Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Diamela Eltit, Tres novelas, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2021, 360 pp.


Podemos proponer, a riesgo de generalizar, que hay dos vías para que un escritor trate los conflictos políticos en la novela: recrear el drama de los actores principales, los protagonistas de la Historia, o depurar la experiencia del individuo sometido a ciertas formas de poder. El primer camino es el más habitual. Consiste en relatar las acciones de las personas que están a la cabeza de los grandes acontecimientos políticos, ya sean individuos particulares y perfectamente identificables (el Leónidas Trujillo de La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, o la Carlota de Bélgica de Noticias del Imperio, de Fernando del Paso, por ejemplo), ya sean personajes que representan a las figuras típicas, los partidos ideológicos o las clases sociales que definen el devenir de los acontecimientos (como el Julian Sorel de Rojo y negro, modelo de bonapartista y depositario del espíritu revolucionario burgués en tiempos de la Restauración borbónica, o el dictador de El otoño del patriarca, arquetipo del dictador latinoamericano). La segunda vía es menos común, pero ha producido obras memorables, como El castillo o El proceso, de Franz Kafka, o 1984, de George Orwell. Abandona la referencia a entidades políticas históricas y concretas. No se cuenta quiénes lideran cuáles partidos, por qué se cuecen las traiciones y las tomas de poder, cómo se organiza la actividad administrativa y militar. Hay un desplazamiento del protagonismo, que ya no atiende a las fuentes del poder (los actores que hacen la vida política). Esta segunda vía se ocupa de los bordes alejados del centro, donde el poder se padece y las personas, privadas de la capacidad de ejercerlo directamente, se acomodan a lo que la autoridad les exige, negociando con actos pequeños y tangenciales su libertad y el ejercicio de sus valores. Lo que vemos a través de las narraciones de la vida de Josef K. o Winston Smith es cómo el poder adquiere dimensiones alienantes, trascendentes y abstractas, que colocan a sus súbditos en una posición minoritaria y los obligan a resistir las fuerzas arbitrarias que intentan someterlos y dispersarlos. En esa resistencia se juega su existencia más fundamental.

Diamela Eltit, escritora chilena nacida en 1949, pertenece a la segunda tendencia. Galardonada el año pasado con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el FCE acaba de reimprimir un volumen que contiene tres de sus novelas cortas: Los vigilantes (1994), El cuarto mundo (1988) y Mano de obra (2002). Habiendo iniciado su carrera de escritora en los años de la dictadura de Augusto Pinochet, la sombra de un poder incontestable, inasible y totalitario se cierne sobre estas novelas. Hay en ellas una preocupación por comprender la experiencia subjetiva del sometimiento a figuras autoritarias vagas, oscuras y absolutas. Pueden leerse como la depuración de una experiencia política muy particular (la vida chilena de la dictadura en las últimas décadas del siglo pasado), que se intensifica hasta el punto en que el realismo se sustituye por un cuadro casi arquetípico de la alienación, el sufrimiento, el fervor y los sinsabores de la resistencia cotidiana a poderes autoritarios tan grandes que presentan al individuo una existencia incontestable y lo someten a labores y tribulaciones sin descanso. El mundo que habitan coloca a los personajes de estas novelas en condiciones de miseria material y espiritual en las que deben perseverar para encontrar un resquicio, por más pequeño que sea, de autonomía.

En Los vigilantes encontramos a una mujer y a su hijo pasando los días encerrados en casa. Padecen la vigilancia feroz y constante de los vecinos. Ella escribe cartas al padre del hijo, de quien se ha separado. En estas cartas, que constituyen la mayor parte de la narración, ella cuenta sus penas cotidianas a la vez que conserva una actitud hostil, temerosa y desafiante hacia su destinatario, un hombre que personifica la autoridad principal de los poderes, nunca expuestos sin vaguedad, que acosan a los protagonistas. No hay referentes históricos o geográficos que sitúan la narración en un orden preciso. El mundo externo no tiene una presencia aguda, colorida o próxima. Predomina la sensación de aislamiento mental en los personajes. La mujer está atrapada, más que en el edificio de su casa, en una prisión psicológica: la paranoia la aleja de los demás, el miedo la paraliza, el odio la somete a vaivenes del ánimo que eliminan cualquier posibilidad de un esfuerzo concertado para resolver sus problemas. La pobre descripción del mundo que habitan los personajes contrasta con la viva recreación de su mentalidad. El ánimo de la mujer concentra todas las contradicciones de su situación: odia a su expareja pero necesita contarle su vida, es fría y distante con su hijo, no parece quererlo demasiado, pero la idea de que vaya a vivir con el padre la horroriza, se lamenta sin descanso del sufrimiento que le produce la vigilancia constante de los vecinos, pero al hacerlo no encuentra las fuerzas suficientes para cambiar su vida. El carácter de la mujer, más que un conjunto de rasgos particulares, es una fuerza instintiva e inmediata, sin unidad, contradictoria y abstracta como la situación de sometimiento en la que se encuentra. Tenemos enfrente a alguien que no tiene nombre y apellido, que no tiene una personalidad singular e insustituible. Ella produce la impresión de que no posee una personalidad propia porque no se pertenece a sí misma. Sólo ocupa un lugar dentro de un esquema mayor, sobre el que no tiene injerencia o control. Es la mujer sujeta al poder del hombre y de la sociedad, encerrada en su rol de madre, sin independencia ni dominio de sí, en un estado de confusión constante, sumergida en una ansiedad y enajenación tan hondas que no puede ayudarse a sí misma más que alimentando un pequeño rescoldo de esperanza en que las cosas cambien.

