Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Gustavo Faverón Patriau, Vivir abajo, Editorial Candaya, Barcelona, 2019, 672 pp.


La nuestra es una época preocupada por el yo, por lo íntimo, por lo cercano, por lo personal y por la identidad. En la literatura, tendencias como la autoficción, la novela íntima o el ensayo autobiográfico son expresiones del deseo de volver la imaginación hacia los límites de la propia subjetividad. No es de extrañarse. Tenemos buenas razones para ser cautelosos frente a los grandes relatos, las generalizaciones y la desproporción de la imaginación. Al fin y al cabo, pocos dudarían hoy de que cuando se habla de alguien solo a partir de ideas externas, preconcebidas o prejuiciosas, se le hace un daño, se lo subordina a una naturaleza derivativa e impropia, y se lo utiliza únicamente para afirmar valores que niegan su autonomía. El temor de reducir al otro a una sombra bien puede obligarnos a poner cerco a nuestra imaginación. Ya lo dijo alguna vez William Hazlitt en su ensayo sobre Coriolano: la imaginación es un déspota que exagera, destruye la igualdad y desestabiliza la buena medida de las cosas. Si la razón y el entendimiento nos persuaden de darle a cada uno su justo valor, la imaginación no duda en expresar odios y preferencias. Y siendo esta el motor de la ficción, no es infundada la precaución que nos advierte del peligro de darle rienda suelta: si inventamos más de la cuenta, tal vez descubramos que hay algo malo dentro de nosotros. O peor: tal vez descubramos que podamos hacer buena literatura con eso. ¿Y qué pasaría entonces? Sabemos que el mundo en que vivimos no es inocente: la violencia, el poder y las injusticias son el lubricante de los sistemas económicos, políticos y sociales que marcan nuestro día a día y reproducen estructuras de miseria y dominación. No importa qué tan lejanos nos sintamos de las fuentes del mal, la lucha es real y siempre hay lados entre los que se divide la adscripción de lealtades. No podemos evitar estar de un lado o de otro. Y si decidimos de pronto hacer buena literatura que está del lado incorrecto de la historia, seremos culpables de haber encontrado formas bellas y seductoras para redimir un discurso que es en realidad vil porque supone, reproduce o enarbola ideas, esquemas e intuiciones que atentan contra lo que queda de bueno en el mundo. Súmese esto al temor por sobrepasar los límites naturales de nuestra subjetividad y su identidad y obtendremos una clara directriz: hacer de la literatura un acto de contrición del yo en el que quede claro cuáles son los valores a los que debemos aferrarnos para evitar ser culpables de violencia simbólica, discursiva o ideológica. Mejor seamos buenos, sensibles, tiernos y amables, es decir, mejor aceptemos de una vez por todas que solo un imperativo debe guiar los pasos de la literatura: respetar a las víctimas de la violencia, empatizar con ellas y estar de su lado.

Esta voluntad no es en modo alguno reciente, aunque ahora ya no tiene a la mano el aparato intelectual que en algún momento defendió la necesidad de una «literatura comprometida», como llamaron varios intelectuales al programa que buscaba hacer frente en el plano ideológico a los valores que reproducían los males de la sociedad. Pervive, sin embargo, la creencia en que hay que afirmar un punto de vista que defienda al bando correcto: no al opresor, no al privilegiado, no al egoísta, no al asesino o al explotador. Si la literatura nace de un deseo profundo de comprender al otro mediante el ejercicio de la imaginación, esa tendencia indica un claro límite: no debemos intentar comprender a todo el mundo, porque comprender es empatizar y empatizar es comulgar en los mismos sentimientos, ¿y no es esta quizá la forma más profunda de comunicación y reconocimiento, compartir una emoción? Si seguimos ese camino, antes de que nos demos cuenta estaremos empatizando con el enemigo, es decir, nos reconoceremos en él, seremos como él. Y eso, ¿es aceptable? No para una moral unilateral que privilegia tomar un partido en la lucha de facto que atraviesa la realidad en la que circula la literatura.

El gran problema es que la división absoluta entre lo debido y lo indebido requiere de una comprensión unilateral de las cosas. No podemos defender algo y estar en contra de otra cosa a menos que aceptemos ciertos valores y neguemos otros. Esa unilateralidad es equivalente a una fotografía cuyos bordes implícitamente manifiestan qué vale la pena ofrecer a la atención del público y qué es mejor dejar fuera. El problema, sin embargo, es claro. Ya era claro hace sesenta años, cuando García Márquez escribió esto: “Quienes vuelvan sobre el tema de la violencia en Colombia, tendrán que reconocer que el drama de ese tiempo no era solo el del perseguido, sino también el del perseguidor. Que por lo menos una vez, frente al cadáver destrozado del pobre campesino, debió coincidir el pobre policía de a ochenta pesos, sintiendo miedo de matar, pero matando para evitar que lo mataran. Porque no hay drama humano que pueda ser definitivamente unilateral”. Volviendo al símil de la fotografía: no hay drama donde solo hay un punto de vista: se requieren al menos dos, complementarios o contradictorios, pero que destituyan la unilateralidad que, sabemos, jamás agota el fondo de la experiencia vital.

