Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Clint Eastwood, Cry Macho, Estados Unidos, 2021.


Innegable corolario en la carrera del director Clint Eastwood, Cry macho por supuesto no corresponde a la parafernalia del género western en su expresión más clásica. Aunque en la trama atisba como horizonte climático la frontera de la discordia americana, el paisaje ya es diametralmente diferente desde la estampa hasta su orden político; primero, no apela al mítico  tiempo histórico del siglo XIX estadounidense, y además la vulnerabilidad del personaje central, el ex estrella de rodeo Mike Milo interpretado por el propio Clint, se aleja de manera abrupta de los héroes formales de John Ford, Howard Hawks o Anthony Mann.

Podríamos tener en mente la rigidez de un género que goza de garbo nacional y estatus internacional, si lo relacionamos con el canon establecido en la mitad del siglo pasado con los cineastas aludidos. Ford parecía inmortalizar las anécdotas y petrificar las formas que han sobrevivido a modas estéticas y a demandas de visibilización de minorías. Sin embargo, el canon se ha sometido al tiempo y, en lugar de envejecer y morir de inanición, el western ha sabido admitir sugerencias tanto relacionadas al desarrollo sintáctico del cine como ha absorbido coyunturas de una agenda social y política que somete a las representaciones artísticas, en este caso el cine, a recientes discursos que alcanzan a rasguñar el canon original. Esto habla bien de la salud actual del western: ha ganado con la inclusión discursiva y firmes sus columnas canónicas, aceptando sutilezas que semejan una especie de caballo de Troya como la reelaboración del varón en un condado texano, como el de Eastwood. Aunque Cry Macho también sea una variante más del cine sobre la figura paterna como lo hizo en Un mundo perfecto (1993), implica a su vez un examen sobre la masculinidad en un espacio despojado del simbolismo orgulloso del vaquero y la esperanza de la conquista de un campo yermo.

Argucias del género, como Cry macho, con el tiempo han colado elementos ocultos por el mito de la fundación y por el blindaje del protagonista hombre narrado en una sola pieza, muy lejos de la paradoja. De estas aristas podemos citar tan solo dos que niegan la clave sexista del western más lineal: Ang Lee en Secreto en la montaña (2005) muestra esa fragilidad del cowboy, oteando el hastío de la pareja heterosexual contemporánea, cuestión que logra con gran atingencia Jane Campion en El poder del perro (2021), cuya finura expositiva entraña hasta elementos del thriller moderno sin que nadie aviste esta noticia como sobresalto –de ahí la gracia para filtrarse como novedad.

Otra exquisitez de Eastwood es el paisaje alterado, esa fotografía de la casa que yace en el recuerdo ideal frente al deterioro de la presente realidad. Es una nostalgia acortada por el sentido prosaico de Clint, que jamás se instala en la mirada de reojo. El paisaje en Cry macho es la principal fisura para el corpus más inflexible del género y que hoy día ha sido revertido desde una multiplicidad de ángulos –a colación viene First Cow (Kelly Reichardt, 2019), garbanzo de a libra y oveja negra al mismo tiempo del western. La anécdota de Eastwood se desenvuelve en una suerte de tiempo histórico dislocado más allá de la instauración de un país, como si la actual situación dominada por el trasiego del narcotráfico mexicano fuese un tema emergido de la ciencia ficción distópica, donde el estadio naturalizado se altera y no halla lógica con esa realidad que variados estudios han denominado capitalismo gore: los cuerpos mismos se han transformado hacia una cosificación masiva (vale la pena contrastar dicho aserto con Bone Tomahawk de S. Craig Zahler).

Lo que vemos ahora en la frontera entre Estados Unidos y México es una resistencia –la de los indios–, que se ha revuelto, esa generación que vio la ocupación europea hoy es territorio de aquellos, o cuando menos hay un interregno donde horadar la frontera es una transgresión a una zona de miedo, al contrario de lo que que pasaba en el western ubicado en el siglo XIX: donde el crimen original se encubría y el genocida, más bien el pionero, era el mensaje mismo de una misión cultural y civilizatoria a final de cuentas.

Esta confusión del espacio idealizado en Cry Macho trae consigo una especie de lectura postapocalíptica, donde Milo se aprecia como vetusta pieza de una tradición que ofende la fortaleza de sus heroicos antecesores que eran efigies incólumes, como ocurrió con una buena cauda de personajes interpretados por John Wayne, salidos de una macro narrativa que condensaba el nacimiento de un Nuevo Mundo ya en modo tabla rasa –para desnaturalizar este relato, recomendamos El nuevo mundo (2005) de Terrence Malick, versión matizada de la historia de Pocahontas y John Smith.

