Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Valeria Tentoni, El color favorito, Gris Tormenta / Universidad Veracruzana, Querétaro, 2023, 136 pp.


Empecé a leer el libro de Valeria Tentoni, El color favorito, entusiasmado por la admiración al trabajo de la autora en el blog de Eterna Cadencia. La labor editorial que ha hecho esta autora argentina es admirable y Eterna Cadencia es una de las editoriales que me deslumbran. Tentoni es, además, poeta y narradora: asunto de otro momento. Pero decía que empecé entusiasmado a leer el libro, y el prólogo-carta de Daniel Saldaña Paris me impacientó, incluso me puso de pésimo humor, porque no entendía todos esos circunloquios, y hasta pensé que, en lugar de leer, debía escribir un texto que se titulara “Contra los escritores profesionales”, recordando aquella ácida y punzante colección de Tumbona, editorial también admirable a la que tanto se extraña. Pensé en saltarme el resto del “Prólogo. Carta a una amiga”, pero esa proterva manía mía de querer leerlo todo me obstaculizó para brincarme las varias páginas de palabras que no dicen nada, cuando de repente el propio Saldaña me dio la razón, casi me consoló, diciendo: “Con esta larga parrafada, un tanto confusa…”. Yo añadí en mi mente: totalmente confusa, ¿no hubo editor que revisara esto? Pero recordé que es un libro de Gris Tormenta, la editorial más joven y que más admiro en México. Seguí leyendo palabras que no decían nada y llegué a otras del autor de El nervio principal: “… me parece que debería entrenarme un poquito más en el silencio y la contención antes de volver a escribir incluso un prólogo”. Y me di cuenta que Saldaña se había dado cuenta de que estaba haciendo un texto pésimo y que en ese “poquito” se escondía la vergüenza de un niño que cree cometer un error, o un adulto que se infantiliza y empieza a utilizar los diminutivos. Y francamente dudé en seguir leyendo. Pensé que si editor y autora habían dejado pasar un texto tan malo, escrito tan a fuerzas, con tanto “profesionalismo”, ahí era momento de parar, y mejor lo dejaba antes de que la ilusión primera se convirtiera en decepción.

Y de repente la luz, el temblor. Ese relámpago que surge de la verdadera escritura, del escritor que lo es incluso a su pesar. Del que se estremece y duda. Del que publica escasamente porque siempre revisa de más, porque vacila. Y leo a Tentoni citar a D. T. Suzuki en la primera página, y poner un epígrafe de Lao-Tse que cae como el rayo: “¿Quién se convierte alguna vez en un buen jinete por hablar de caballos?”. Y Tentoni, entonces, empieza a hablarnos de su experiencia “ecuestre”.

En un primer momento uno supone estar leyendo una reflexión sobre el arte de entrevistar, pero conforme avanza se da cuenta que realmente es una reflexión sobre la literatura y la vida, sobre el escritor y la escritura, sobre el arte de escribir y de vivir. Tentoni hace analogías de las preguntas y las entrevistas con el mundo natural: “Una pregunta es como un animal marino que se abre y se cierra, una medusa”, “la pregunta es una linterna de luz impropia, una luna antes que un sol”. En varias ocasiones, desde la primera entrevista que realizó, ha preguntado siempre por el color o por la música, pero básicamente por el color. El mundo literario de Tentoni es el mundo natural, el que tiene color, sonidos, texturas y gustos. Es, por otro lado, la entrevistadora más honesta que he leído:

¿Transcribir una repetición, una torpeza o un furcio sería digno de lealtad? ¿Y a quién le debo mi lealtad, después de todo? ¿A los lectores? ¡A los entrevistados? ¿A la belleza? ¿A mí misma?

¿Puedo traicionar a la lealtad en nombre de la belleza?

¿Debo entregarlo todo o puedo quedarme con un poco?

La autora sabe, junto a los sabios orientales, que uno es solo el que puede ser en este momento y que jamás podrá serlo otra vez. Que al siguiente paso o tecleo ya es otro. Pero también sabe que uno no es otro: “Uno es el que no es, porque después de un tiempo ya va a ser otro”.

Tentoni anda a tientas antes de caminar. Las primeras páginas son una reflexión amplia del paisaje que es la literatura, pero poco a poco se va deteniendo en el asombro de la noche, en el riesgo, en situar sus propios cipos, sus motos, sus mojones particulares: “Otras veces, simplemente, crece un silencio. No es un momento de quietud. Es, por cambio, el momento del temblor, el momento de aferrarse al marco de la puerta”. La guerra y la paz. La tempestad. El crimen y el castigo de todo escritor que Tentoni tiene bien graduado, aunque a veces quiera parecer inocente.