La moral es la más de las veces contradictoria y su práctica cotidiana nos deja comúnmente insatisfechos. Si alguna pretensión tiene la literatura que otros discursos o disciplinas no admitirían con tanta facilidad, es la de atender dichas contradicciones sin temor a relativizar actos cuya naturaleza en otras circunstancias nos obligaría a asumir creencias más bien fuertes y decididas. Si es cierto que la imaginación bien puede ser una actividad desmedida que rompe los límites de la razón, es también la mejor herramienta que tenemos para acabar con la cerrazón de miras del pensamiento único. La ventaja que tiene la literatura en la comprensión de la moral, el deber y el bien es su capacidad para concebirlos no como un valor absoluto, sino como un conflicto vivo.

De entre todas las formas literarias que admiten la relativización de los puntos de vista, quizá no haya ninguna tan adecuada como la novela. Su capacidad de sintetizar distintos niveles de realidad y distintas perspectivas en una narración continua es un medio adecuado para destacar contrastes y divergencias. No por nada la novela es también quizá el medio más adecuado para capturar un Zeitgeist, ese fondo en ebullición que determina cualitativamente la existencia de individuos y sociedades, y que no puede equipararse fácilmente a un solo evento, personaje o institución, pues nace de la confluencia de todos estos en un remolino que no elimina sus contradicciones. Y si nuestra época es una preocupada excesivamente por la moral de la literatura, por la identidad, por la imaginación y su tendencia  a perpetuar la violencia física y simbólica que atraviesa a los sujetos y los constituye, por el deseo de empatizar con las víctimas, por la sospecha de ser culpable, de estar del lado de los malos, por el deseo de  redimir nuestra existencia, que carga y reproduce los males de estructuras mucho más grandes que cualquier agencia individual; si nuestra época es esto, Vivir abajo, la última novela de Gustavo Faverón Patriau, captura precisamente el espíritu del tiempo, cuyo drama, es decir, su conflicto principal, consiste en saber que la violencia no se conjura luchando contra algo o alguien, porque en el motivo de esa lucha hay un germen de violencia que la reproduce. Si esto es así, ¿cómo aspirar a acabar con la violencia? ¿Cómo defender frente a ella una idea del bien o de la justicia? ¿Es que acaso estamos condenados a repetir incansablemente los males históricos, políticos y sociales que marcaron nuestra vida? Como en todas las grandes novelas, Vivir abajo se nutre de problemas cuya solución, si la hay, es secundaria a su objetivo principal: iluminar las paradojas, los antagonismos, las excepciones y el trágico destino de una moral que intenta hacerle frente a la violencia del mundo sólo para descubrirnos cómo se destruye a sí misma en el proceso.

La novela comienza con un asesinato. El narrador, quien rememora sus años de juventud en Lima, nos cuenta lo que parece que será un típico caso de feminicidio perpetrado por móviles sádico-sexuales. George, un joven norteamericano interesado en el cine, corteja a Ariadna, amiga del narrador; a la vez, prepara en el sótano de una casa abandonada una sala de tortura. George se gana la confianza de la chica, la enamora. Una tarde le propone llevarla a un lugar especial. Lo que sigue a continuación es un asesinato horripilante cuya víctima, sin embargo, no es quien esperábamos. Las siguientes seiscientas páginas de la novela son el relato, armado por el narrador a partir de diversos testimonios, que intenta explicar por qué George llevó a cabo ese crimen. Lo que podría pasar por una novela policial no lo es más que superficialmente, pues de entrada conocemos al perpetrador. No hay misterio ahí. Lo incomprensible son sus motivos. El objetivo principal del narrador, entonces, no es tanto descubrir la verdad de los hechos, sino comprender la vida de un hombre para explicar su actuación. No se trata tampoco, sin embargo, de una novela psicológica, pues el narrador no tiene acceso inmediato a la consciencia de George ni puede, por lo tanto, representarla directamente al lector. Su indagación es indirecta y fragmentaria, y su mayor victoria, si es que puede calificarse así su cometido, no implica ningún tipo de ejercicio directo de la fuerza que lleve a George ante la justicia. El narrador no es detective, policía, juez o abogado. Es simplemente un conocido, una presencia tangencial que quiere saber la historia de George por motivos personales, por mera curiosidad incluso. Su objetivo, entonces, es hacerse una idea de George, reunir en una representación coherente los hechos las diversas aristas y evidencias que recopila a lo largo de varios años. La incógnita principal es cómo comprender la violencia, cómo explicarla, cómo lidiar con ella. El narrador de Vivir abajo emprende una labor de dilucidación moral: ¿cómo hacerse con una idea del mal que arroje luz sobre la oscuridad de los hechos? El peligro de esta pregunta, como descubrirá el narrador no sólo en su propia investigación sino también en la vida de George, es que la línea entre hacerse una idea del mal y descubrir el mal en uno mismo es muy delgada.

