Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Óscar Martínez, Umbrales. Un viaje por la cultura occidental a través de sus puertas, Siruela, Madrid, 2021, 281 pp.


Umbrales es una pugna entre la invitación y la renuncia. Un largo viaje en el que nos embarcamos bajo el influjo de una de las frases de la dedicatoria: “me gusta demasiado lo que hay en este lado del umbral”, para detenernos al otro lado del libro, cuando tropezamos con el listado de referencias bibliográficas. Es un libro sobre puertas arquitectónicas o metafóricas. Puertas que podemos encontrar abiertas, cerradas o entornadas. Es una travesía que no pretende, porque sería el viaje interminable, abrir todas las puertas que los humanos hemos ido construyendo a lo largo de la historia.

Una puerta plantea siempre una dualidad. De un lado, la renuncia a traspasarla por decisión o convicción. Del otro, la fuerza de la curiosidad que nos empuja hacia ella. Seguros de que “todo tránsito y cambio implica un riesgo”, nos atrevemos a cruzar el umbral, dispuestos a fijarnos en todos los detalles. A no pasar por alto las palabras que utiliza Óscar Martínez para describir el relieve de estas puertas. A mirar desde fuera para intentar comprender quién, por qué y para qué las colocó en su sitio. A pasar bajo marcos reales o imaginarios, con la mente abierta, para dejarnos seducir por lo que nos espera al otro lado. A caminar como lo haríamos por una gran sala en la que el autor ha colocado veintitrés puertas arquitectónicas por las que escapar a muchos sitios. Los umbrales representan una salida hacia lo místico, lo simbólico, lo imaginario, lo deseado o hacia aquello que tememos.

A modo de bienvenida, Umbrales nos invita a dar el primer paso hacia la puerta de la Casa de los Vettii en Pompeya. ¿Se puede empezar un viaje con mejor pie? “A medio camino entre la superstición, la religión y la magia” nos damos de bruces con la puerta de una casa cerrada desde el día en que el Vesubio abrió con furia su boca de lava y cenizas que con “un estruendo destruyó todas las casas y selló todas las puertas de la ciudad”. Es un deleite viajar con el autor hasta Pompeya, escuchar el silencio interrumpido por el rumor de los turistas y apenarnos al llegar ante una puerta sellada. No obstante, podemos disfrutar de una descripción construida desde el exterior. Como si de puertas abiertas se tratase, vemos a través de las palabras que nos dibujan la voluptuosidad del dios Príapo, conocemos la historia de los hermanos Vettii y admiramos de lejos una puerta de indiscutible belleza arquitectónica e innegable connotación histórica. Un umbral por el que sus dueños pasaron de la esclavitud a la libertad, de la pobreza a la abundancia, de la tranquilidad a la necesidad de una puerta que los protegiera. Una barrera contra el mal de ojo que era un peligro real e indiscutible de la época.

En la actualidad, los avasalladores avances de la técnica aplicados a todos los ámbitos de la vida, nos han convencido de que para construir, algo ha de ser destruido. Pero no siempre fue así. Fueron los humanos del Neolítico los primeros en modificar con sus actos el paisaje. Puesto que la literatura nos los permite, retrocedemos con Umbrales a este período. Saltamos al pasado cogidos de la mano del Hamlet de Shakespeare y la mítica frase: “¿Veis esa nube que tanto se parece a un camello? ¡Por Dios que es igual que un camello!”. Frase que introduce el capítulo sobre el umbral del Dolmen de Menga en Málaga. Una de las construcciones de un conjunto megalítico declarado por la UNESCO patrimonio de la humanidad.

