Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Greta Gerwig, Barbie, Estados Unidos, 2023.


El afable y eficaz estilo neobarroco que le imprime Greta Gerwig a Barbie –incluye una cinefilia de más de treinta películas (Stanley Kubrick, Pedro Almodóvar) y el uso mega pastiche del género musical (Jacques Demy, Gene Kelly y Stanley Donen)– no basta para ocultar que tras el destierro de la muñeca se palpa una suerte de reclamo del realismo progresista, entendido como ese imperio asertivo de la corrección política contemporánea.

El excedente simbólico negativo de Barbie es reciente, desde que subió como la espuma y se empoderó la cruzada moral de los woke. Creada por juguetes Mattel en 1959, se convirtió en un icono de la cultura pop sin tener como soporte la producción de material audiovisual; es decir, salvo sus comerciales, se trata de un fenómeno de mercadotecnia con elementos rudimentarios. No era posible una película tan críptica como la de Gerwig (un alambique de estéticas), en las siguientes cuatro décadas de la aparición de Barbie. Gozaba de amplio consenso entre una hegemonía que cosificó el rol de la figura femenina en diferentes ámbitos entre los que se halla la insulsa muñeca.

Fue hasta que los discursos sociales derivados de movimientos reivindicatorios de las minorías en la globalización modificaron cuando menos el papel simbólico de la mujer. En la actualidad ya se puede abordar con análisis a Barbie, puesto que la conversación pública, la agenda correctiva, se impone como aderezo de la escena mediática.

Aquí cabe una acotación. Gerwig no ataca a la muñeca, al revés; es compasiva con Barbie, no demoniza al personaje ni lo frivoliza: busca un equilibrio entre los prejuicios acendrados por su estereotipo, el pensamiento liberador de las mujeres del siglo XXI y sus eventuales fanáticos apologistas. Pero, a final de cuentas, la expulsa de su territorio, no cuenta una historia en Barbieland –lo que podría esperarse de parte de sus acólitos–, sino que la desubica y la somete a un mundo real que es fractal de la corrección política (la británica Joanna Hogg dirigió a Tilda Swinton en Caprice, cortometraje de tintes surrealistas, donde una mujer joven transita por los interiores de su revista favorita, al contrario de la Barbie desterrada de su contexto; recordemos que la premisa de La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen era de ida y vuelta, y finalmente fungía como elogio al escapismo). Eso ya es desventaja y no es gratuito.

El relato de Barbie no pertenece propiamente a esas películas woke, a cuyos justicieros sociales se les olvidó el guion –no, no es un decir–, con tal de ser incluyentes. Vamos, pensemos en burdos casos, como la insólita apuesta de Disney que ofrece una transformación pendular de sus contenidos. Lightyear (2022), de Angus MacLane, se conformó con un mini beso lésbico en vez de prestar atención a la trama. Avatar: el sentido del agua (2023) de James Cameron es todo un panfleto progre; de hecho, es un canto woke. El viraje hacia la cultura queer en la nueva trilogía de La guerra de las galaxias es ultra forzado (negros y mujeres en plan protagónico). Y bueno, la propia Frozen (2013), de Jennifer Lee y Chris Buck, era un guiño woke. Marvel también está plácido en el universo woke con Eternals (2021), de Chloé Zhao, donde se propone un matrimonio homosexual e incluye el primer beso entre súper héroes. Asimismo hay detalles en Doctor Strange en el multiverso de la locura (2022) de Sam Raimi, Deadpool 3 (2024) de Shawn Levy, Black panther: Wakanda forever (2022) de Ryan Coogler y en la inefable serie de She-hulk: defensora de héroes (2022). Otra muestra patética fue el Pinocho (2022) progre de Robert Zemeckis, quien fracasó en contraste con Pinocho (2022) de Del Toro y Mark Gustafson, que regresa a la historia original y hace una cinta conmovedora.