Vivir abajo participa de la larga tradición de la novela total latinoamericana, esa que conscientemente ha perseguido el registro de múltiples niveles de realidad en una unidad narrativa. Dentro de esta tradición, quizá la más notable particularidad de esta novela es que se trata de una novela de ideas. La narración constantemente remite a las ideas que ocupan a los personajes y que pretenden servir para interpretar la realidad a la que se enfrentan. En la tercera parte de la novela se narra el viaje que emprende George por Sudamérica. Su padre era un oficial de la CIA que sirvió a varios gobiernos autoritarios aliados de Estados Unidos torturando enemigos políticos. Uno de esos torturados era su madre, una mujer boliviana a quien violaron en prisión y que, debido a los extraños mecanismos que operan en las relaciones de poder, se casó con el padre de George y se fue a vivir con él a Maine. Conturbado por las circunstancias de su nacimiento, George intenta hacerse una idea de las violencias que lo atraviesan viajando por los países  en que trabajó su padre. En un momento, conoce a Raymunda, una chica involucrada con círculos de cine independiente. La acompaña a la proyección de una película experimental que es una suerte de acto de venganza: en ella se muestra el brutal asesinato de un torturador. Tiempo después, George descubre un campo de prisioneros subterráneo y vigila su entrada junto con Raymunda. Mientras esperan recuerda esa película y “… le viene a la mente la frase imaginación torturada, frase que lo hace volver los ojos hacia el perfil de Raymunda: ¿imaginación torturada o imaginación torturante? Imaginación torturadora, piensa: imaginación de torturador. En ese instante formula, por primera vez completa, aunque en silencio, solo en su mente, otra frase, pero esta es una que quiere decir hace tiempo, o cuyos fragmentos inarticulados, como las esquirlas que deja la explosión de una granada, segundos después de la explosión, lo circundan, lo orbitan, desde hace tiempo: mi padre fue un torturador. ¿Por qué decís eso?, responde Raymunda. ¿Decir qué?, se sorprende George. Que tu padre fue un torturador, dice Raymunda. ¿Decir qué?, se sorprende George. Que tu padre fue un torturador, dice Raymunda. ¿Lo he dicho en voz alta?, pregunta George. Obvio que lo has dicho en voz alta, ¿qué te pensás? ¿Te crees que soy telépata, yo?, dice Raymunda. Lo he dicho en voz alta, piensa George, y después lo dice en voz alta: mi padre fue un torturador. Tengo testimonios, tengo pruebas”.

En ese párrafo observamos el pensamiento de George como un proceso que culmina en la aceptación de una idea («Mi padre era un torturador»). Esta idea, aunque no tiene una carga ideológica particular, es un concepto que pretende explicar los hechos que George ha recopilado en su viaje (los testimonios, las pruebas), y es un concepto que tiene consecuencias directas para él. Más adelante, dice George: “Yo he venido a Asunción a conocer a mi padre pero en el fondo he venido porque creo que él está dentro de mi, que yo soy como él. Descubrir las cosas que hizo es como descubrir las cosas que yo soy capaz de hacer”. A George, pues, lo obsesiona una idea, si él puede ser como su padre y su padre es un torturador, George puede ser un torturador. Ese silogismo es enteramente lógico y no expresa emoción alguna. Su retórica es más bien poco dramática. En la cita del párrafo anterior, cuando George dice en voz alta que su padre fue un torturador, no lo dice de manera contundente. Más bien duda y se confunde. Esa idea no tiene un peso específico en sus emociones, tampoco le despierta sentimientos fáciles de identificar. Es un contenido mental que implica relaciones lógicas, pero no es clara la cualidad afectiva de esas relaciones. George, como el resto de los personajes, vive en un mundo de ideas y pensamientos, pero estos no son focos de carácter ni comportan una personalidad propia a la manera en que, por ejemplo, Settembrini y Naphta encarnan el liberalismo y el conservadurismo en La montaña mágica, de Thomas Mann, o a la manera en que ciertas ideas sobre la naturaleza de la humanidad arrebatan la voluntad de Raskólnikov en Crimen y castigo. Las ideas en Vivir abajo son enteramente abstractas, fragmentarias y a veces decididamente ambiguas. La especulación es un actividades constante de los personajes. Piensan muchas cosas, aunque no saben lo que significan sus ideas, cuál es su valor emocional exacto. Ello no les impide extraer conclusiones. Así surgen líneas de pensamiento que llevan a los personajes a paradojas, a metáforas o a asociaciones que en modo alguno esclarecen su situación. Piensa George, por ejemplo, lo siguiente de las cárceles: “Otra cosa curiosa en la que no podía dejar de pensar era que yo estaba en una cárcel en Paraguay mientras mi padre estaba en una cárcel en Warren, Maine, y cuando pensaba en eso, recordaba todo parecía simétrico y armonioso, hasta la cárcel donde estaba yo la había construido él, mientras que la cárcel donde estaba él no la había construido yo, sino alguien más. ¿Pero quién más?, pensaba, y me quedaba dormido tratando de imaginar el rostro de esa tercera persona. Pero la mayor parte del tiempo solo pensaba que la cárcel era una tumba o que era un infierno y que yo solo podía ser un cadáver o un fantasma. Esa es la verdad: Jaime Saenz, Raymunda: estoy muerto, siempre lo supe”.