Una suspicacia más de Eastwood. El Milo de Cry macho no es idea suelta, porque el director ha construido dicha vulnerabilidad desde los albores de su profesión de actor, interpretando papeles equidistantes de los convencionales del western, y ya de director con mayor razón la fragilidad adquiere claroscuros donde incluso el escarnio se permite al no tomarse en serio sus posturas liberales ni su aparente perfil de rudo que aquí pasa a un limbo emocional: la puerta trasera del fetiche masculino.

Al reverso de Wayne, ícono legítimo y hasta diríamos inamovible del western, Eastwood desde su aparición fue un renegado de la apariencia, outsider de la regla, muchas veces forastero –extraño, siempre en ladera–, y ahora en Cry macho permanece con esa gelidez de tipo amoral con rostro de roca, pero con matices que lo tornan todavía más endeble: es la dureza que muta, como en Gran Torino (2008), donde el anciano veterano de guerra, intolerante e irascible, se torna solidario y defensor de las minorías migrantes asiáticas no obstante le quieran robar su apreciado automóvil.

El tiempo contemporizado es definitivo para zanjar el género en su ortodoxia. Mientras en pleno auge de la aventura por los desiertos del sur el tiempo está suspendido –la eternidad del sol y de los duelos–, el filme de Eastwood transcurre en tiempo ido, decadente y exótico, y se transforma en auténtica reserva que semeja museo en ruina, como en los filmes de Chloé Zhao. Claro, el género del western ha enseñado una evolución heterogénea que no está arraigada a la década de los cincuenta: incluye variaciones en medio de la época de oro como las de Raoul Walsh, Nicholas Ray, King Vidor o Robert Aldrich. El western en este contexto ha cobijado cualquier subgénero para enriquecerse como tal: según Rick Altman hay películas del salvaje Oeste, de persecuciones, comedias, melodramas, románticas y hasta epopeyas.

En dicho desarrollo hay joyas disruptivas al código como el cerebral bestialismo en Duelo de gigantes (1976) de Arthur Penn; el populismo folclórico y correcto de Danza con lobos (1990) de Kevin Costner; la rebelión esencialista de Gerónimo: una leyenda americana (1993) de Walter Hill; el posicionamiento de género en Rápida y mortal (1995) de Sam Raimi; la metáfora ácida de Hombre muerto (1995) de Jim Jarmusch –el indígena americano se llama Nadie–; o la semilla de la ambición que encarna Petróleo sangriento (2007) de Paul Thomas Anderson. Asimismo, alrededor de la Guerra de Secesión tenemos a Quentin Tarantino con la provocadora liberación esclavista de Django sin cadenas (2012) y la no menos irritante comedia negra Los odiosos ocho (2015); y de los hermanos Coen, la droga como el huevo de la serpiente en Sin lugar para los débiles (2007) y la excelsa misantropía de La balada de Buster Scruggs (2018) –sobre todo, el relato de “Meal Ticket”.

En este entorno post western, Cry macho se relaciona todavía más con discursos como el de la directora china Zhao: tanto Canciones que mis hermanos me enseñaron (2015) como El jinete (2017), integran una estirpe de piezas desoladoras sin ápice de heroísmo; al contrario, una especie de aislamiento genera una sensación polvosa de derrota donde la postal bucólica sucumbe ante la metrópoli. A este par de filmes hay que agregar Nomadland (2020), que sin estar propiamente conectada con los dilemas identitarios de los jóvenes atrapados en el medio rural, sus sobrevivientes al crack crediticio que padeció EU durante el periodo de 2007 a 2009, comparten con Cry macho la incertidumbre que genera el desarraigo y al propio tiempo un halo melancólico por la naturaleza y su bálsamo libertario que añora discreto el Milo de Eastwood.

La proporción de las películas western en su época de auge, de 1925 a 1970 se calcula en un cuarto del total, muestra una obsesión por esa leyenda fundacional como lo es la hazaña en el margen del Río Bravo. Ella Shohat y Robert Stam señalan que el western heredó un intertexto complejo que abarca crónicas y estéticas disímbolas: la épica clásica, las novelas de caballerías, la novela indianista, la ficción de la conquista y agregan la representación de las pinturas y dibujos de George Catlin y Frederic Remington. Es evidente que el western cumplió un papel educativo en la formación de un sentimiento de pertenencia patriota. El cine, también en México, fue la oportunidad de los estados nación modernos para posicionar su exégesis de origen con la rimbombancia pertinente para justificarse como expansión civilizatoria por encima de las culturas vernáculas.