Hay una referencia para comprender dicho excedente simbólico negativo de Barbie. Esapremisa antimediática se escuchó en la propia década de los cincuenta en Estados Unidos, cuando el funcionalismo sostuvo la teoría de la aguja hipodérmica donde se achacaban efectos narcóticos inmediatos de los mensajes de la comunicación tildada de masas. Umberto Eco quiso disipar esa disyuntiva en Apocalípticos e integrados, resumiendo así la torpe polémica basada en el blanco y negro para condenar a esa cultura que irrumpía como novedad. Las ideas de la aguja hipodérmica son fundamento del pensamiento conservador. El macartismo, por ejemplo, acusó a los cómics de Batman y Superman de fomentar la homosexualidad. Tiempo después en los setenta, los marxistas en Latinoamérica reprodujeron tal esquema: eso es Para leer el Pato Donald de Armand Mattelart y Ariel Dorfman, donde asignaban buena culpa al cómic de Disney por la situación en Chile.

Ahora la corrección política exhibe esta mecánica que se suma a la hipocondría moral flotante en los reclamos de cualquier tipo –es que semeja berrinche y capricho el acentuar ausencias de minorías y subrayar su visibilidad de forma fútil. Da la sensación que las representaciones de la agenda moderna son una respuesta visceral de pánico y asco, como argumenta José María Perceval, frente a una colonización de imágenes vertida desde un enfoque occidental. La corrección política es una conversación poscolonialque exige la visibilización de todos esos ocultos o distorsionados.

Sin embargo, nada garantiza que esa visión será la verdad única que represente al grupo en demanda. Los grupos oprimidos, dicen Ella Shohat y Robert Stam, han utilizado el realismo progresista para desenmascarar las representaciones hegemónicas. El guion escrito por la directora en Barbie es una confesión de partes, que intenta, a través del realismo progresista, desmontar la cosificación del patriarcado en el capitalismo de las emociones. Es curioso que Barbie sea llamada a cuentas para debatirse al lado del feminismo que, de hecho, acusa de fascista a la muñeca que rompe en llanto argumentando, con humor negro, que facha no es porque no controla las vías ferroviarias ni la economía –por nuestra parte, tampoco creemos que sea seguidora de Benito Mussolini.

Ese realismo, basado en el punto de vista de la cámara de cine, es imposible que sea objetivo, siempre tendrá un sesgo. Cualquier discurso artístico que afirme realismo progresista, lo que hace es producir una sensación de estar viendo un efecto realista, pero no la realidad en sí. Barbie, bajo la mirada de liberales de izquierda, es un simulacro como dijera Jean Baudrillard. Es pieza de una cadena de sedimentos definitorios para el proceso hegemónico de convencimiento del estatus quo. La teoría de los estereotipos implica un acto de pureza que expía al otro con sus llamas. Buscan las distorsiones, está bien, ¿pero contrastarlas con qué representaciones reales? El realismo total es, en consecuencia, una impostura. Por esto siempre resultará jactancioso que la agenda apele y abrogue para sí la representación de lo real y así condenar tópicos de los medios. Asimismo, conviene un matiz: cargarle las tintas a Barbie resultaría ocioso. Aceptamos que sea un cronotopo. Mijaíl Bajtín llamaba cronotopos a entornos ficticios en literatura que median entre lo histórico y discursivo haciendo visibles entramados del poder. El tiempo se espesa, se hace carne, decía Bajtín. Y el realismo progresista –los woke, los gendarmes del buen representar–, se bate con los cronotopos aplicando la misma medicina.

Gerwig, más que narrar una historia acerca del personaje, somete a la muñeca, nuevamente, al tribunal de la conversación pública. Estamos a nivel general y no específicamente en Barbie, frente la muerte del autor y más bien la autarquía de un público que demanda anécdotas de contentillo. Que no le agrada porque le falta aquello, que carece de enfoque de algo y así, como si las narraciones estuvieran obligadas a atender cada uno de las exigencias en boga. Una parte del discurso de corrección política es endechar males de la sociedad a los mass media, impulsores de esa sociedad del consumo que nos tiene al borde del abismo (según utopía de la izquierda).

