Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Guillermo Aguirre, Un tal Cangrejo, Sexto Piso, Madrid, 2022, 494 pp.


Usted se encuentra en la barra de un bar esperando a que alguien llegue. Al arribar, su amistad dice haber visto en la calle a cierto fantasma del pasado que ambos comparten. Comienza a relatarle una historia del colegio, de cuando el ardor de los primeros cigarrillos y las peleas que les han dado ciertas cicatrices. Usted navega recuerdos borrosos. Vamos, ¿cómo se llamaba…? El tal, el tal… Ya con la espuma que les ha enjuagado el paladar y la lengua más suelta dan con el nombre de fulano. Algo así sucede con el protagonista de Un tal Cangrejo, un adolescente con ese apelativo al que rememoran y van reconstruyendo, cada uno a su manera, los demás personajes de la novela de Guillermo Aguirre (Bilbao, 1984). La obra le traerá al lector sonrisas, episodios bruscos y un reflejo incómodo, por realista, de la violencia que conlleva ser adolescente en cualquier lugar y época, así como los miedos de crecer, la paternidad y las agrias añoranzas.

Es Un tal Cangrejo la cuarta novela de Guillermo Aguirre y la de mayor paralelismo autobiográfico. En ella conviven las dudas y las respuestas, fallidas y acertadas por igual, que despierta la adolescencia al mirarla por el espejo retrovisor empañado de nostalgia. La casa editorial de Aguirre describe así un tramo de su juventud: “Abandonó los estudios a los catorce años y se dedicó a la venta de objetos de segunda mano, a repartir propaganda y a poner copas”. La misma descripción se podría usar para Cangrejo, un doble del autor. Aguirre recibió en 2010 el XV Premio Lengua de Trapo de Novela con Electrónica para Clara. En 2013 publicó Leonardo (Lengua de Trapo), a la que siguió, en 2016, El cielo que nos tienes prometido (Demipage). Es en los huecos entre estos hitos donde se ha forjado Un tal Cangrejo. El autor relata en la sección de agradecimientos que este se gestó hace una década y fueron varios los años que necesitó para corregirlo. En este último proceso recibió ayuda de Juan Gómez Bárcena, otro autor que hemos reseñado en Criticismo (https://criticismo.com/ni-siquiera-los-muertos/) y de quien creo percibir algunas huellas en el texto, sobre todo en algunas descripciones de fantasías históricas que Cangrejo se permite de vez en vez.

La novela se sitúa en Bilbao, casi al final del milenio pasado, con el despertar adolescente del protagonista durante la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Cangrejo se ve obligado a reaccionar ante un mundo que avanza rápido, por ejemplo, con nuevas formas de convivir con la ciudad, la tecnología y las drogas sintéticas, y que en otras ocasiones parece inmerso en lo mismo, con viejas rencillas políticas o la quietud de las plazas adormiladas bajo una brizna de lluvia. El libro funciona como una Bildungsroman picaresca, donde los golpes valen igual, o tanto más, que la posible lección aprendida. Ambos, personaje y autor, descienden de padres divorciados y ausentes —la madre, por ser una profesora dedicada a darle una buena vida, y el padre, por haberlos abandonado—, comparten la propensión por las Letras, así como el asombro por los estandartes y las armas del campo de batalla de la juventud.

La novela arranca cuando Cangrejo lleva a su mascota a pasear por la plaza de la Casilla. Ahí se topa a un grupo de jóvenes conocidos: Cuco, Kikón, Frodo y Zoraida, esta última ya con un bebé. A pesar del diferencial de edades y obvias fuerzas (ellos tienen dieciséis años y Cangrejo doce), una leve interacción les está permitida porque Toni, un vecino de Cangrejo, es amigo en común. Pintxo, su buen can, olfatea peligro, pero la curiosidad y las ganas de parecer algo más, algo mayor, hacen que Cangrejo se les acerque, tímido, con la excusa de entregarles los cigarros que suele hurtar de su madre. Por un instante, parece que la suerte y la verdad le son reveladas. Zoraida le dice que le queda bien el cigarro en la boca, aunque sea la primera vez que fuma, y luego lo lleva aparte para que el menor sienta por primera vez la peludez, la humedad y el olor bajo la bragueta de la chica. Cangrejo piensa que ese es su destino, “hundirse en los vaqueros de Zoraida”, y que ha nacido para ese rastro en sus dedos, el de ella y el de la nicotina. El brío por lo desconocido empuja constantemente a Cangrejo.

