Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Gaspar Noé, Vortex, Francia, 2021.


Gaspar Noé no empieza por el principio. Lo primero a lo que se enfrenta el espectador es a los créditos finales de la película que van pasando con calma. A continuación, a una dedicatoria contundente: “para aquellos cuyo cerebro se pudrirá antes que su corazón”. Así va tomando forma lo que estamos a punto de ver. Sin embargo, Vortex comienza de la manera más bella que uno pueda imaginar. Nos asomamos a una terraza llena de flores en lo alto de un edificio. Hay una mesa y dos sillas. Dos ancianos se comunican a través de unas ventanas y quedan en la terraza para tomar un aperitivo. Brindan con unas copas de vino. Sonríen. Solo pronuncian unas palabras: “la vida es un sueño, ¿verdad?”. “Un sueño dentro de un sueño”.

La cámara hace un barrido elegante y se para en un muro. Y aparecen los nombres de los tres actores principales y del director de la película, con la peculiaridad de que de cada uno de ellos se especifica su fecha de nacimiento. Dos leyendas del cine (Françoise Lebrun, 1944; Dario Argento, 1940), un joven actor (Alex Lutz, 1978) y el director (Gaspar Noé, 1963), uno de los cineastas más controvertidos del cine francés. Solo con ese recurso sobrio y elegante nos habla de lo efímero de la vida, todos ellos esperan un final. Se escucha una canción, «Mon amie la rose», y el rostro de una joven Françoise Hardy interpretándola. La canción habla sobre lo fugaz y la muerte.

Entonces de nuevo nos encontramos con el matrimonio anciano, pero esta vez acostados en una cama. Amanece. Ella abre los ojos, y percibimos una mirada perdida. Él sigue durmiendo, respirando fuerte. Vulnerables los dos. En la pantalla se va marcando una línea negra, que se desliza como una gota de sangre, hasta que queda partida en dos. Gaspar Noé cuenta toda la historia con el recurso de la pantalla partida, y este recurso formal cobra todo su sentido. Los dos ancianos comparten soledades en la casa en la que han vivido siempre. Los dos están solos en los últimos días de su vida, los dos se enfrentan a sus miedos. Y su hijo hace lo que buenamente puede.

Vortex es una pesadilla, casi una película de terror ante el temor de lo que supone el deterioro en la vejez, pero también es una historia conmovedora y hermosa de una pequeña familia que afronta el final. Hay un momento en que los tres están reunidos intentando buscar la mejor salida a la situación. Padre e hijo no excluyen a la madre a pesar de su demencia. Y entonces ella solo suelta dos frases y ambas demoledoras, pero certeras. Sabe de lo que están hablando y, en esos destellos de lucidez, es contundente: “quiero que os deshagáis de mí” y “vamos a fingir que todo es normal”.

Gaspar Noé siente una total ternura hacia cada uno de sus personajes. De tal manera, que los encuentros entre los tres y el pequeño nieto derrochan emoción en cada fotograma. La casa es una protagonista más y encierra su historia, entre libros, pastillas y fotografías. Ella ha sido psiquiatra, él todavía escribe ensayos cinematográficos. Ella ahora tiene demencia senil, él está delicado del corazón. El hijo siempre fue fuente de preocupación para ambos, pues cayó en el mundo de las drogas. Pero siempre estuvieron ahí. Ahora el hijo trata de llevar las riendas de su vida. De enderezarse. Y en las visitas que hace a sus padres, ahora desvalidos, es la voz responsable y equilibrada. Lo hace lo mejor posible, con un cariño desmedido. Es difícil describir lo que un espectador puede sentir en esas conversaciones entre los tres. Uno conecta con estas tres soledades que no obstante son familia, se quieren y se cuidan. Como pueden. Aunque a veces, como dice el hijo, sean torpes.