El hecho de que tanto George se encuentre en una cárcel construida por su padre lo lleva a la idea de que, si alguien construyó su cárcel, la cárcel de su padre debió construirla también alguien. A su vez, la idea de la cárcel le sugiere la idea de un lugar de muerte, y como él está en la cárcel, también debe estar muerto. Las asociaciones lógicas del pensamiento de George son claras, pero su sentido no lo es. ¿Qué quiere decir que está muerto? ¿Cuál es el significado de esa metáfora y por qué no se expresa líricamente si parece tan terrible? Estas especulaciones, más que un medio para llegar a una conclusión definitiva que cambie la situación de los personajes, son un fin en sí mismo o, mejor dicho, son la situación de los personajes. Vivir abajo es una novela de ideas porque la realidad de los personajes es un laberinto conceptual.

Entre las muchas ideas que dominan la mente de los personajes, hay al menos cuatro que son centrales y que regresan una y otra vez, constituyendo un fondo fatal sobre el que George tomará una decisión trágica. La primera postula que imaginar o representar la violencia conduce a su reproducción. Cuando George conoce a Raymunda y esta le enseña la película en la que se lleva a cabo el brutal asesinato de un torturador, es claro que el deseo ejercer una venganza simbólica sobre los victimarios desprende un odio tan brutal como el que estos pudieron haber ejercido. Al regresar sobre el recuerdo de esa película, cuando observa la entrada de la prisión subterránea con Raymunda, George piensa que hay algo torturado y torturante en esa película. Es como si quien la hizo, después de pensar tanto en todo lo que sufrieron las víctimas del torturador, se hubiera llenado él también de las mismas afecciones violentas. Así, su imaginación ya no solo padece la representación de las víctimas de tortura, sino que empieza a fantasear también en torturar. La imaginación que se ocupa demasiado en pensar la violencia termina siendo ella misma violenta. Para George, esta idea representa un destino fatal, pues él claramente está obsesionado con el pasado violento de su padre. Lo que le sugiere esta idea es que entre más piense en los actos crueles de su padre o, en general, entre más se preocupe por la violencia del mundo, más probable es que él mismo se convierta en un agresor. Se trata de una reacción simple: si se odia lo suficiente al violentador, se querrá violentarlo. Es una forma de venganza que podría pasar por una forma primitiva de justicia. El problema, como demuestra el desarrollo de la trama, es que no siempre es posible determinar certeramente quién es el culpable de la violencia, y una venganza mal encaminada convertiría a George, como de hecho sucede, en una pieza más de la larga cadena de atropellos que comienza mucho antes de su nacimiento y que se extenderá más allá de lo que él imagina. Cuando George asesina a alguien bueno pensando que es malo, sella su condena y, aunque tal vez jamás lo sepa, demuestra que su destino no fue distinto al de cierta versión ficticia de Werner Herzog, el cineasta alemán, que tanto lo perturba. George está fascinado con Fitzcarraldo, la película de Herzog sobre un empresario alemán que en la selva amazónica organiza el transporte de un barco por encima de un monte. Según la versión de la novela, Herzog se habría sentido atraído por la perturbadora figura de ese hombre que sacrificó la vida de decenas de trabajadores para satisfacer lo que bien podía calificarse de capricho. Cuando Herzog hace su película sobre él, repite la misma situación: organiza el transporte de un barco por encima de una montaña y en el proceso mueren algunos actores. La película se estrena en Cannes y es recibida con aclamaciones. Sin embargo, durante el festival de cine, alguien le explica a Herzog que entendió mal: el Fitzcarraldo histórico no hizo que esclavos indios transportaran el barco entero por la montaña, sino solo sus piezas. En ese momento, Herzog “piensa que, cuando leyó por primera vez la historia de Fitzcarrald, creyó haber descubierto al más sádico de todos los explotadores, uno en quien se conjugaban el héroe y el esclavista, la voluntad de hierro y el desprecio por la humanidad, un protonazi, capaz de cualquier cosa para conseguir sus metas, a costa de la vida de quien fuera, y de inmediato piensa que estaba equivocado, que ese loco no era Carlos Fermín Fitzcarrald: que ese loco era él. Y tras pensar eso Werner Herzog se esconde en un rincón de la suite de su hotel y se echa a llorar como una criatura”. El artista dedicado a comprender una figura malévola y demente —Fitzcarraldo— también termina convirtiéndose en una, porque su imaginación ha sustituido la realidad con su propia versión retorcida y fantástica de los hechos, y la fuerza de esta versión mueve al artista a realizar actos cuestionables. No importa que su propósito original fuera arrojar luz sobre la maldad y la locura: seducida su imaginación por estas, las perpetúa

