Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Pablo Larraín, El Conde, Chile, 2023.


La comedia negra, moral, que es la película El Conde de Pablo Larraín, pretende ser edificante, mordaz y bálsamo para la memoria chilena que tiene como pesadilla recurrente la impunidad de un dictador. El demonio de Chile se llama Augusto Pinochet, según infiere Larraín tras medio siglo de recordar el golpe militar. Y Pablo lo representa como un vampiro que trasciende el tiempo y acosa desde la alcantarilla de la corrupción y la violencia, como si fuese un ente de Stephen King o una figura turbia que interfiere en los sueños de Elm Street.

El director de las ya maduras joyas del mainstream, Jackie (2016) y Spencer (2021), hace nítido el uso político de la comedia negra en la cinta, jamás esconde su intención de clavarle una estaca al general con argumentos reales. No ocupa totalmente la corrosiva virtud de la comedia negra, como sí lo hacen Charles Chaplin en El gran dictador (1940) y Ernst Lubitsch en Ser o no ser (1942), por citar algunos ejemplos de filmes que abordan un tema tabú, como para los referidos es el nazismo y para El Conde es Pinochet.

Por ello confiesa el director que lo que quería era una posición más racional respecto de lo ficcional: observar, comprender y analizar los eventos ocurridos en los últimos cincuenta años en Chile y en todo el mundo. Se aprecia que dicha intención zanja el discurso y la diégesis de El Conde se mina con esa especie de rebuscada apostilla –pensemos más en el personaje de la monja, la extrema derecha, que en las tertulias de los ambiciosos hermanos. Decidió por un significado político a través de un significante ficticio de fuerte raigambre popular, y lo encuentra, como lo es el mito del vampiro –otro, más caricaturesco, hubiese sido el buitre.

Es interesante la decisión a la que ha llegado Larraín. Pinochet no es ave de rapiña, pese a que su nariz y su hundida postura de hombros lo coloquen como el tótem de un buitre. Larraín además no opta por otro miembro de la familia: el cóndor, porque se trata de un ave simbólica no solo de la cordillera andina sino también de buena parte del cono sur. Pablo señala que llevaba años imaginando a Pinochet como vampiro, porque el vampiro no frena en el tiempo, se trata de un ser circular en la historia, que forma parte integral de los imaginarios colectivos y es intrínseco a nuestras pesadillas. Personaje social e íntimo, al vampiro no le alcanza el finito del hombre. Es eterno, inmortal; no muere ni tampoco desaparece. El trazo paralelo es entre los actos del tirano y la rutina del vampiro: tampoco desaparecen los crímenes o robos. Larraín es inobjetable: su vampiro desconoció a la justicia.

Recordemos que se trata de un personaje surgido de Drácula, novela escrita por Bram Stoker en 1897 y que ha sido adaptada sobre todo al cine, cómics, teatro y televisión de forma reiterada con cerca de trescientas versiones. El traslado que hace de Drácula es libre, solo mantiene la efigie maligna, las premisas y características que dan vida eterna al vampiro y entra con el relato político de este militar que en 1973 derrocó al gobierno de Unidad Popular del presidente Salvador Allende, fue títere de la economía de los Chicago boys y violentó los derechos humanos de manera atroz.

A tres cuartos del filme, salta la trama, o más bien el demiurgo frena su disparate, y casi empaña al mito que logra momentos estéticos excelsos como el acecho de los mismos vampiros en la noche de Santiago o en la planicie del desierto –capta a la familia de Pinochet en insólitos paisajes desolados que transforma en postales que nos recuerdan Rímini de Amarcord (1973) y la periferia romana de Ocho 1/2 (1963), ambas de Federico Fellini. La metáfora del vampiro le sirve al director para realizar una analogía con la impunidad de Pinochet: los vampiros no desaparecen, como tampoco lo hacen los crímenes ni los robos del déspota.

Ahora bien, confinar al vampiro, es decir asignarle el magma de creatura siniestra, no quiere decir que Larraín lo arrincone a un epítome por más que el guion se empeñe en hurgar el panfleto. Hay ratos donde despuntan los diálogos con chispa local, como eso de que el cínico de Pinochet siga insistiendo que durante su régimen hubo errores, no horrores, y hasta eso de contabilidad, y que esté indignado porque se le recuerde no solo como asesino sino también como corrupto, lo cual es inaceptable para lo que le resta de orgullo. Como reducida imagen, sería la de un chupasangre, un resumen todavía más simplista. El elemento vampírico de Larraín va más allá; la ubicuidad simbólica donde lo postra rebasa el cliché efectista del vampiro –lo que, por desgracia, por su elipsis, así se lee Drácula: mar de sangre (2023) de André Ovredal.