En este sentido, que alguien haya descubierto que Barbie era un producto kitsch resulta un gesto interpretativo totalmente desperdiciado. Es obvio que la muñeca responde a esa categoría que proviene del arte de pacotilla de Hermann Broch y continuó con Abraham Moles y Eco que aluden a ese término como un sistema de embellecimiento que elimina cualquier ruido a su alrededor –por eso Barbie no tiene piel naranja, por eso no hay sexo como objeto o dibujo animado. Pero el kitsch, y recordemos a Milan Kundera, implica una dialéctica: exhibe un envés político que no necesariamente se circunscribe al american way of life o aspectos sentimentales y subjetivos como el amor y la belleza, sino puede apoderarse de cualquier ideología crítica que termine siendo intolerante.

Lo que se alega del realismo progresista y su corrección política es su impostación. Lo que se reniega es la súbita y disruptiva aparición en las líneas de interés narrativo sin encontrar un motivo. Reprochar a un estereotipo muestra dos etapas. Primero, desmontar su artificio advirtiendo que se trata de una estatua negativa que resume una intención política para descafeinar una realidad. Un cronotopo, según Bajtín, de acuerdo. En una segunda etapa, lo que está ocurriendo conlleva hacia un piso resbaloso: sustituir ese estereotipo, tipo ideal, por lo que se cree es la realidad misma. Que la minoría invisibilizada o estereotipada tenga la oportunidad de posicionarse con una imagen contraria, positiva, igualmente falsa, De alguna forma lo que vemos es la toma del centro por asalto, pero con los mismos filones kitsch: es un espejo, un canibalismo.

Semeja la mano santa de un demiurgo que ejerce de sentenciador, y que en cuanto observa el triunfo de la condición humana donde los personajes representan los grises de la existencia, inclina la balanza sin justificación alguna para ofrecernos una cálida solución hacia el deber ser anti racista, tal cual ocurrió con Green book (2018) de Peter Farrelly. Lo que ya incomoda es su postizo didactismo tipo CODA (2021) de Sian Heder. Lo que es insufrible son sus editoriales a tres cuartos de película para explicar los vaivenes éticos y políticos de los personajes (¿se imaginan a D-Fens justificando su frustración en Un día de furia de Joel Schumacher?). Lo que marea es la insistencia de la agenda actual por imponer ya una receta maximalista, comopareció el Oscar de Luz de Luna (2016) de Barry Jenkins.

El imperio de la asertividad está inoculando la complejidad, distanciándonos de la contradicción y, aunque no lo percibamos, nos acerca a un velado autoritarismo donde se trazan tipos ideales de comportamientos. Da la impresión que la hipocondría moral no tiene suelo, y las lastimosas quejas se transforman en caprichos que reclama una mayoría empoderada en las redes sociales que refuerzan su narcisismo infantil. Sentirse en el centro y excluir hacia la periferia, es la tentación de esta corrección política que se ha convertido en auténtica pira –Abel Ferrara, entre otros cineastas, de plano dice que es censura.