Los dólmenes son construcciones curiosas. Ante el Dolmen de Menga, nos deleitamos mirando un conjunto de piedras inmensas, colocadas mucho antes de la invención de las grúas. Es imposible no preguntarse “¿cómo lo hicieron?” y dejar volar nuestra imaginación. En Umbrales, el autor se recrea en la ficción para describirnos la construcción del Dolmen de Menga. Imagina, intuye y fantasea viendo a los humanos de la época cooperando para levantar las piedras que lo forman. Piedras inmensas porque “el dolmen de Menga es uno de los de mayores dimensiones conservado. Su entrada es absolutamente colosal”. Atravesamos el umbral con el autor, para observar desde dentro y ver –de ahí la alusión a Hamlet– lo que queremos. “Una montaña de perfil humano…: el Rostro”, que actualmente se conoce como la Peña de los Enamorados. La descripción de este umbral nos podría parecer un relato vago, porque vaga e imprecisa es la información que tenemos de aquella época. No obstante, “la visita al dolmen sigue siendo fascinante” porque traspasar su umbral hacia el interior es ir al encuentro del pasado. Hacia la muerte de nuestros ancestros y a sus rituales de despedida. Traspasarlo, hacia fuera, se antoja un ejercicio de pareidolia, un fenómeno psicológico que nos induce a buscar y reconocer patrones, a los que luego encontrarles un significado. Vemos tanto dentro, rodeados de descomunales piedras, como fuera. Porque visto de fuera podríamos imaginarlo como una mesa gigante a la que nos sentamos para mirar a los ojos de quienes también nos miran.

En la siguiente parada de esta travesía nos acercamos al Tímpano de la Abadía de Sainte Foy, situada en un pequeño y apartado pueblo de Francia: Conques. También es esta puerta, de alguna forma, un umbral entre dos mundos. Además de recordarnos al instrumento musical, la palabra tímpano evoca el recuerdo de la membrana timpánica del oído, de las otitis, las perforaciones y el dolor. El tímpano, anatómicamente hablando, es el umbral entre el oído externo y el oído medio. Y desde el punto de vista funcional es una puerta por la que atraviesan los sonidos. El de la abadía, es un espacio entre el dintel de las puertas y las arquivoltas de la fachada.

El capítulo que le dedica el libro se inicia con uno de tantos presagios apocalípticos y catastrofistas de la literatura. Presagios que han sido retratados tanto en las sagradas escrituras como en maravillosos libros de ficción como El nombre de la rosa de Umberto Eco. Pasajes que nos machacan recordándonos que lo divino, lo sagrado, lo celestial, solo llega y se sustenta en el temor al castigo por la culpa que nos tocará purgar al final del camino. Bajo el tímpano de la abadía se celebra el pasaje de las almas, convirtiéndolo en una puerta en la que se decide quién podrá gozar, o no, de la vida eterna. Según hayamos vivido y el legado que dejemos, nuestras almas pesarán más o menos y podrán dirigirse a uno u otro lado de la puerta.

El camino hasta el siguiente umbral es un regalo para quienes amamos los libros, disfrutamos repasando la historia, nos emocionamos con las leyendas y alguna vez hemos soñado con Roma. No con la Roma actual, atiborrada de turistas sudorosos y escépticos, sino con la ciudad de los dioses, semidioses, héroes, ninfas, ofrendas. Igual de sudorosos pero infinitamente menos escépticos. “A mediodía el calor era insoportable”. ¿Se os ocurre otra forma de comenzar un paseo por Roma? Así divaga el autor haciéndonos cómplices de su añorada y supuesta presencia en otros tiempos. Pareciera que de tanto abrir y cerrar puertas, hubiera encontrado una abierta hacia el pasado. Nos enfrentamos con paciencia a su visión de una construcción legendaria, mítica, mística e histórica.