La cámara recorre una casa con vida propia. Un laberinto para la madre, donde se siente perdida. Un refugio para el padre, entre sus libros, sus carteles de cine y sus películas. Un hogar para el hijo, un hogar que se está desmoronando. Un lugar de juego y extrañeza para el pequeño nieto. El padre lo deja claro cuando el hijo trata de convencerlo de que lo mejor para ambos es que vayan a una residencia que les ha buscado: “no quiero dejar esta casa. Hemos vivido aquí toda la vida. Contiene nuestro pasado, nuestras cosas, todos los recuerdos de nuestra vida. La mía y la suya. Nuestros trabajos, nuestros libros. Todas estas cosas son parte de nuestra vida. No podemos dejar esta casa”. Pero todo es pasajero hasta la casa, el hogar.

Así el nieto cuando ve que meten la urna de las cenizas de la abuela en un nicho dice: “¿Los abuelos tienen una nueva casa?”. Y su padre le contesta: “no. Eso no es una casa. Las casas son para los vivos”. ¿Cuáles pueden ser las imágenes más demoledoras para un final? Una serie de fotografías que muestren una casa llena de vida y personalidad, la casa de los padres, pero ya sin ninguno de los dos… y el proceso de vaciar ese piso. Ese hogar ya no es de los ancianos ni del hijo. Es una casa vacía, que probablemente será otro lugar seguro para unos inquilinos que dejarán otra vida entre sus paredes.

Vortex es un punto de inflexión en la carrera de Gaspar Noé, como director y guionista. Siempre ha sido un virtuoso en la forma de contar sus historias y su filmografía nunca ha dejado indiferente ni ha estado libre de polémica: sus personajes danzan entre la violencia, el sexo, las drogas, las pasiones, o los comportamientos más extremos. De hecho, sus dos últimas películas Clímax y Lux Æterna han seguido innovando en su manera de narrar el camino hacia el caos más absoluto bien en una sala de baile o en un set cinematográfico.

Pero, de pronto, Noé ha decidido construir una película que no deja de ser un canto a la vida, a pesar de narrar los últimos días. Es su película más tranquila y pausada, con momentos de una delicadeza extraña que contrastan con otros que bordean la pesadilla de la que uno quiere despertar. En alguna de las entrevistas que ha concedido ha explicado que todo tiene sentido: la película ha partido de los recuerdos que atesoraba de la convivencia con su madre, aquejada por la demencia senil, antes de que muriese en 2012; de verse él mismo frente a la muerte tras sufrir un derrame cerebral a finales de 2019 y también de la experiencia de haber vivido en un mundo asolado por el covid 19. De todo este bagaje ha nacido Vortex, su película más serena. Dura, pero con un amor inusitado por los seres humanos, tan imperfectos, tan finitos.

Una familia con sus virtudes, miserias y secretos. Un hijo, marcado por la drogodependencia. Un padre, apasionado por el cine, que ha mantenido también durante veinte años una historia con otra mujer. Una madre, psiquiatra, que tal vez siempre creyó demasiado en el poder de las pastillas. Las pastillas es otra de las presencias en Vortex. No hay secuencia sin su pastilla, prospecto, receta, caja… Las pastillas nos hacen vivir ratos de terror justificado, como cuando vemos a la protagonista mezclar, con la mirada perdida, varias en un vaso y no sabemos qué va a hacer con ese cóctel. O asistimos a una conversación entre un padre y un hijo, y el anciano le explica que lleva una vida entre pastillas y lo mira con dulzura para añadir: “realmente somos casi esclavos de las pastillas”. Y los dos se entienden bien.

