Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Ryusuke Hamaguchi, Drive my Car, Japón, 2021.


La disforia de Yūsuke Kafuke, el actor chejoviano de Drive my car, dirigida por Ryusuke Hamaguchi, refleja con excelsa y profunda languidez ese punto ciego de las relaciones humanas que propone Haruki Murakami en sus cuentos compilados en Hombres sin mujeres (2014). Con mínima inflexión de gestos en su cuadro de personajes, la cinta cumple con plasmar el fino hartazgo que sugiere Murakami en esta prosa corta tanto en volumen como en su nivel descriptivo.

Notamos más este logro gracias al trabajo de guion del propio Hamaguchi junto a Takamasa Oe. A diferencia de la adaptación de Tokio blues (2010) de Tran Anh Hung, a partir de la novela de Murakami que consta de 383 páginas, Drive my car es un cuento de 40 páginas y aún así Ryusuke consigue filmar 179 minutos, prácticamente tres horas. Es obvio deducir que hay más posibilidades para una adaptación rica en detalles y en información en general con una novela como la de Tokio blues, mientras que con un cuento como Drive my car, e incluso juntando los otros dos relatos, la adaptación está en franca desventaja por el menor número de contenidos.

Lo que hicieron Ryusuke y Takamasa es agregar otros dos textos, autónomos entre sí en el citado libro: sumaron a “Drive my car”, “Sherezade” y “Kino”, también relatos sucintos. En el caso del título que emula a Las mil y una noches, es pieza suficiente para delinear el brumoso perfil de la esposa con la historia de la lamprea, ese pez sin quijada y parásito de la trucha, que emerge de Sherezade que, como torrente lírico, se inspira después del coito para dar rienda suelta a la imaginación. En este sentido, recomendamos ampliamente otra adaptación de Murakami al cine como es Burning (2018), del director surcoreano Lee Chan Dong, quien se basó en “Quemar graneros”, cuento incluido en el libro El elefante desaparece, anécdota de escasas 16 páginas para rodar una cinta de 148 minutos.

En concordancia con el estilo aséptico del relato, evita Hamaguchi irrumpir en forma volcánica y plantea en cambio una circunstancia cuasi hipnótica por narrarlo como si estuviéramos en la Viena de plena duermevela del Relato soñado de Arthur Schnitzler. Esta suerte de contención, permite a Hamaguchi exponer un look de la película que se antoja propio de su discurso emocional influenciado por John Cassavetes y Eric Rohmer. A su vez, alberga tonos de obras referenciadas como Tío Vania de Antón Chéjov, los tres cuentos engarzados de Murakami y hasta en sintonía con Samuel Beckett de Esperando a Godot, obra de teatro que marca a nuestro mártir sentimental desde el principio.

En medio de ese punto ciego se halla la pérdida del amor (pareja y madre) y la inercia reparadora se convierte en asunto de hondo y lerdo cavilar. La introspección se lleva a cabo durante el recorrido en automóvil, donde se aprecia esa combinación de las emociones de Cassavetes y el equilibrio formal de Rohmer. Por ser abierto, se trata de un “no lugar” que elude la asfixia de las relaciones en contraste con el hogar, cuna de recuerdos y remordimientos, y aparte obliga a la condensación por los acotados tiempos de plática en medio del transporte. Además, el recorrido muestra lo inexorable del tiempo: que la vida sigue, sobre todo sí remarcamos el contexto donde el actor chejoviano asume el reto de adaptar al Tío Vania en una ciudad como Hiroshima que no parece herida por su desgracia.

La película muestra las tribulaciones del actor tanto en su trabajo como en su vida diaria a partir de la repentina muerte de su esposa: más que cerrar ciclos mediante el luto, se abren puertas que revelan confidencias entre la pareja. Como buena parte que distingue a la literatura de Murakami son los guiños a otras obras (de Scott Fitzgerald a los Beatles), nuestro protagonista consuma elegante y sibarita el papel de actor de teatro que busca alejarse consigo mismo para regresar ya siendo otro. A Hamaguchi le busca indagar en torno a la identidad, como lo hace en Asako I & II (2018) y La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021).

Aquí la exploración no es menor. Una suerte de ejercicio en búsqueda de salud mental es calca de Tío Vania. En efecto, el guiño grande es Antón Chéjov, de quien se adapta la farsa de Serebriakov tanto en el cuento como en la película. Otra alusión es a Samuel Beckett, mínima pero sustancial parte del filme transcurre durante una función de la tragicomedia Esperando a Godot, donde Kafuku interpreta a uno de los dos vagos en esta obra tan significativa del teatro del absurdo. La pieza que data de la mitad del siglo pasado, se ha dicho que simboliza la levedad de la existencia que carece de rumbo. Aunque le han querido adjudicar un reproche frente la ausencia de Dios, la obra se remite a la insulsa espera de un señor Godot que no vendrá, como la carta de El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez (lo que a su vez nos evoca la frustración del agrimensor de El castillo de Franz Kafka).