La segunda idea que asedia a George es el temor de que será como su padre, es decir, un torturador, un criminal. Su travesía entera bien podría ser una respuesta a esa idea, una manera de escapar a la herencia fatal redimiendo las culpas del padre. Esta idea es inseparable de la sustitución entre las personas. No solo George es igual a su padre, sino que su padre, a quien se refiere como el coronel Bennet, es igual a Rainer Enzensberger, un nazi que huyó a Sudamérica y asistió a los gobiernos autoritarios de la región. Y las víctimas son tan intercambiables como los victimarios: “Recién en ese instante le dije una cosa que había pensado durante el juicio, algo que quizás era locura mía o quizás era verdad: que Rainer Enzensberger se parecía mucho a su padre, al padre de George, no que Rainer y el padre de George fueran la misma persona, entiéndeme, sino que había algo en ellos que los hacía, de alguna manera, más que parecidos, equivalentes. Primero no dijo nada pero al rato dijo que eso era cierto, que en el fondo dos personas así tenían que ser la misma persona. Luego dijo algo que no supe si debía entender literalmente o como una especie de metáfora. Dijo que así como Rainer Enzensberger me había torturado a mí, del mismo modo el coronel Bennett había torturado a Hilda, durante años. Y también a él, a George, de otra manera”. Las víctimas y los victimarios son una repetición de lo mismo, extienden hasta el infinito instancias del horror, cadenas de crímenes y abusos que son una multiplicación de los mismos hechos infames. Esta repetición infinita, para George, representa la amenaza de compartir una naturaleza vil transferida a él por su padre, pero no se trata sólo de una repetición que esté latente en la sangre, pues la figura del padre de George encuentra equivalencias en otras personas, como Rainer, que no pertenecen al circuito cerrado de la  familia. La idea que acosa a George es entonces la de la repetición infinita del mal, más que la de la herencia de padres a hijos. Mientras observa la entrada a la prisión subterránea con Raymunda, esta le dice “… che, tu padre de verdad está en todas partes”. El coronel Bennet representa una presencia del mal como algo de lo que, como se repite infinitamente, es imposible escapar. Lo verdaderamente ominoso del coronel Bennet o de Rainer o de los muchos otros criminales que aparecen en la novela no es la psique individual y retorcida de cada uno, sino que todos ellos son una reiteración, son figuras de la misma maldad, cuyas instancias no parecen cesar nunca y forman un círculo alrededor de George que se va cerrando poco a poco.