A bordo de un crucero imaginario cubrimos el periplo hasta Venecia. La ciudad de los canales nos recibe arrogante, apacible, tranquila. Tanto, que cuesta imaginar que algún día fuera “el gran bazar de la Europa medieval”. Con sus aguas quietas que hieden en algunos rincones. Que a veces suben y se desbordan. Con su recién adquirido estatus de estación de llegada y de salida de embarcaciones que desembarcan ingente cantidad de turistas. Viajeros como nosotros, venidos de todas partes y ansiosos por posar sobre sus calles y sus canales con las incontables fachadas derruidas de fondo. Más allá de los remilgos y críticas hemos de coincidir con el autor en que “si hubo una imagen que se mantiene grabada a fuego en mi memoria… es la de la fachada de la basílica de San Marcos”. Los visitantes, incluso los menos observadores o románticos, pasamos junto a las columnas creyéndonos capaces de descubrir mensajes ocultos en las piedras del umbral. Insistimos en interpretar el porqué del color rojo, mirándolo y fotografiándolo bajo el prisma corrupto de los años. Ignorantes de que quizás el mensaje oculto que buscamos no existe y que el secreto del color está en su belleza.

De la Venecia medieval nos desplazamos al Egipto de siempre. El de los faraones, los símbolos, los dioses, las leyendas. El salto hasta la octava puerta, como si del descubrimiento de la octava maravilla se tratase, es descomunal. Es largo en el tiempo y en la distancia, e impreciso en la huella de la zancada. El autor nos lleva hasta la desconocida para muchos Medinet Habu, donde se encuentra el templo funerario de Ramsés III. Tampoco entenderá el viajero conocedor de las maravillas de la cultura faraónica por qué este templo se queda fuera de las rutas turísticas programadas por la antigua ciudad de Tebas. Si perdonamos la omisión es porque en Egipto el turista “se ve abrumado por la cantidad de maravillas que le asaltan y le aturden”. Y porque se necesita mucho tiempo para recorrerlas, descubrirlas y admirarlas.

La siguiente puerta se erige sobre “columnas, árboles y bosques” que trazan el camino para desear traspasar el umbral del Templo de la Concordia. Una construcción que podemos visitar en Agrigento, Italia, cuya descripción nos acerca al origen y a la historia de los pórticos columnados. Todos hemos visto alguno. Los hay históricos, emblemáticos, simbólicos, antiguos que con el tiempo han sido destruidos o sustituidos. Otros han sido levantados para satisfacer un interés estético. Pero todos se nos presentan con increíble apariencia de enormidad y fastuosidad. Descubrimos o recordamos en este capítulo que los arquitectos egipcios desarrollaron la idea de las columnas. Y que fueron los griegos quienes las sacaron al exterior de sus templos. Disfrutamos con el tono melódico del relato: “En el límite de una meseta sobre la que se levantaba la antigua Akragas de los griegos, hoy se conservan restos de hasta siete templos”. A partir de aquí, el lector encontrará una excelente y meticulosa descripción del templo.

Estamos listos para atravesar el umbral por el que saldremos de los“Umbrales sagrados”. Solo debemos atrevernos a cruzar bajo un arcoíris de piedra en el pórtico de la Iglesia de Santa María de los Reyes en Laguardia. Admiramos las agradables y entretenidas alusiones a las decenas de personajes que pueblan el pórtico, que reflejan la luz, que resplandecen. Asistimos a la visión de uno de los pocos pórticos góticos de Europa que conserva prácticamente intacta su capa pictórica. Aunque en la actualidad vemos en la mayoría de construcciones religiosas tonos entre el blanco, gris y verdoso del mármol, la piedra y la humedad “las grandes construcciones religiosas… poseían un acabado cromático lo más llamativo posible y si ahora los vemos desnudos es por el efecto de siglos deinclemencia atmosférica o intervención humana”. Imágenes de un sistema simbólico y cromático basado en combinaciones de rojo, blanco y negro que se han perdido con los años. Nos perdemos innecesariamente en referencias sobre la historia del color azul, su utilidad y significado. Partimos del color de los ojos azules de los “ojos bárbaros, ojos demoníacos, ojos exóticos y sospechosos” para llegar al por qué, este color se convirtió en el elegido para el emblema de la ONU o la insignia de la UNESCO. Al final, conseguimos quedarnos con la idea importante, la que indujo al autor a mirar hacia este umbral. Que a diferencia de la mayoría de pórticos medievales que nos ofrecen “la superficie áspera y rugosa de la piedra desnuda”, el de Laguardia nos embriaga con sus colores.