El sincretismo fílmico del vampiro reúne polos opuestos culturales y religiosos, en este caso paganos y cristianos, y no dudamos que también estemos frente a un fenómeno metalingüístico donde aparezcan referencias posmodernas como el ya aludido Freddy Krueger de Pesadilla en la calle del infierno (1984) de Craven, donde el mal cohabita con el hombre no solo como amenaza externa sino como enemigo interior –el que se halla en la mente misma, en los sueños, en el mundo de la duermevela chilena. Recordemos cómo es la fórmula de Craven: como noción pagana, desde el primer asalto en vigilia, Krueger hace caso omiso de la cruz. Lo que para Pinochet funciona igual: la cruz no es antídoto. Digamos que el vampiro de Larraín, vacío en su interior, no representa antagonismo para una eventual dualidad pagano-cristiana.

Cierto, el vampiro se debate, según Joan Prat, con la idea maniquea de la iglesia occidental. El pensamiento religioso cristiano señala al vampiro como parte del paganismo. Esta divinidad pagana es susceptible de combatirse con símbolos del cristianismo como la cruz, la hostia, el agua bendita y hasta las balas sagradas. La personificación del mal pagano en Larraín no tiende a esta tensión cultural. Nos finta conque la monja podrá realizar un exorcismo; sin embargo, la cruz no basta. Entonces el conde Pinochet desobedece a la tradición vampírica. Larraín lo instala como una pesadilla actual que ha encarnado como superstición popular. Es extrema su decisión: el dolor es tan intenso debido a su impunidad, que se vuelve un ente que no termina de morir y, es más, sigue vivo entre la memoria chilena. Ese es el poder de Pinochet.

El Conde es un relato moderno y no tendría por qué ceñirse al mito del vampiro como tal. Es al revés, el mito se traspone a un contexto, como el chileno, y bajo un manto innegable: lo político. Larraín viene de una familia conservadora, no diremos más al respecto de la trivialidad. Pablo, al contrario de la cuna, repudia a Pinochet. Se nota a las claras su vocación renuente al sistema. Tiene en su haber Post mortem (2010), película poco conocida, ubicada durante el golpe militar contra Allende. El telón de fondo es la represión y funciona sugestiva la elipsis política para presentar un romance bizarro entre un auxiliar de la morgue y una bailarina del Bim Bam Bum; uno de los cadáveres que reciben es el de Allende. La cinta en más de un sentido registra el sonambulismo de una sociedad civil como reacción a un estado omnipoderoso que domina cualquier rincón. La atmósfera silente de Larraín, una capital sitiada, en todo caso, apelaría a una trama de Franz Kafka, como El castillo.

Más tangencial que Post mortem, es obligado señalar que Tony Manero (2008) alude la decadencia que se vivió durante la dictadura de Pinochet, con un personaje extraviado en su identidad y que decide refugiarse encarnando al John Travolta de Fiebre de sábado por la noche. Larraín también rodó No (2012), novedosa expulsión del autócrata a través de la influencia social y la mercadotecnia. En plena globalización, la comunidad internacional presiona y se organiza un plebiscito para decidir su permanencia en el poder y así dar paso a la conocida transición democrática. Cuatro años después, Pablo volvió a mostrar su vocación de protesta contra el garrote del estado: Neruda (2016), donde el poeta es perseguido políticamente por el gobierno de Gabriel González Videla.

Defendamos el opúsculo de El Conde que no solo es una estrategia narrativa o elección baladí del director incluirlo. El Conde va en camino de hacienda hacia un horizonte diegético, entendido como el mundo ficticio del vampiro: la paradoja de vivir durante doscientos cincuenta años, pero el guion de Larraín tiene un giro al ubicar una salida política donde la convención genérica del filme se apegue a hechos sociales documentados –a nuestro gusto, incluidos con fórceps. El mundo real así se cuela como un mediano efecto de distanciamiento, donde la documentada denuncia del contubernio de Pinochet con las élites es una venganza explicativa. Aunque, finalmente, ese es el grano de arena de Larraín a la memoria política y abona sin ambages a la comedia negra y a la sátira política como géneros.

Nos da la sensación de que el extremo, uno de ellos, de El Conde, sería El gran dictador de Chaplin. Figura arquetípica, la de Adolf Hitler, es tratada con escarnio a través de una comedia ligera, sin moral alguna. En cambio, el tratamiento estético, fino en considerable parte de la cinta de Larraín, se espesa en el momento de aplicar la seria condena a través de la enviada de la iglesia. A Chaplin le alcanza la confusión entre un barbero y un dictador, y la ridiculización infantil para así horadar el escudo masculino de Hitler, sobre todo en la escena preciosa donde Hitler juega con el globo terráqueo. Tomemos también en consideración, que, aunque El gran dictador es la primera película hablada de Chaplin, permanece la idea de que las imágenes sean las que hablen más que los textos.

Al principio sería suficiente que Pinochet continuara en modo vampiro, pero Larraín se auxilia de la información para hacerle juicio sumario a Pinochet. Larraín tiene hallazgos visuales de extraordinaria belleza; la cacería nocturna y la danza aérea de la enviada de la iglesia. Muy tema de Pablo agregar dichos señalamientos; sin embargo, la sintaxis parece atorarse con tanta información que detalla las triangulaciones financieras y los conflictos de interés entre las élites económicas y el opresor.