La maldad como algo que aparece bajo diversas máscaras en diferentes tiempos y lugares conduce a la tercera idea que poco a poco echa raíces en la mente de George: el mal como una fuerza trascendente que cruza la Historia. En una larga discusión con varios asistentes a un café, George discurre sobre cómo el nazismo tuvo antecedentes importantes en Chile. Habla de políticos apasionados por un mito según el cual los incas eran una suerte de pueblo ario de sangre pura. Esta anécdota, que bien podría tratarse de una curiosidad histórica, adquiere dimensiones mucho más espeluznantes con la participación de otros personajes. El Murciélago, un músico al que George conoce después de un concierto, habla sobre cómo se inspiró para componer una pieza a partir de la experiencia de observar atrocidades en su pueblo natal: “Decidió que la pieza se iba a llamar El horno, así le puso. ¿Por qué?, pregunta George y piensa: porque después de leer todas esas cosas el Murciélago tenía la idea de que su pueblo y los hornos de los campos de concentración eran de una misma máquina, una misma maquinaria malévola que aparece y desaparece en diversas partes del planeta cada cierto tiempo, una misma bola de fuego negro que va aniquilando al mundo de a pocos”. El Murciélago había leído sobre diversos genocidios y masacres a lo largo de la historia. Las persecuciones políticas que se cobraron víctimas en el pueblo del Murciélago, piensa George, eran equivalentes a las muchas incontables víctimas que a lo largo de la historia han padecido la violencia de esa «maquinaria malévola», que no es claramente el Estado o la guerra o la intolerancia, sino una vaga y omnipresente idea del mal. El hecho de que en Chile hubiera habido nazismo antes que en Alemania no es entonces una mera curiosidad histórica, sino la confirmación de que el mal es una suerte de espíritu universal que recorre el tiempo y el espacio consolidando fábricas de muerte.

En la conversación en el café, después de que George habla de los nazis chilenos, un hombre hace una declaración todavía más explícita: “El problema es que la derecha latinoamericana nunca ha matado a todos los que tenía que matar: ese es el problema. […] Hitler quiso resolverlo. Cómo matar a todos los que tienes tienes que matar. Es necesaria eficacia. Hacen falta muchas máquinas, un sistema, una metodología, un desagüe, innumerables alcantarillas, hay que ser sagaz, inventivo, hay que ser un artista de la muerte. Hitler mató a diecisiete, a dieciocho millones. Debió matar a cien millones, el mundo sería otro. Pero no dejó de matar porque quisiera, él fue el único que sabía que había que matarlos a todos. Él sí sabía”. La idea del mal no solo indica una presencia repetitiva en la Historia. Aquí se manifiesta como un deseo absolutamente nihilista. Y aunque esa declaración no la hace George, surge directamente como respuesta a su largo discurso sobre los nazis chilenos. El entusiasmo de George por este tema de algún modo despertó en uno de los escuchas el deseo de exponer su interpretación del Holocausto. Esa persona, a quien el narrador se refiere como “El Hombre que Estudia el Mapa de Polonia” resulta ser un sobreviviente de los campos de concentración. Cuenta el relato de cómo los nazis lo redujeron a la más completa degradación y cómo terminó trabajando en “abrir y cerrar una puerta, una puerta de metal, la gente entraba por esa puerta, nunca salía, todos entraban, nadie salía, yo abría la puerta y cerraba la puerta. La otra parte de mi labor era impedir que se colaran los perros. No había que gastar gas en los perros”. El hombre, un judío, una víctima, terminó trabajando para sus victimarios y, orillado ya a la más completa alienación, no solo era incapaz de darse cuenta de lo que estaba haciendo (cerrando las puertas de las cámaras de gas), sino que incluso, por su discurso sobre Hitler y los asesinatos, parece haber desarrollado algún tipo de interpretación que explica y acepta los actos del dictador alemán. El discurso de George ha convocado a alguien quien piensa que el exterminio total es un camino coherente (“él sí sabía”) incluso después de haber sufrido las peores vejaciones. El discurso de George, al representar el mal como algo que atraviesa la historia y se transporta por diversas épocas y geografías, lo asume como natural, como un hecho incontestable que acontece no porque haya personas responsables sino simplemente porque así son las cosas. Esa concepción del mal resuena en El Hombre que Estudia el Mapa de Polonia porque su alienación también lo ha llevado a asumir que el mal y la muerte son algo natural o incluso deseable. Si uno asume que el mal es un hecho natural de la Historia, parece decirnos la presencia de este hombre, el próximo paso natural es tratarlo como algo enteramente banal, tan banal como el simple acto de abrir y cerrar una puerta.

Frente a este panorama mental, la angustia y la desesperación se apoderan poco a poco de George y lo llevan a acometer una tarea desesperada. Está decidido a no aceptar que el mal es algo natural o que todos los crímenes sufridos por gente que ha conocido vayan a quedarse sin pagar. En la mente de George, la lucha contra el mal ya es su prioridad absoluta. Su moral es, como él mismo lo piensa luego de matar por primera vez, la de un profeta o la de un redentor: “Se pregunta cuántas veces tendrá que cortarle las alas al Ángel de la Historia y escucha una voz que le dice: tantas como sea necesario”. Su campaña contra el mal ha asumido un carácter mesiánico. No puede quedarse de brazos cruzados frente a la omnipresencia del mal, debe combatirlo. Quizá temiendo degradarse hasta la más baja enajenación, como sucedió con El Hombre que Estudia el Mapa de Polonia, decide que debe actuar, que es inaceptable permitir que el mal ande en libertad. Es urgente para él aplicar un castigo, destruir a su enemigo, el torturador, el violentador, el nazi, el asesino. Su tragedia es que, cuando pretende por fin castigar al culpable, se equivoca de persona. Su existencia será, a partir de entonces, una triste comedia. Él nunca descubrirá su error, permanecerá en la inconsciencia: vivirá para siempre en sus prisiones mentales.