A la vez Vortex es todo un homenaje de Gaspar Noé a su manera de amar y entender el cine. Es un cinéfilo empedernido y el séptimo arte está muy presente en esta película que canta la vida, aunque refleje la muerte. Por una parte, sus actores principales son dos leyendas: Françoise Lebrun fue la protagonista de un hito del cine francés, La mamá y la puta de Jean Eustache, y Dario Argento es el maestro del giallo italiano. Y por otro, el personaje de Argento es un ensayista cinematográfico que en esos últimos días se sigue aferrando al cine. En varios momentos se le ve ilusionado con ese libro que va a escribir sobre el cine y los sueños titulado Psique. En una secuencia se le ve hablando por teléfono con un amigo y le dice: “El cine es eso, un gran sueño. Todas las películas son sueños”. Y así está rodada Vortex como un sueño dentro de un sueño. El sueño o la pesadilla de la muerte. Los últimos días de dos personas. El horror, el miedo y el deterioro, pero también la belleza, la ternura y el amor.

El ensayista cinematográfico se sienta frente al televisor y decide ver una escena, quizá para su libro sobre los sueños, de Vampyr de Carl Theodor Dreyer, donde todo se ve desde el punto de vista de un cadáver metido en un ataúd. Tanto la canción “Mon amie la rose” como esta escena de Dreyer son representaciones de la muerte y del después. Las paredes de la casa están llenas de carteles cinematográficos, y en ciertas secuencias clave, Noé utiliza míticas bandas sonoras bien de Ennio Morricone o de Georges Delerue. Incluso el recurso de la pantalla partida, tan bien usado, no deja de ser una referencia a su propio cine (Lux Æterna) y al de otros directores que se han servido de esta herramienta formal para contar sus historias o reflejar sus experimentos visuales: desde Abel Gance, a Andy Warhol hasta el gran Brian de Palma.

Es más, en otra de las entrevistas concedidas a los medios, Gaspar Noé es consciente de que no es el único que ha tratado el tema de la vejez, él tiene claro que la muerte no es para cobardes, aunque piensa que las consecuencias de hacernos mayores deberían reflejarse más en el cine, porque es ley de vida. Explica que una de las películas referentes para él, porque le impresionó cuando la vio, es sin duda Amor de Michael Haneke.

Lo cierto es que durante los últimos años son varios los largometrajes que han reflejado el deterioro de la vejez y cómo afecta también al entorno familiar, al círculo más cercano. Y se ha abordado desde la tragicomedia (Nebraska de Alexander Payne, Mia Madre de Nanni Moretti, El hijo de la novia de Juan José Campanella,  Harold y Maude, de Hal Ashby), el drama (Falling de Viggo Mortensen, El padre de Florian Zeller, El estanque dorado de Mark Rydell), el cine de terror (La visita de M. Night Shyamalan, La abuela de Paco Plaza) o el realismo más crudo (La muerte del Sr. Lazarescu de Cristi Puiu). En todas estas películas se visualizan los distintos caminos que pueden darse en la vejez, haciendo llegar al público una verdad que todos pasaremos.

Pero como siempre se localizan antecedentes de un tratamiento veraz de la vejez en varias joyas del cine clásico. Y estas muestran que realmente es una valentía no perder las fuerzas. Ya desde el cine mudo y ese retrato brutal que supone El último de F. W. Murnau, la delicadeza de Leo McCarey en Dejad paso al mañana, la sensibilidad de Akira Kurosawa con los últimos momentos de un hombre gris en Vivir, el maravilloso canto de cisne del neorrealismo italiano de Vittoria de Sica con la historia de un abuelo sin recursos en Umberto D o la intensidad y la complejidad de las relaciones paterno filiales hasta el último segundo en Nunca canté para mi padre de Gilbert Cates. Fotogramas que dejan claro que la senda no es fácil, pero que de alguna manera hay que aprender a caminar por ella.

A veces solo queda una certeza. Y en Vortex la muestra Gaspar Noé. A pesar de la soledad en ese rumbo hacia la muerte, hay instantes conmovedores, bellos. Como esos padres con su hijo, alrededor de una mesa, afirmando que son una familia. Ella asustada dice a esos dos hombres que cada vez reconoce menos: “tengo miedo”. Su marido le contesta que le pida lo que quiera. Y ella tan solo le pide que esté ahí. Los tres sonríen y se cogen de las manos. “Estamos aquí”.

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