 Tío Vania de Chéjov no está lejos de Beckett: la obra gira alrededor del hastío, del hombre moderno alienado, aunque al término el desconsuelo que priva en el relato tiene una cierta promesa –en la película, es un sugestivo epílogo muy sensible por el enfoque multilingüe. Es importante señalar que prevalece un sonambulismo no solamente del histrión teatral, Yūsuke Kafuke sino también, sobre todo, de esa reservada y mundana conductora, Misaki Watari, camuflajeada en su ambigua personalidad sin género ni edad y refugiada en su gorra de beisbol como sobreviviente de una tormentosa relación con su madre –que, por supuesto, solo se enuncia y jamás se ve: pudo haberla salvado de un deslizamiento de tierra.

La historia se enfila en la cresta más baja del tedio. El desgano por el que atraviesan los personajes, sobre todo en el marco del montaje de la obra Tío Vania, se desarrolla en una inusitada ciudad otrora desecha, como Hiroshima, aquí con un mar calmo que sirve de rélax total para fumarse un cigarro en la bahía como ícono del solipsismo y recordar sin destino fijo. La atmósfera es insólita por su quietud en la secuencia de las cosas: una ciudad de provincia, ajena al gigantismo de Tokio, sirve a Hamaguchi como palanca de este imperturbable silencio y funciona como una especie de contrapunto de los dramas invisibles que solo intuimos (no han estado patentes en imágenes, nada más se sostienen con la palabra). No hay parámetro entre una ciudad mega urbe como Tokio con más de 40 millones de habitantes en comparación con Hiroshima, apenas un millón de habitantes, golpeada casi hasta ser destruida por la bomba atómica. Hiroshima, ubicada sobre el delta del río Ota, se integra de seis islas y su propia llanura permite este deslizamiento motor y humano.

El sosiego raya en hieratismo con rostros de pétrea suavidad, porque los personajes están con mirada perdida, es la consecuencia de los frustrados intentos de salvación de Kafuke y Watari (las muertes de la esposa y la madre, respectivamente). Uno y otra tienen aristas desconocidas que no alcanzan a expresar hasta en un balbuceante desenlace, en medio se empotra un puente de entendimiento que semeja valores entendidos con un sanador mutismo: Watari maneja el automóvil mientras Kafuke escucha en un casete Tío Vania. Los largos paseos están dominados por la omnipresencia de los diálogos de Chéjov que parecen réplicas de la actualidad moderna, mientras Watari ve al frente por encima del volante para manejar con tal tersura que parezca imperceptible; en tanto que Kafuke escucha a Vania, y se satisface con mirar el exterior por la ventanilla -siempre ataviado de ropa oscura.

Todo el contorno de Drive my car es mensaje. La contemplación del paisaje y sus protagonistas reflejan un fastidio que reposa en el interior. Nos sorprenden las dudas que provoca el excelente guion de Hamaguchi que urdió tres relatos pequeños, separados entre sí, dándoles una coherencia como historia completa –insistimos: “Sherezade” acompaña acertadamente al cuento de partida. Viniendo de tres afluentes, como los brazos del delta de Hiroshima, Hamaguchi sin tanta pirotecnia consigue el súmmum inexpresivo.

 No aturdidos, pero sí impávidos, transcurre la anécdota vestida de esa sinuosa paz que oculta prudente misterio y tampoco se vuelve en esos lugares comunes de la inusitada vuelta de tuerca que resuelve toda interrogante. Asimismo, circunspección que se desglosa como elemento narrativo equivalente a estos tiempos líquidos (pensemos tan solo en una inútil, por injusta, comparación entre el énfasis actoral en las películas de samuráis con valores patriarcales y estos seres vulnerables de Hamaguchi en Drive my car). Por ello el punto ciego en Hamaguchi es soberbio, considerando que el desafío que tuvo que enfrentar era resumir tres relatos. El quid era crear una sensación de extrañamiento en Drive my car. Sí, una especie de ligero déjà vu que insinúa Murakami en el principal relato, consigue trasladarlo con la situación en que ubica los personajes como si fuera un road picture.

Estamos frente a un cineasta como Hamaguchi cuyas grandes influencias son un cineasta estadounidense independiente, Cassavetes, de quien quedó impactado por la posibilidad de ofrecer cosas distintas a la realidad, y el gran equilibrio entre forma y contenido del cineasta naturalista francés Rohmer, de quien destaca su rodaje en espacios reducidos y con densos parlamentos, lo que apreciamos en Drive my car. Hamaguchi aprovecha que la prosa de Murakami se presta para su traslado al cine. Chang-dong exprime el minimalismo de Murakami en Burning, teniendo como suficiente el esqueleto que propone el escritor y ofreciendo en el filme una cierta tensión psicológica siendo fiel al espíritu de Murakami. Haruki ha dicho que su diferencia con otros escritores como Yukio Mishima o Yasunari Kawabata tiene que ver con que, frente el esplendor incluso lírico de ellos, su obra se remite a un estilo donde destaca la parquedad. Murakami respeta la utilización ambigua del lenguaje japonés de ellos; pero para él lo más importante no es tanto la palabra como el flujo de la historia, por eso es que sus tramas se prestan para ser adaptadas a la pantalla grande.