La historia de George es la historia de quien, urgido por la omnipresencia del mal a tomar partido y castigar al enemigo, se convierte él mismo en un victimario, asesina a un inocente. La violencia se reproduce una vez más, cierra otro anillo en su infinita cadena de desgracias. Vivir abajo es una novela sobre la moral y el problema del mal. ¿Qué hacer frente al mal? El peligro más acuciante del mal no es la amenaza que este representa como fuerza que causa estragos en la historia, es decir, como violencia que amenaza con cobrarse víctimas gratuitas en el presente como lo ha hecho en el pasado. Su peligro más grande es que seduce indirectamente a quien se declara su enemigo a adoptar una moral unilateral y absoluta, a convertirse en un vicario que se arroga derechos que no le corresponden. Como dice el coronel Bennet al final de la novela: “… la reconciliación no existe. Solo existen las cadenas perpetuas”. Semejante vicario desplaza cualquier oportunidad de recomponer lo que la violencia ha roto. Su destino, como el de George, será llevar un paso más allá la infamia.

No debe pensarse, sin embargo, que la novela defiende este punto de vista como una enseñanza. Si bien hay una clara consciencia de cómo la moral de George cae bajo sus propias contradicciones, jamás ello se nos enuncia como una moraleja. La novela no es pedagógica. La claridad con la que desentraña el triste destino de George se fundamenta más bien en una hábil estructura narrativa. El relato se desarrolla en cuatro partes principales. La primera narra el asesinato cometido por George tal como el narrador ha llegado a entenderlo en el orden de los hechos. Ls segunda parte es el testimonio de la señora Richards, quien conoció a George cuando este era joven y vivía en Maine, antes de su viaje a Sudamérica. La tercera parte es una reconstrucción de dicho viaje contada por el narrador de la primera parte, pero solo a partir de información que el propio George proporciona en cartas. La cuarta parte es también un testimonio, el del coronel Bennet. La dispersión en cuatro puntos de vista a su vez contiene en su interior muchos otros relatos, contados por varios personajes. El resultado es una confluencia de discursos que son muchas veces ambiguos o contradictorios. En varias ocasiones, aunque un relato individual por sí mismo sea interesante, no es claro por qué se lo cuenta justo en esa parte de la historia. Hay dispersión y fragmentación. Las relaciones entre los relatos, aunque no explícitas, sugieren la necesidad de una interpretación, de encontrar un camino implícito que otorgue unidad al conjunto. El efecto de esto, sin embargo, es paradójico: la unidad solo hace acto de presencia como fantasma, como débil espectro que anuncia una realidad completa para inmediatamente sustraerla. La verdad es más simple: no hay coherencia, no hay unidad entre los relatos porque sin su dispersión no conoceríamos la verdadera historia de George. Parte de la verdad de George es que su existencia, a diferencia de la moral absoluta que asume como misión fundamental, no es unilateral, no conduce a un fin único, no se agota en un solo sentido. Al contrario, es, como el verso de Eliot, un montón de imágenes rotas. 