El narrador plantea la ruta crucial de la novela desde esa primera escena del libro, con el perro y los mayores. Nos dice que esa noche se reunieron todos los elementos “que con el tiempo serían importantes: traición, deseo, frustración y poder” y que luego harán que Cangrejo llegue “siempre tarde y mal a los sucesos”. La andanada indirecta, de costado, y la remembranza de los ciclos constituyen, para mí, el principal dínamo de la obra, para un intento de máquina cuyos desequilibrios de peso, potencial, o en este caso, de encadenamientos y sinos, hacen creer que el movimiento perpetuo se puede lograr. De ahí que el mote del tal Cangrejo, Grejo, Pinzas, entre muchos otros, me parezca tan apto. El protagonista avanza y se retrae, planeando sus siguientes pasos, y lo que disfruta hoy le cobra factura mañana. El muchacho acaba a menudo en el mismo punto de donde partió, pero con más rasguños y moretes. Sucede así cuando Grejo comienza a trazar estratagemas para hacerse notar y proteger por aquellos más poderosos que él, cuando busca sus primeros encuentros sexuales y cuando lleva la vida a sus últimas consecuencias.

Cangrejo y su generación son parte de un experimento social involuntario al atravesar por el modelo de la ESO en Bilbao. Ignorados por sus padres y por el sistema educativo en un periodo de conmoción del País Vasco (crecer le duele también a la ciudad), los jóvenes de la época terminan por imponer sus propias jerarquías, prejuicios y violencia a las calles donde se crían con supervisión mutua. El patio del recreo en el insti, la plaza y la kalea son los espacios donde el universo de Cangrejo, Benito, Jotacé, Sabrina, el Persa, y muchos otros más, se desenvuelven. La anarquía de estos sitios, insignificantes para los adultos, logra nivelar a las pandillas de pupas, al menos por un tiempo. Para las crisálidas, todas de la misma especie, hay una carrera por brotar e importa poco si se es hijo del ararteko (defensor del Pueblo del País Vasco), de algún revendedor de drogas o de profesores, como lo son los clasemedieros de Cangrejo y Guillermo Aguirre.

En la calle, los golpes, las decepciones y la urgencia calan por igual. Cangrejo, que empieza como un seguidor de Jotacé, el más fuerte y vivillo del grado, se vuelve pronto un líder moral de su banda al ser más listo e imaginativo que los otros. Avispado, temprano recibe la epifanía: “supo que madurar no era cambiar por dentro sino aparentar por fuera”. Con ello, Aguirre nos coloca bien en los zapatos de los chicos al recordarnos cómo se siente querer vivirlo todo por primera vez, con consecuencias dispares y las resultantes ganas de sobrevivir. Benito, o Beni el gato, uno de los mejores amigos de Grejo dice de él que fue el primero en ver el truco, como en la cárcel, en donde “para dejar de estar en peligro lo mejor era meterse con los malos para hacerse notar”. Por tanto, Cangrejo busca refugio en el riesgo, aunque esto pueda traer la destrucción de amistades y vidas. Su timidez y hasta cobardía privada son compensadas por bravuconadas en público que sus amigos siguen, alaban y recuerdan por años.

Grejo es consciente de su dualidad, de querer esconder su propio sentimentalismo infantil, ante la aparente demanda de hombría que su entorno anuncia. Por ejemplo, debe suprimir un intento literario temprano cuando escribe su primer panfleto sobre Jotacé, ganando una golpiza y un futuro aliado. Tarde o temprano las Letras podrían salvarlo. Cangrejo procesa lo sucedido como un teatro necesario de la vida en donde “una cosa es perder y otra fracasar”. Por otro lado, idea todo tipo de artimañas motivado por fantasías sobre el cuerpo de Sabrina, la novia-ninfa de Jotacé. Cangrejo teje y esconde la mano, aprovechando que cada uno de los que le rodean está sumido en su propio dolor. Lo hace llevando lo que yo percibo como una especie de contabilidad de lo cotidiano: el porcentaje de los padres de su generación que son divorciados; intentos de felaciones y besos negados; las notas del colegio; las culpas del perro, Sabrina y la propia. Como pasa con cualquiera, los cálculos sirven para ponderar sus posibilidades de seducción, los esfuerzos que ha de dedicarle al enésimo curso escolar al que se inscribe, la fuerza centrífuga requerida para escapar de la estación donde se encuentra o el arrepentimiento ante la sangre regada.

La novela nos lleva a recorrer los momentos de asombro ante cualquier circunstancia nueva y el desencanto de la rutina. Lo que para un chico parezca osadía a alguien mayor le sonará pueril. Nos acostumbramos al paso del tiempo y es solo viendo hacia atrás que notamos que hemos vivido. La primera borrachera de Grejo y un amigo se vive en calzoncillos, porque “no teníamos sentido del ridículo”. Después, con la edad, ellos se sienten más irritables o responsables, “pero al principio… aquellas ideas nos abrían puertas a cosas que no habíamos hecho antes”. Aguirre es hábil retratando esos pequeños cambios o evoluciones conforme llega la marea de la adultez. En el libro, los diálogos de adultos suenan a pitidos incomprensibles para los menores. Sin embargo, es en la adultez cuando llega el silencio, el silencio que se interrumpe con el ruido de huesos quebrándose, el llanto solitario y los gemidos en el sexo.