Todo género tiene un territorio y tiempo dorados que secundan la traducción tópica. Género y nacionalismo, así coinciden, se amoldan y el primero opera como estandarte del segundo. La efectividad de un género depende de un nido que acoge a todo el discurso y se erige como si fuera el lienzo de una idea, como ocurrió en México con la comedia ranchera y en EU con el western. El germen ya es concebido en imagen y facilita la pedagogía de creencia y sensación de una nación con cuna: transmite el western, desde su decorado legitimado, la identidad de un país blanco con merecida recompensa a su aventura.

Los estudiosos sobre el multiculturalismo y las representaciones en el cine de Hollywood, Shohat y Stam, han ilustrado cómo el western se ha desentendido de la parte política a grado que apreciamos sus tramas con una incipiente ley que apenas ataja la reacción justiciera entre defensa y venganza. Suerte de asepsia cunde en la fórmula, restringida a la frontera, y cuya consecuencia es centrarse en la fuerza de un revólver. En este sentido la relación entre western y desarrollo del gobierno o instituciones del Estado es desafortunada, por eso recomendamos Lincoln (2012) de Steven Spielberg. Digamos que todo lo concerniente a la Declaración de Independencia y a las tensiones para reemplazar las formas de Parlamento Británico merecen otros géneros, menos el western.

Mucho se ha dicho del sesgo ideológico y hasta racista de El nacimiento de una nación (1915) de David Wark Griffith y Lo que el viento se llevó (1936) de Victor Fleming. Se les ha reprochado un blanqueo de la historia de la población afroamericana. Griffith ensalza un evento a todas luces incorrecto políticamente: convierte en héroe al fundador del Ku Klux Klan, grupo supremacista blanco, generador de odio y que es representado como un salvador del sur. Mientras que a Fleming se le censura por haber tergiversado el tiempo pasado: niega los horrores de la esclavitud en el periodo anterior a la Guerra Civil, exponiendo de forma romántica la relación entre los amos blancos y los negros sirvientes que aceptaban su designio en un remanso de paz y tranquilidad.

Quizás una combinación afortunada con referencia al western y la política sea El bueno, el malo y el feo (1966) de Sergio Leone, espagueti western cuya base dramática es la ambición de un sargento del Ejército de La Unión que lucha por un tesoro escondido durante la Guerra Civil. Y es que pocas películas destacan el tema de la revolución americana: ni George Washington, Thomas Jefferson o Benjamin Franklin, padres fundadores de los Estados Unidos de América, han sido protagonistas o referencias de los westerns más emblemáticos.

En cambio, el western apolítico se presta a ser cuento que nacionaliza un proceso mayormente generalizado a escala universal: el empuje de la expansión europea en Asia, África y el continente americano. Este mito norteamericano de origen colonial, bien dicen los investigadores, se respalda en las leyes competitivas del darwinismo, la jerarquía de las razas y los sexos y la idea del progreso. Este tono apolítico del western va en consonancia por su reverencia hacia el paisaje. El valle inhóspito se expone como espacio a descubrir y poblar, y poco o nada se centra en el desplazamiento de los pueblos originarios –por ello vean la ironía de Jarmusch. Eso es: esta invisibilidad por la anécdota política se instala para subrayar en silencio la virginidad del espacio, aún sin habitar (conforme las tramas).

Es obvio que esta puesta en escena rima con el simbolismo bíblico: el de la Tierra prometida. De acuerdo a Hollywood, la América indígena floreció con la llegada de los blancos. Las cintas, contadas desde el punto de vista de los blancos, anulan el tono sacro de la tierra de los indígenas –cuando menos, habitadas primeramente por ellos. El punto de vista blanco se concentraba en el viaje civilizatorio hacia el Oeste. Pensemos entonces que en este choque narrado está implícita una sola de las cosmovisiones en conflicto. La ausencia de un referente seminal hizo que el western naturalizara su derecho a la reivindicación de la tierra. El focus del género, en consecuencia, fueron los europeos enraizados luchando por espacios, es un dominio blanco que poco atendió el otro lado: el de los indios.