Seis veces entraremos por estas rendijas que nos abren las puertas de la segunda parte de Umbrales. Visitaremos París, Granada, Apulia, Valencia, Barcelona y Nápoles. Bellas ciudades con antiguos rincones y viejos secretos, escondidos o a la vista, detrás de algunas de sus puertas. El primero es un umbral errante. “El número 6 de la Rue Royayale estuvo ocupado hasta 1923 por la fachada … de la joyería Fouquet” y desde hace más de treinta años se conserva en el Museo Carnavalet. De camino a este umbral, notamos la intención de guiarnos hacia museos escasamente concurridos, que por ser menos conocidos, no suelen estar atiborrados de turistas. Podríamos dudar ante la invitación a buscar una fachada dentro de un museo. O temer que esta, con el tiempo, haya ganado prestigio mientras perdía alcance y vigencia. Podríamos incluso negarnos a visitar este umbral, creyendo que el viajero que lo atraviese merece encontrarlo vivo, latente, sin olor a pasado o a humedad, custodiando el interior para el que fue construido. Aún así agradecemos que haya sido conservado porque este umbral errante nos permitirá entrar, con la imaginación, en el París de la Belle Époque. Y esto es una considerable recompensa.

Para alcanzar el siguiente punto en nuestro itinerario, andamos varias páginas hasta Granada. Para visitar un conjunto monumental formado por murallas, torres, jardines, acequias y palacios. La puerta que nos atrae está en la fachada del Palacio de Comares de la Alhambra. Cualquiera que haya tenido la suerte, la curiosidad y el privilegio de visitarla, se preguntará cómo pudo el autor elegir solo una puerta en una construcción que está repleta de umbrales atractivos, preciosos, simbólicos e históricos. Este y cualquier otro texto serían eternos si el autor no hiciera uso de la voluntad de elegir. En este caso la elección señaló un umbral que suele pasar desapercibido para la mayoría de turistas que visitan La Alhambra diariamente. Cuesta encontrar el detalle y la belleza geométrica del umbral en estas páginas. Así como el turista pasa, sin percatarse de la belleza del umbral, hacia otras maravillas arquitectónicas que esconde el palacio, el autor corre de aquí para allá reviviendo trozos de la historia que llevaron a los hombres a diseñar el umbral.

Aceptamos el viaje rumbo a Italia, hacia el siguiente umbral. Situado en la entrada al Castel del Monte de Federico II. Coronado rey, mendigo, indigente, discípulo privilegiado de exquisitos maestros, culto, creador de la Universidad de Nápoles, etc. Un rey con una vida interesante y atractiva. Se repite aquí la historia de buscar majestuosas puertas olvidadas, que son rescatadas por el interés personal del autor y, en este caso, por su relación con la literatura. No conseguimos saber a ciencia cierta qué utilidad pretendía darle Federico II al Castel. Pero sí, que Umberto Eco se inspiró en él para crear la abadía descrita hasta el detalle en la novela El nombre de la rosa. Una vez que conocemos la relación con la literatura nos acompañan en este viaje los ambientes lúgubres, la gélida biblioteca, los monjes, los misterios, los libros y las muertes. Y nos adelantamos al umbral con la certeza de haberlo atravesado muchas otras veces a través de aquel libro.

No sorprende que en el recuento de grandes puertas creadas por la humanidad, acabemos con algunas que son umbrales hacia lo desconocido, anhelado, inventado o soñado por los hombres. Porque todas nuestras  ficciones y fantasías forman parte indisoluble de nuestra realidad. En la recta final de este viaje el autor nos convida a atravesar ocho umbrales hacia otros mundos.