Que la novela descarte notoriamente univocidad del relato es mucho más que un prodigioso juego narrativo. Bien puede encontrarse una razón de ello en lo que piensa el coronel Bennet casi al final de la novela: “La tortura produce sentido, genera historias, ficciones, la mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo. Los miles de torturados del planeta, imagínenlo así, los miles o millones de torturados del planeta inventan miles o millones de historias que se entretejen, forman un haz de historias, un haz tupido de historias vinculadas, que no se refieren a nada real o se refieren a la realidad débilmente, pero que sí se refieren, en cambio, unas a otras, o a un mundo que es producto de ellas. Millones de historias los interrogadores de todo el mundo deciden aceptar como reales, a pesar de que saben que son ellos quienes han forzado su existencia. Es como si debajo del relato real (la Historia) creciera ese otro relato complejo y soterrado, una historia paralela hecha de mentiras”. Los relatos que nacen den ejercicio de la violencia son una mentira porque responden no a la realidad sino al deseo de la fuerza, a lo que los torturadores quieren que el torturado diga. El relato que se emite en esas circunstancias es un relato vacío, sin referente, decididamente fantástico. La violencia crea discursos que son como alucinaciones, que cubren de niebla la verdad simple de las cosas. El mundo de la violencia, entonces, no puede ser otra cosa que un paisaje borroso, cruzado en varias direcciones por relatos consistentes en su interior pero inconexos con el exterior. Lo peculiar, sin embargo, es que ningún relato producido directamente gracias al uso de la fuerza sería capaz de dar cuenta de este panorama en su conjunto. Los relatos de los torturados son ficciones porque no dan cuenta de la verdad, de las injusticias, miserias y abusos que de hecho suceden en el mundo. Enmascaran esas contradicciones con cuentos en los que hay un sentido claro, una finalidad indubitable. No hay ambigüedad en ellos, muchos menos duda o escepticismo. Los relatos que nacen del ejercicio de la fuerza son unilaterales porque sirven a un voluntad ajeno que desea conducirlos a cumplir un propósito específico. Solo cuando esos relatos se colocan lado a lado, se acumulan, se comparan y adquieren la suficiente densidad como para que notemos cómo se  distancian de la realidad, solo entonces su verdad se hace patente, pero de modo indirecto. El torturado no puede incluir su tortura en el relato producto de ella. La fuerza que determina un discurso jamás se explicita en el discurso mismo. Es necesario colocar ese discurso junto a otros, proponer una síntesis ahí donde parece que no la hay, sugerir que algo se esconde en los intersticios y suspender la aceptación, muchas veces inconsciente, de la unilateralidad para preguntarnos por qué cuando todo parece tan claro y tan obvio quizá estemos sumergidos en un sueño, quizá estemos viviendo en fantasías ajenas que ya ni siquiera podemos reconocer como tales. Eso es lo que hace Vivir abajo con su estructura narrativa: intuye que los laberintos mentales en los que se encierran aquellos que asumen una moral absoluta frente a los males del mundo son el resultado de la imposibilidad de romper con el sentido de su propio relato, aunque este sea absurdo o decididamente falso. Así, nada resulta más lógico y necesario para George que vengar la violencia con el asesinato de un hombre malvado. Sin embargo, su fantasía es ya tan poderosa que se interpone entre él y la realidad: toma por uno a quien no lo es.

Si la moral es un asunto de tomar partido, estar con los buenos y actuar en consecuencia; la relativización de la que es capaz de la literatura, junto con su habilidad para sugerirnos la suspensión de la certeza y la importancia de ver la moral como un problema antes que como un deber inmediato, debería considerarse como algo decididamente inmoral. Sin embargo, novelas como Vivir abajo nos recuerdan que la moral no es solo estar del lado de los “buenos”, porque entre creer que estamos del lado de los buenos y de hecho estarlo hay un salto, una discontinuidad, un vacío que entraña un peligro muy grande. Podemos intentar hacer un puente para cruzar ese pequeño abismo: “Cuando eres joven […] crees que eres una especie de arquitecto que construye puentes para que la gente los cruce, para que la gente vaya del lugar desolado donde vive a un lugar lleno de vida donde se abolirá la desolación. Con el tiempo, te das cuenta de que no es así. Los puentes que construyes son, inevitablemente, demasiado frágiles. Se rompen apenas alguien trata de cruzarlos”, reflexiona el coronel Bennet al final de su vida. Sea cual sea la idea del bien, lo bello y lo verdadero que defendamos, algún día descubriremos que lo que creamos que es eso tal vez no lo sea. Y quizá entonces nuestro destino, como el de George o el de su padre, sea persistir en una mentira porque no nos queda nada más. Es una posibilidad terrible. Pero es también una posibilidad real. A menos que creamos que no hay tal cosa como el desengaño en la moral, una verdad como esa cala hondo. ¿Qué haremos cuando lo que creíamos correcto se muestre incorrecto? ¿Qué haremos cuando descubramos que lo que pensábamos bueno era malo? Estas preguntas, que ningún efecto tendrían en quien asuma con entera certeza la corrección de su moral, no son vacías. ¿Qué hacer cuando ya no sepamos qué es el bien y qué es el mal, quiénes son Dios y el Diablo? Para un moralista, destituir la distinción entre lo correcto y lo incorrecto es un límite difícil de cruzar, pues sin esa distinción poco propósito queda a su labor. Para la literatura, sin embargo, quizá es el único límite que vale la pena cruzar. Al fin y al cabo, ¿no es cierto que primero existimos y solo después decidimos que algo es bueno o malo? Si esperamos que la literatura atienda ese fondo vital en que la existencia experimenta la moral como un problema y no como umn dogma, es un límite que vale la pena cruzar, es un abismo que invita a que extendamos un puente sobre su oscuridad.

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