La figura de apóstata en el mosaico del viejo Oeste que esculpió Eastwood con su adusta personalidad desde que filmó con el director Sergio Leone en los sesenta, la continuó como director con Infierno de cobardes (1973), El forajido Josey Wales (1976), Los imperdonables (1992) hasta Cry macho, cinta que funciona de colofón humanista, un repaso reflexionado donde ofrece enseñanzas lejos de la violencia que lo caracterizó y, en su envés, muestra una faceta de alguna forma sensiblera.

Cry macho, en principio, se separa de la lista mencionada: no rueda una gesta, que nunca lo ha hecho uno de los cineastas más elípticos y económicos de la cinematografía contemporánea. Da la impresión de no ser cine –igual hizo en La mula (2018)–, un cineasta en boyante madurez como es Eastwood no se da el lujo de engolosinarse con los encuadres o pirotecnia alguna, no los desperdicia en aras de un manierismo vacuo; más bien, intenta desaparecer el protagonismo de la cámara y evita además la edición shockeante, para abreviar su conflicto en la probidad actoral.

Lleva un lustro explorando un tono de menor intensidad hasta topar con la simpleza. Sully (2016), 15:17 tren a París (2016), La mula y Richard Jewell (2019) despiden un aire verista donde Eastwood apuesta por lo prístino de sus personajes –la forma en que los describe. El carácter ordinario de ciudadano común honesto se manifiesta en su parado mismo. El piloto de Sully o el policía de Richard Jewell sedespreocupan de la actuación. Como víctimas de una sociedad que busca imponerse con mentiras, Clint se frena con sapiencia y en vez de alardear con sermón, la pausa de sus personajes revela inocencia o sabiduría: Cry macho evade lecciones a golpes.

Gran Torino es su última gran película, obra maestra en muchos sentidos que reúne preocupaciones de una agenda ciudadana y que con desparpajo se aproxima para desmontar clase e ideología. Después de Torino, se ha dedicado a revelar con un estilo sincopado que no arenga ni disimula chantaje cualquiera. No extraña que Wayne haya interpelado a Eastwood por su ópera prima, Infierno de cobardes. Wayne, insignia no solo del género sino del Hollywood way of life, rechazó en primera instancia el rol que le había ofrecido Clint y luego le envío una carta reclamándole el carácter del filme. La película, decía Wayne, no representaba el “verdadero espíritu del pionero que hizo grande al país” –que era, indudablemente, no otro espíritu sino el que él había representado en una escenografía con cien años de diferencia en comparación con las anécdotas del western.

Asimismo, Siegel sufrió del embate esencialista de Wayne. Cuenta Don que durante el rodaje de Gatillero (1976) se metió en un lío axiológico con El Duque. En una escena, el director le indicó a Wayne que le tendría que disparar al villano por detrás. Según esto, Wayne inquirió a Siegel: “¿Quieres decir que le dispare por la espalda? (…) Yo no disparo a nadie por la espalda”. Imaginemos a Wayne con esta postura ante el discurso de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) de Andrew Dominik, que es un anti elogio de los preceptos del western conservador, de seguro reprobaría el desenlace propuesto por Dominik donde el legendario ladrón es muerto a traición.

Eastwood, desde sus tempranos westerns con Leone, incluso también con Don Siegel –director de Harry el sucio (1971), en Dos mulas y una mujer (1970) mostraba papeles divergentes al estereotipo de leyendas como Wayne que había forjado sin ninguna ambigüedad en torno a su ángulo retrógrado (Eastwood defendía a una monja que resultaba una prostituta disfrazada, tema que aborda con maestría en Los imperdonables).

De alguna forma Eastwood rasga el crepúsculo. No asoma reproche por ese interminable baldío en que se ha convertido la tierra prometida de los pioneros. Una frontera, la del sur, que ya es honda cicatriz, seca, una llaga que nunca cierra. La civilización blanca se ha desdibujado y el garabato colonial devino en los bajos fondos de la condición humana, superando así las expectativas esencialistas de nación, raza, cultura o clase con un saldo extraordinario de víctimas. Este camino de autorreflexión culmina en Cry macho, revisando la fórmula del viejo Oeste: un vaquero al límite narrado en tono circunspecto, ya sin la aspiración de lo perpetuo. No será Los centauros (1956) de Ford del nuevo siglo; sin embargo, aunque no aspire a la gloria fotogénica, cala hondo su toque para mutar ahí mismo donde las raíces eran, en apariencia, profundas.

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