como un bosque sin el voltaje de la savia”. Respecto a la tradición de la que bebe este libro, hay que decirlo: pese a haber sido escrito originalmente en catalán, no halla sus cimientos en la literatura catalana, sino en los posmodernos norteamericanos y las vanguardias: por una parte, Brautigan, Vonnegut, John Barth o Pynchon; por otra, los vanguardistas, en especial Massimo Bontempelli, del que también bebe, dicho sea de paso –pero esto solo lo supo tiempo después de la escritura de Zugzwang y L’elocuencia–, Pere Calders.

Hacia el ecuador de La elocuencia, es posible encontrar el cuento “Alegoría”: al percibir la presencia de un trasatlántico, un náufrago agita los brazos; se sabe visto por un hombre y cierra los ojos, descubierto, salvado al fin, “pero, cuando vuelve a abrirlos, ve únicamente al pasajero solitario enfocándolo con una cámara fotográfica. Y el resplandor del flash deslumbra el zumbido del barco alejándose”. Tal vez por eso, porque solemos ver pero no ver, el volumen persevera tanto en la naturaleza de la mirada: mirar, aunque nos cueste la vida; vigilar y ser vigilado; observar con la pasión y voluptuosidad del voyeurista o del detective; reparar en que la inconformidad y el anhelo y la necesidad de ser visto pueden ser nuestra salvación o nuestra condena.

Y es que, después de todo, y como lo demuestra Eduard Márquez en estos cuentos, queda el lector, que vigila también al vigilante; quedan la prosa limpia y nítida y la musicalidad de las frases; queda el consuelo de la lectura como morada definitiva; queda aquel que, sin darse cuenta, ha leído estas historias y ha sido tocado por este autor.

Publicar un comentario