El color favorito no está dividido por capítulos nominales, sí lo está por simples apartados (¿dudaría Tentoni en poner nombre a las secciones?). El segundo es a donde nos descubre al maestro, a su maestro. Cuando ella “todavía no sabía quién era”, cuando era una “súbdita adolescente”. Para la fortuna de quienes la seguiremos leyendo, seguramente mucho de eso quedará en ella, porque cuando un escritor se siente escritor, cuando un escritor empieza a hablar de sus textos como “su obra”, cuando un escritor no sabe lo que es tener un maestro, ni ha sentido la infinita pequeñez que se siente frente a quien uno admira, lo diminuto que es adentro de una biblioteca…, quien anda por la vida sin ver el paisaje, sino que se engolosina con sus pies, su cuerpo, su rostro, quien hace de la selfie su espacio litúrgico, su altar, ese ya no es escritor, sino un dios de sí mismo, el que solo escucha una voz que le dice: “Esto existe porque estás tú”.

No podría decir que este un apartado central, pues cada sección tiene un color diferente y lo mueve otro ritmo. Pero en este vemos a la autora más niña, más sorprendida, más llena de dudas y más inocente (algo o alguien que no daña, que no es nocivo, que está libre de culpa): “Mi maestro, ese día, me regaló una duda”. Si me dicen que esa línea, que es de Valeria Tentoni, la escribió Lao Tse, Suzuki o que viene de El arte de la paz de Morihei Ueshiba, se lo creo: “Mi maestro hacía cosas que ni siquiera sabía que podían hacerse, no solo en los libros, sino en ningún plano de la existencia, planos que por otra parte se iban multiplicando y superponiendo conforme avanzaba en leerlo y escucharlo. Es más: por entonces, yo no sabía que se podían hacer cosas así, ni siquiera en los sueños”.

Llegué a una parte del libro en la que no podía detenerme, leía e iba escribiendo en mi cabeza lo que quería yo decir sobre El color favorito, e hice algo que jamás había hecho: abrí un archivo y empecé a escribir mientras leía porque sentía que todo se me iba a olvidar, que solo me iba a quedar con la sensación que dejan los grandes libros, pero de los que bien a bien no sabe uno decir de qué tratan o por qué son tan fuera de este mundo.

En este apartado dedicado a su maestro (que en realidad es a la literatura y a los libros), dice Tentoni: “Dentro del libro yo ya no era yo. Esa libertad total me pareció invencible, el bien supremo de la lectura”. Esa sensación me provoca este libro, una suerte de libertad adolescente, que nada la vence; aquellos momentos mozos en los que leer era realmente vivir: cuando ese uno desaparece y es ya otro gracias al autor y al libro. Este libro es lo que es y no podría ser otro. Así son los libros verdaderos.

Cuando hemos traído la polarización de las redes sociales y de la política a nuestra vida diaria, a nuestras lecturas y nuestros intereses, leer a Valeria Tentoni es una de las maneras más bellas de enarbolar el sentido crítico hoy tan denostado, tan poco usual y tan acomodaticio. En una época en la que todos están leyendo los mismos libros, la aparición de El color favorito abre una enorme puerta hacia la literatura.

Siento que podría escribir sobre cada página de este libro, porque en cada una de ellas hay mundos que se sumergen en los pensamientos propios –en los de cada lector–, que lo llevan a revivir a través de estas páginas sus propios mundos. Cuando llegué –en poco rato que fue muchísimo– casi al final del libro, el “No” del maestro ante la pregunta de ella, justo el último día que lo vio, fue un golpe en el pecho. Estaba yo tirado leyendo y me incorporé. Cuando un libro hace reaccionar a tu cuerpo, de una manera u otra, es que ahí hay literatura.

Terminé de leer el libro y quedaba una página más: “Nota de la autora”. Me desilucionó, porque yo sabía quiénes eran algunos de los escritores a los que había hecho alusión sin mencionarlos. Porque yo quería ser el dueño del secreto. Porque yo sabía quién era el pianista y quién empujaba la silla de ruedas de su maestro. Porqué quizá la misma Tentoni fue quien publicó ese texto hermoso de Selva Almada, en la página de Eterna Cadencia, sobre Lai. Porque quería El color favorito solo para mí, ser su único lector, porque Tentoni había escrito este libro solo para mí. Y entonces me sentí como Reger, ese personaje de Thomas Bernhard, y me dije: “Pues si ya descubrió todo a todos, ¿por qué no les dice a los demás que la obra de su maestro a la que se refiere es Los sorias? ¿Por qué no lo mencionó? ¿Porque así como quería yo El color favorito solo para mí ella quiere solo para ella Los sorias?

Y entonces, al terminar de leer El color favorito, entendí el prólogo de Daniel Saldaña Paris y me regresé a leerlo: al terminar este pequeño volumen uno quisiera ser el autor al menos de un fragmento, haber vivido lo que ella vivió y escribirlo como ella lo escribe. Tener la luz y las tinieblas en ambas manos y tener el valor de observarlas. Pero como uno está incapacitado para eso, solo tropieza y no alcanza ni a andar a tientas; sin embargo, bastante agradecido debemos estar por al menos tener la oportunidad de leerlo.

Ah, por último. A partir de hoy empezaré a forrar algunos libros con papel blanco.

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