El realismo progresista ha sido inclemente. Soy el señor Johnson (1990), de Bruce Beresford, no cabe para el modo actual, imaginen un negro aceptando las bondades del colonialismo en África. Los personajes de dibujos animados están vigilados para no usar armas. ¿Qué le pasará a toda esa vesania de Quentin Tarantino? Bueno, Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming, fue retirada del catálogo de HBO Max. Lolita de Vladimir Nabokov y sus versiones fílmicas, de Kubrick (1962) y Adrian Lyne (1997), van directo al paredón. Y qué decir de Woody Allen en Manhattan (1979), donde tiene una novia de 17 años. Toda la obra de Larry Clark, con niños y adolescentes metidos en sexo libre y drogas, incomoda por su crudeza. La naranja mecánica (1971) de Kubrick es etiquetada como fascistoide. Claro que tampoco se acepta a D. W. Griffith con El nacimiento de una nación (1915), tachada por ser de derechas; o El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci, negada por misógina. Aunque el imperio de la asertividad tiene perfectos camuflajes. Ocurre algo sui generis con la comedia francesa, género dueño de un inteligente equilibrio entre la visibilización de minorías. Hay una concesión formal a gustos populares. Han encontrado la fórmula para lo digerible y difuminar su posición de correctivo político como en Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? (2014) de Philippe de Chauveron y Amigos (2011) de Olivier Nakache y Eric Toledano.

En este mosaico el símbolo rosa pesa, el volumen de malestar que genera tiene pocos precedentes. La talentosa plataforma MUBI, dedicada a difundir cine de arte, curó una serie llamada “Not so Barbie” dedicada exclusivamente a responder al epifenómeno de la cinta de Gerwig. Entre los filmes programados están Showgirls (1995) de Paul Verhoeven, Volver (2006) de Almodóvar, Jóvenes asesinos: atracción letal (1988) de Michael Lehmann, Shiva baby (2020) de Emma Seligman y The African desperate (2022) de Martine Syms, todas ellas más allá del facilismo muchas veces ramplón de los woke.

Vale la pena una digresión literaria. Con la parafernalia de Barbie, generaciones enteras se ahorraron la fuga y encontraron sin chistar un lugar en el mundo. Eso era, explica Salman Rushdie, El mago de Oz (1939) de Fleming: rehuir de un mundo adulto, Kansas, para partir a la tierra de más allá del arco iris. Podríamos decir que hay razón para que las niñas siguieran a Barbie: escapar de una posible realidad hostil, como la de Dorohty, para aterrizar de inmediato en un mundo ficticio (Narnia o el País de Nunca Jamás) muy lejos de la realidad. Fleming volvió icónico el rito de pasaje, cumpliendo uno de los más grandes sueños románticos del hombre: partir con el deseo de hallar un sitio en el mundo. Los creadores de Barbie no sé si pensaron en este arquetipo que menciona Rushdie, pero es evidente que se salta la fuga del sitio no deseado y se instala en Barbieland. Por ello es transgresora la estrategia de Gerwig para deportar a Barbie a su origen real. Le pone una serie de pruebas, donde la muñeca se autodescubre a partir de una crisis de identidad causada por pensar en la muerte y resuelta en el encuentro con la misma Ruth Handler, la creadora de Barbie. Ese rito de pasaje de la ficción es invertido en la película Barbie por el realismo progresista. La corrección destierra a un personaje que ha encontrado su sitio y lo regresa para endecharle que tiene una serie de temas que atender: la agenda.

Con los woke de policías, el riesgo es que la corrección política se devore a la obra. La corrección política domina al relato, se prefiere un desfile multiculturalmente aceptado que una trama atractiva. Barbie no cae de forma completa en ese garlito, porque la misma doma progre de la muñeca es entretenida con estos disfraces de musical y humor negro refrescante. En el fondo está esa tentación de doblegar a una simple muñequita al dictum de los que juran es su realidad. Un realismo progresista es lo que pone a prueba la liviandad de Barbie. La reta: vente al mundo real para que veas lo que se siente andar en chanclitas Birkenstock y tener celulitis.

Terminemos con un finísimo post de una usuaria de redes sociales, donde admitía que le había gustado Barbie, pero de manera irónica expresaba: “Tristemente no abordó el tema del narcotráfico en México ni reconoció a Palestina como estado soberano”. Así lo woke, una dictadura blanda que recorre al cine y hasta es capaz de llevar al ginecólogo a un juguete de plástico como trofeo moral.

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