Comparamos entonces los guiones de Chaplin y Larraín, donde el primero expone una narrativa redonda, ya que la diégesis de un mundo absurdo se mantiene como en las comedias de Lutbischt o como en la poco celebrada Un jardinero con suerte (1979) de Hal Ashby. Chaplin sostiene ese ritmo y se va hasta las últimas consecuencias, mientras que una parada en El Conde sirve como recordatorio didáctico de la impunidad. Las variantes de la figura del vampiro en Larraín conllevan un toque de retórica política de izquierda. No obstante, el tino político, que no es acierto estético, por cierto, es que no se engolosina en satanizar la ya de suya anatemizada imagen de Pinochet.

Lo que hace Larraín es reforzar la acusación: una suerte de contexto es hablado a la manera de editorial –de ahí nuestro desencuentro con la película. Los señalamientos del guion elaborado por el mismo Pablo subrayan el contubernio. Para la represión, su fiel torturador y asesino el mayordomo Fyodor, el ruso blanco. Y para encumbrarse en el mundo del dinero, los empresarios que hicieron pingües negocios.

Se trata de una comedia negra, de acuerdo, que también combina el género de terror. La tradición de la comedia negra en el cine data de películas de mitad del siglo pasado. La comedia negra en su mayoría no se detiene en el escarnio: lleva el absurdo al extremo. Quentin Tarantino en Erase una vez en Hollywood (2019) se desborda y los hermanos Coen llevan la paradoja hasta la inmovilidad en Fargo (1996), Un tipo serio (2009), El hombre que nunca estuvo (2001) y La balada de Buster Scruggs (2018). Evoquemos este género que es una montaña rusa como en Stanley Kubrick en Doctor Insólito o; cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (1964), Martin Scorsese en El lobo de Wall Street (2013), Taika Waititi en Jojo Rabbit (2019), Sam Mendes en Belleza americana (1999) o los creadores de South Park: más grande, más largo y sin cortes (1999), Terry Parker y Matt Stone y últimamente Bong Joon-ho y Parásitos (2019) y Adam McKay de No miren arriba (2021). En todos estos ejemplos de sorna, no es que se ignore el ángulo político, sino más bien que este se difumina como parte de la diégesis del relato.

Para referirse a Larraín, es pertinente mencionar la obra de Patricio Guzmán, el director más reputado para hablar del periodo pinochetista. De él enfatizamos que filmó La insurrección de la burguesía (1975), El golpe de estado (1976) y El poder popular (1979) que forman parte de La batalla de Chile, tríptico indispensable para entender la dictadura. Filmó posteriormente Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) y Salvador Allende (2004). Todas ellas dentro del género documental. En este contexto, resulta interesante su penúltima película, La cordillera de los sueños (2019), documento muy completo donde reúne nostalgia, denuncia política, testimonios de la represión y sobre todo autocrítica.

No se puede soslayar Desaparecido (1982) de Costa Gravas que narra la desaparición de un periodista de Estados Unidos posterior al golpe de estado. La película, de corte internacional, donde Jack Lemon interpreta al padre del periodista, ganó varios premios en festivales como Cannes, los BAFTA y un Oscar por guion adaptado. Otro ejercicio interesante lo rodó Roman Polanski, se trata de La muerte y la doncella (1984), basado en una pieza teatral de Ariel Dorfman, en un espacio claustrofóbico es capaz de plantear un drama entre el torturador y la víctima de violación.

En diferente tono, De amor y de sombra (1995), es un romance dirigido por Betty Kaplan y se basa en la novela homónima de Isabel Allende, en el entorno de la dictadura. No puede omitirse Masacre en el estadio (2019), documental de Bent-Jorgen Perlmutt, sobre Víctor Jara, un referente de la canción de protesta asesinado por la dictadura militar. Así como tampoco debemos olvidar esa rareza que es la serie Colonia Dignidad: una secta alemana en Chile (2020), también documental, dirigida por Anette Baumeister, Kai Christiansen, Wilfried Huismann y Heike Bittner. Asimismo, 1976 (2022) vale la pena revisarla porque es una película narrada desde el punto de vista de una mujer, la directora Manuela Martelli.

Guzmán hace 48 años inició la filmación de La batalla de Chile con un dejo militante exaltado y revolucionario, y apenas hace cuatro años rodó La cordillera de los sueños, filme por demás melancólico sin deslindarse de la parte política. Mientras que Larraín filma El Conde todavía con ese ánimo de delación máxima. En cualquier representación, de todos modos, Pinochet se interpuso entre los chilenos y la utopía, la arruinó. Les usurpó la infancia y la alegría… y su cobre. Son distintos caminos que llevan a los directores chilenos Patricio Guzmán y Pablo Larraín a concluir en idéntico sitio: en la tristeza enconada, poblada de fantasmas de la dictadura, entre ellos la más lacerante pesadilla que se llama impunidad.

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