Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Lorena Salazar Masso, Esta herida llena de peces, Angosta Editores, Medellín, 2021, 183 pp.


Perdí la cuenta del número de documentales, obras de teatro, análisis y reportajes sobre la masacre de Bojayá (Chocó), en el Pacífico colombiano. Cada cierto tiempo, aparece el testimonio de un testigo que cuenta cómo, el jueves 2 de mayo de 2002, en medio de la confrontación entre guerrilla y paramilitares, explotó una bomba dentro de la iglesia del pueblo y mató a más de 70 personas, la mayoría de ellas niños. Por lo general, son palabras sin eco, que difícilmente conmueven porque se inscriben en el repertorio monótono de los relatos de guerra de los últimos 50 años en Colombia. Esta herida llena de peces, la primera novela de Lorena Salazar, sale a la luz –en medio de ese paisaje repetitivo– para demostrar que se puede seguir escribiendo sobre el conflicto sin caer en el cliché.

Se trata de la historia de una mamá blanca y su hijo adoptivo negro que emprenden un viaje en lancha desde Quibdó, la capital chocoana, hasta Bojayá, un pueblo ribereño. Durante el recorrido por el río Atrato, la tensión entre pasajeros hace prever que, en algún punto, algo malo les va a suceder: “la última curva nos acecha a la orilla derecha del Atrato. La conductora, que tarareaba una canción, enmudece, apaga los motores y nos hace señas para que nos quedemos callados. Tanto silencio despierta al niño”. Además, el paisaje descrito por la autora es denso: “aparecen pequeñas islas, obligan a la conductora a decidir qué camino tomar. Decisiones. En estas islas, la hierba crece como el pelo de un perro callejero, bañado por la lluvia a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde. Húmedas, deshabitadas islas que no son de la tierra, ni del río”.

Es una apuesta narrativa arriesgada porque la literatura colombiana, en el último medio siglo, no hace más que buscar atajos para contar la guerra y, en esos intentos, el fracaso ha sido un común denominador. El libro pudo estar copado de metralla y sangre derramada, muerte y familias miserables y, de hecho, algo de eso hay. Sin embargo, están en un segundo plano. Al lector lo que le interesa, gracias a las virtudes de la escritora (el manejo de los diálogos, las descripciones, los silencios), es la relación entre madre e hijo y su viaje en lancha.

Es ficción, sí, pero también es un libro que trata de contar una verdad lisa y llana sobre una tierra que suele estar en el reverso de la literatura colombiana. ¿Cuántos libros de ficción hay sobre el Chocó o los ríos que lo atraviesan? Salvo las novelas de Arnoldo Palacios como Las estrellas son negras o La selva y la lluvia –que son un brochazo por la herencia africana en Colombia–, en general, este es un lugar sin registro importante en el canon literario.

El Chocó, además de ser una zona marginal, es, también, un escenario donde la magia y la superstición superan las explicaciones racionales, la corporalidad impera en las relaciones sociales y las festividades disimulan la tragedia. Jorge Amado, novelista brasilero y gran retratista de Salvador de Bahía, le hubiese bastado una temporada en el Pacífico colombiano para crear relatos del nivel de Tienda de los milagros o Doña Flor y sus dos maridos.

Con esto no quiero decir que la obra de Lorena Salazar sea una oda al folclor o una hoja de ruta antropológica para entender las dinámicas sociales del Chocó. Lo que celebro es su habilidad para abordar un tema espinoso teniendo en cuenta que ella no es originaria de la región (nació en Medellín, aunque vivió su infancia en Quibdó) y que Esta herida llena de peces es su proyecto final del máster de narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid.

Ciertamente, hay frases que pecan por inocentes: “Nunca alcanzaremos a pagar lo que ha sufrido el pueblo negro. Su hostilidad, el miedo, el desprecio tienen una causa profunda, añeja”. No solo son obviedades, sino que están impregnadas de una condescendencia que molesta. La periodista y escritora chocoana, Velia Vidal, hizo una crítica punzante y calificó a Lorena Salazar de inexperta y al libro de racista: “estamos ante una narradora que se asume tan superior al contexto, tan superior a ese otro racializado, exótico y precario, que se toma la licencia de intervenir y modificar sus rituales ancestrales, o se siente con el derecho de decirle a los otros qué hacer”.

Sin embargo, ¿quiere decir esto que las escritoras solo deberían escribir historias desde el punto de vista del grupo al que pertenecen? No lo creo. Sería una premisa contraproducente y exagerada porque inhibe la imaginación del artista; pero en tiempos de corrección política y moral, este tipo de críticas generan hipos de indignación que mueven las redes sociales.

Pero volvamos al libro. La novelatiene dos ejes narrativos: la maternidad y el recorrido de una madre y su hijo desde Quibdó hasta Bellavista, una población más pequeña (conocida también como Bojayá), a orillas del Atrato. Quienes hemos hecho ese trayecto, sabemos que las descripciones de Lorena Salazar no son inventadas: “el agua, tan necesaria, cae como una venganza sobre las terrazas, llena los tanques azules de reserva al tiempo que baña lagartijas, iguanas, pollitos salvajes y tórtolas. Tuerce los papayos. El viento despega los techos de zinc, vuelan como pájaros plateados…”.

La trama, en ocasiones, también tiene la estructura de un diario de campo: “a las nueve el bebé en la cama, tendido como una artesanía de pueblo (…)”, “a las once llueve. Un zancudo se mete entre el toldillo (…)”, “a las tres me quedo dormida rezando para que el niño duerma”, “a las cinco he llenado el tetero tres veces (…)”. Además, los detalles sobre el río, los pueblos y la selva recuerdan la precisión de las crónicas de Gabriel García Márquez en el Chocó, en su época como reportero del periódico El Espectador, a mediados del siglo pasado. En la novela de Lorena Salazar se lee: “el río es testigo de llantos y sangre, nacimientos y muertes, salidas y llegadas. Los ríos del Chocó, otra forma de habitar la tierra: las canoas también son casas, puestos de trabajo y escondites. Por el río comenzamos a perder esta tierra”; y es inevitable pensar en la Historia íntima de una manifestación o en La riqueza inútil del platino colombiano, de García Márquez.

No creo que sea casualidad que el párrafo más largo y devastador esté al final de la novela. Son cinco páginas con los detalles sobre la explosión dentro de la iglesia donde se resguardaban más de 100 personas aquel 2 de mayo. Hay que leerlas despacio para reconocer el tamaño de la tragedia. Para las personas que no están emparentadas con la historia del país suramericano, esa parte es una insinuación colmada de señalamientos y de sugerencias sobre lo que significa para una sociedad seguir ignorando sus heridas.

Hay una pregunta en la mitad de la novela que vuelve como déjà vu justo en esa parte: “¿Qué decir cuando lleguemos a Bojayá?”, pregunta la madre, pero es la autora la que nos pregunta: ¿qué decir ante la barbarie?

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