La concepción atmosférica de Hamaguchi plantea entonces un tono de tibio déjà vu en donde, adormilados, transcurre el punto ciego de las relaciones. Pensemos en cómo, atolondrados por un deseo reprimido, David Lynch expone sus historias a un punto ciego que le sirve para explayar la premisa del doble, como lo hace en Terciopelo azul (1986) de forma casi esquizofrénica, en Twin Peaks: fire walk with me (1992) con impostado misterio y Lost highway (1997)y Mulholland drive (2001) cuya moralidad denunciadora le permite señalar la corrupción de Hollywood. Lynch ocupa este tipo de paramnesia para arrinconar a la condición humana, a la que observa, ya lo ha dicho el propio David, como si fuera Francis Bacon y Oskar Kokoschka. Por ello, sobre todo los personajes situados en las colinas de Los Angeles, permanecen taciturnos, introvertidos, como si hubiesen tomado una droga que les calme la ansiedad.

Hamaguchi no fuerza la acción, como lo hace el expresionismo de Lynch envuelto en una silueta onírica. Hamaguchi prefiere lo callado y no hay pista de que su flema sea producto de violencia. En la obra de Lynch hay una erupción latente –que se desata en medio de la perversión–, en tanto que en Hamaguchi un reposo pacífico no rebasa estas fronteras lyncheanas centradas en un mal interior. Todavía así, Drive my car discurre como Lynch, con esa actitud meditabunda en la cual se halla irresuelta una relación y llama la atención que Hamaguchi mantenga estas efigies que le permiten jugar conque el punto ciego sea más comprensión que dolor. La revelación espanta en Lynch y en Hamaguchi es dialéctica emocional: aunque el intento por escudriñar el corazón del otro, como escribe el propio Murakami, es pedir demasiado, un tanto inútil, porque lo único que se consigue es sufrir.

El punto ciego de las relaciones humanas ha sido retratado como pesadilla por Lynch. En Ingmar Bergman vemos otro tipo de fantasmagoría que linda en el sueño, está en una zona invisible interior que es la mente. A su cine se le identificó como el silencio de Dios y hasta se convirtió en cliché. Podría justificarse en la narrativa de Bergman como ausencia de mística, un vacío donde los personajes están colmados por el sinsentido de sus existencias. Cara a cara (1976) y Persona (1966) son filmes que interiorizan esa falta de Dios con tintes de terror psicológico y exhiben la lógica de la normalidad con rasgos de locura. La incomunicación en Bergman revela precisamente el punto ciego que desarrolla Murakami en su cuento y que, sobre todo, en la película Drive my car queda evidenciado con extensa mudez.

En este tenor la trilogía de la incomunicación del director italiano Michelangelo Antonioni, La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962) también trasluce un estilo sincopado para ahondar en ese flanco obturado que es la posibilidad de escudriñar el corazón del otro (y que en Antonioni desemboca en impotencia). Mike Nichols en Closer: llevados por el deseo (2004) también genera esta sensación missing basado en un complejo intercambio de parejas que se tornan desconocidas entre sí. La infidelidad es narrada por Nichols como ese lado turbio de las relaciones modernas, porque no hay retorno a diferencia de Dry my car que sobrelleva los celos y antepone la omnicomprensión.

Hamaguchi tiene curia para no reflejar drama, lo que dice Murakami con relación a la soledad de los personajes: cuanto mayor es la felicidad, cuanto mayor es la angustia. Es la incomprensión de conocer a una persona por muy profundamente enamorado que se esté de ella. La fatalidad del punto ciego no pone en crisis confianza y honestidad. El escudriñar el corazón de otra persona es un sufrimiento lato que se voltea en la reflexión y en soportar con digno estoicismo vivir en la suspicacia. La ausencia de la esposa se eleva como un espíritu, dice Murakami, sin lugar a donde ir y como si estuviera vigilando desde un ángulo del techo.

A pesar del ensimismamiento de la trama, en eso radica buena parte de la luz de Drive my car: esperanza que igualmente se asoma sobria, casi de soslayo y sin ápice de esa parafernalia fílmica que en muchas ocasiones abusa del kitsch. De hecho, el corolario de la última escena del Tío Vania muestra una magistral forma de distancia con el texto original en la vena de Bertolt Brecht: mayor conciencia que catarsis. Y es que, sin alterar el drama, transforma el acto con un toque contemporáneo que agrada con la corrección política de una agenda multicultural inclusiva, donde la sobrina conmina al Tío a soportar paciente las pruebas de la vida a través de un matiz anti climático: con un lenguaje de señas, conmovedor a toda prueba, apelará a la misericordia del universo para descansar. “¡Descansaremos!”.

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