Uno de los atributos más interesantes de Un tal Cangrejo es su estructura interna. El libro se compone de tres partes: Paraíso y tentación; Caída; Promesa de redención. Como en novela caballeresca, cada una de las partes tiene ingeniosos subtítulos que el propio Cangrejo podría haber escrito, con su ensoñación sobre héroes medievales y doncellas que podría haber puesto en peligro. A su vez, el libro se relata desde tres perspectivas-mecanismos intercalados. El primero narra los hechos conforme le suceden a Cangrejo, dejando ver sus intenciones y sabiduría adquirida en el camino. La segunda narración sucede en el presente, donde existe suficiente tiempo y distancia entre los personajes y donde las memorias colectivas se complementan y contradicen. Esta perspectiva es relatada como un documental televisivo, donde los amigos más cercanos, sus padres y madres, incluida la de Cangrejo, son entrevistados. El ejercicio es refrescante y ayuda a dosificar la historia principal, que se detiene en cuanto Cangrejo se vuelve adulto. Somos parte de la confesión del miedo que sintieron los personajes al enfrentar los primeros trabajos y la paternidad, el mismo temblor de la carne y el intento de dar sentido a un torbellino que aún los atraviesa. Esto, claro, con el tono humorístico que dan los paneos figurados del narrador sobre las habitaciones y los personajes, con sus muebles baratos, el cigarrillo que demuestra coqueteo en una mujer y aprehensión en otra o las irrupciones en escena de los nietos, tan inesperados como los hijos. Cangrejo es la excusa de las revelaciones, pero el autor logra hacernos pensar que bien podríamos caber en una de las escenas de este numero, con nuestras frustraciones, mediocridad y logros a cuestas.

El último mecanismo es el relato desde la ciudad. Es decir, aquí un Bilbao o un coro difuso nos hablan en primera persona sobre los recuerdos y lamentos de la época. Tales extractos atmosféricos son más breves que las narraciones de las otras dos perspectivas, con una longitud de dos o tres páginas a lo mucho, pero creo que sus recursos fueron más inconsistentes. Acierta cuando revela, sin sobrexplicar los detalles, un Bilbao y un País Vasco donde el dolor y el miedo surgen de las grietas, con la tensión del silencio por lo que no debe hablarse, como la política, el terrorismo y los enemigos, aunque desde un inicio se declara que la política es ajena a los chavales. En otras ocasiones, me pareció que ciertos intentos por ambientar o demostrar la omnisciencia de la ciudad y su coro generacional eran innecesarios. Por ejemplo, “Corren los noventa…”, dice en el capítulo 5 y repite “Vivíamos en Bilbao y no éramos los adolescentes de cualquier lugar, éramos el Bilbao de los noventa”, en otro capítulo de la segunda parte.

El autor gusta de la estética y los recursos televisivos y digitales (cita a menudo escenas de la obra de J. R. R. Tolkien en lo que parece su versión cinematográfica), por lo que me permito comparar el trasfondo de su novela con el de la serie Derry Girls (escrita por Lisa McGee, 2018) en la que un grupo de alumnas de colegio católico hacen su vida en Irlanda del Norte en un momento previo al Acuerdo de Paz de Viernes Santo (1998) que trajo fin al conflicto étnico. Para ellas el IRA es un elemento más del fondo en las complicaciones de la adolescencia, como puede ser ETA en el decorado del teatro de Cangrejo y sus amigos. La guerra, removida y exportada de nosotros, es consumida por televisión. En el libro se menciona más seguido la Guerra de Iraq, a Chernóbil y al hongo nuclear, que la posible violencia en el entorno de Cangrejo; en otra ocasión, por los tratos que requieren cierto negocio de un Cangrejo temerario con algunos mexicanos, le llevan a él y a sus amigos a declarar que sería “chido morir como en un corrido”.  Desconozco qué tan popular sería la música bélica mexicana en Bilbao en el pasado, pero creo que es un guiño a las discusiones de Aguirre y Gómez Bárcena, autor que ha vivido en el país de los aztecas.

La novela construye para un cierre inesperado. Al final, no hay buenos y malos, al menos no entre los personajes a los que les hemos tomado cariño. Solo pasan, como hemos pasado nosotros, a sentarse en el parque bajo la lluvia. Somos y hemos sido el chaval que pasea a su cachorro, como también hemos sido los mayores del parque, los potenciales padres sorprendidos y los eventuales entrevistados y entrevistadores. Deja un gusto como de historia de Glory Days de Bruce Springsteen con la prosa auténtica de Guillermo Aguirre. A quienes tomen mi recomendación de leer Un tal Cangrejo les sugiero repasar el primer capítulo cuando hayan terminado; aunque es un libro escrito para un arco, yo creo que es cíclico. El futuro es impredecible y en veces solo podemos profetizar el pasado. Recuerdo que, en el Tarot de Marsella, la carta de la Luna ¾el arcano XVIII¾ es representada con un crustáceo, las torres de una ciudad, el agua y unos canes. La novela comienza diciendo: “Aún años más tarde Cangrejo continuaría pensando que la culpa de todo la tuvo el perro”. Así que ahora, lector, ¿podrían usted y su amigo, apostados en la barra del bar, adivinarlo todo sobre Un tal Cangrejo?

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