Comenzamos, como no podría ser de otra forma, con un complejo funerario. Porque los cementerios pueden ser puertas hacia el olvido, el recuerdo venerado, la vida eterna o la nada, según nuestras creencias. El Complejo Funerario del Faraón Djoser es una merecida mención a la primera pirámide de la historia. Un recinto delimitado por un muro de diez metros de altura y 1500 metros de longitud que posee una única, pequeña e insignificante puerta de no más de un metro. La intención era recordar a los súbditos que el alma inmortal de un faraón merecía que todos los que quisieran venerarlo se apiñaran para entrar, mientras que su alma inmortal contaba con “14 puertas falsas por las que solo el alma del rey podía entrar y salir a voluntad de su palacio de ultratumba”.

¿En realidad existe una puerta de entrada a la modernidad? Es una pregunta obligada al leer, en el título de este capítulo, que hay una puerta por la que un día el hombre se asomó por primera vez a“un lenguaje estético y funcional que marcó para siempre el devenir del diseño y la arquitectura”. La puerta a la modernidad está en Dessau a poco más de una hora de Berlín, situada en el edificio de la Bauhaus. Inicialmente fue una escuela de diseño y arquitectura, que como tantas otras construcciones, con el tiempo tuvo diversos destinos. El nombre del edificio es en sí mismo una declaración de intención, puesto que Bauhaus significa “casa de la construcción”. A través de múltiples giros y paseos por los recovecos de la historia, aprendemos que la modernidad se impone con insolencia. Que es la puerta principal de la nueva estética, “una estética mecánica que tuviera en las máquinas un ideal para construir un nuevo arte”. Un umbral caprichoso que adelantamos paso a paso para dejar atrás la inspiración en la naturaleza, en los verdes, las ramas, los animales, los paisajes. Una fórmula para dar un giro radical hacia lo moderno. La puerta de la modernidad es “geometría, funcionalidad, hormigón, transparencia, equilibrio, austeridad”.

Asomarse a la inmortalidad es otra cosa. En Umbrales, la inmortalidad requiere pasar por debajo de un arco. Es imposible decir que no. Sea urbano o natural, nos lanzamos inevitablemente a traspasarlo. Frente al arco de Tito, en Roma, el relato se detiene en el tiempo para mostrarnos relieves e imágenes de las contiendas, las guerras y los exquisitos botines que en ellas se consiguieron. Es una visión que nos traslada a otros tiempos. En los que bajo el arco y a ambos lados, la multitud contemplaba las cicatrices de las guerras. Señalando los miembros amputados con una mezcla de admiración y repulsión. Riéndose de los cascos agujereados y los escudos deformes. Un tiempo en que los ojos relampagueaban ante las joyas, las estatuas, las obras de arte, los esclavos.

La inmortalidad pesa. Y asomarse a ella requiere arrastrar un lastre enorme de culpa y sangre ajena. De ahí que los pasos para traspasar un arco como el de Tito no solo significaban regodearse u ostentar. El triunfo era también “alcanzar la purificación… al traspasar un umbral sagrado”. Además de un pretencioso umbral a la inmortalidad “el arco de Tito es uno de los mejores documentos para conocer cómo fueron esos desfiles conmemorativos”. Hasta nosotros ha llegado descolorido y desgastado, pero orgulloso. Instigándonos a que lo contemplemos y para recordarnos, sin pudor, las atrocidades de que somos capaces en nombre de una inmortalidad que no nos está en absoluto garantizada.

De la mano de la palabra libertad, llegamos al final. Al umbral más cercano y personal. “En pocas ocasiones los umbrales de nuestras viviendas fueron más patentes en nuestras vidas que durante aquellos aciagos días”. La última parada es una puerta cerrada al contagio, la vulnerabilidad y el peligro. Es una coraza para intentar evitar “la última puerta sin retorno” porque seguro que también a nosotros nos gusta “demasiado lo que hay a este lado del umbral”. Gracias, Óscar Martínez, por las peripecias de este viaje.

  • Violeida Sánchez mayo 16, 2022 at 1:27 am / Responder

    Gracias Criticismo por publicarla. Puede que ahora la escribiese diferente, pero la agradable sensación de haber viajado entrando y saliendo por estas puertas, sigue siendo igual de agradable.

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