Eventualmente la madre y el hijo abandonan la casa y se alejan de la vigilancia de los vecinos y del padre. Este triunfo no es una restitución. La libertad no les devuelve una comunidad que los trate decentemente. Al contrario, la libertad implica la negación de cualquier vínculo humano. La madre y el hijo se desentienden del poder que los subyuga entregándose a la animalidad: “Las miradas que nos vigilaban apabullantes y sarcásticas no pueden ya alcanzarnos. […] Nos entregamos a esta noche constelada y desde el suelo levantamos nuestros rostros. Levantamos nuestros rostros hasta el último, último, el último cielo que está en llamas y nos quedamos fijos, hipnóticos, inmóviles, como perros AAUUUU AAUUUU AAUUUU aullando hacia la luna”.

El análisis de la vida mental del individuo subordinado a poderes abstractos adquiere especial profundidad en estas tres novelas porque no se acusa a una autoridad despótica como la única causante del sufrimiento y la pérdida de libertad. Hay algo en la constitución psíquica de los personajes que produce sus pesares y que es imposible de eliminar. Son estructuras inherentes a la vida social y familiar. Deshacerse de ellas implica renunciar a la posibilidad de pertenecer al mundo interpersonal y, por lo tanto, quedar reducido a un puñado de impulsos animales, al instinto puro (el cual no tiene una connotación negativa, al contrario, es donde los personajes de Eltit se perciben más independientes). La segunda novela del volumen, El cuarto mundo, trata sobre la fuerza de estos lazos disciplinarios en el interior de la familia. Narra la vida de dos hermanos mellizos desde que están en el vientre materno hasta que llegan a la pubertad y, debido a una madurez anticipada, reemplazan a los padres en la casa familiar luego de que éstos la abandonan. La novela analiza cómo se reproduce la estructura familiar y el papel que en ello desempeñan las relaciones de poder, los roles de género y el deseo sexual.

En El cuarto mundo tampoco se describen detalladamente las cualidades históricas y sociales donde suceden los acontecimientos. Escasean los nombres propios. En el centro del escenario está la vida mental y sus laberintos, que se extienden más allá de la verosimilitud: la primera mitad de la narración, contada por el hermano varón, comienza cuando observa su propio desarrollo y el de su hermana en el útero materno. Su voz y sus reflexiones no son infantiles. Describe con una suerte de furor psicoanalítico la relación de sus padres y los deseos que se entrecruzan en ella: la pretensión de autoridad del padre, la sumisión y la piedad de la madre, el ansia secreta de una vida erótica más satisfactoria, los celos, la angustia, el sacrificio, la violencia y otros ires y venires pasionales. A través del punto de vista de los mellizos (la hermana narra la segunda mitad de la novela), se pretende descubrir la esencia anímica que mueve las relaciones de deseo y poder entre el hombre y la mujer que forman y sostienen una familia. No hay descripciones pintorescas o anecdóticas. Cada acontecimiento se depura hasta sus manifestaciones más precisas en la interioridad de los personajes. El episodio del adulterio de la madre, por ejemplo, no se detiene en detalles concretos. Acomete directamente las sensaciones internas que dan valor a la experiencia vital: “Mi madre había entrado en un estado absolutamente profano y misterioso al descubrir el orden exacto de su deseo. El haberlo vislumbrado la hacía sentir como si en realidad lo estuviera consumando”.

La agudeza psicológica de Eltit brilla aquí más que en las otras dos novelas. Su comprensión de las fuerzas disipadoras y cohesivas que constituyen los conflictos pasionales entre hombres y mujeres son tan reconocibles y adquieren una viveza tan inmediata que no se echa en falta la descripción de un mundo social o histórico preciso. Justo lo contrario: parece que, evitando los compromisos de la verosimilitud, Eltit aísla con mayor provecho los deseos que fundan y conservan el pacto político, sexual y erótico que hay entre el padre y la madre. La descripción de la vida familiar como un esquema de pasiones entre sus miembros la convierte en un sistema cerrado, en una estructura de regulaciones y balances que lucha por imponerse al caos de los instintos. La búsqueda de placer que la madre emprende en relaciones extramaritales o los encuentros sexuales precoces que tienen los mellizos con personas fuera de la familia dan cuenta de una energía entrópica que se opone a la estructura familiar.

Pese a que los hermanos lamentan la sordidez de la vida familiar y añoran una más libre satisfacción de sus deseos, al final sellan con su unión incestuosa la transferencia de papeles: quedan a la cabeza de la casa familiar, hombre y mujer al frente de una nueva generación que heredará los pecados de los padres y se internará en un nivel más bajo de degradación: “Ellos [los padres] abandonarán la casa y nos legarán el rigor de las paredes y las grietas de las culpas familiares. Abandonando la casa, se harán más amplio el espacio y más grotesco mi cuerpo”, dice la hermana, quien se consagra en su nueva condición cuando queda embarazada. La estructura familiar se reproduce sin descanso. Los lazos de poder engendran nuevos hijos que conservarán las miserias de los padres: el hambre, la lujuria, la hostilidad, la desesperanza y el encierro. Al igual que con la madre y el hijo de la primera novela, en El cuarto mundo el poder encierra a los protagonistas en la casa familiar. La difuminada vida social del exterior solo da visos de violencia y barbarie. Si alguna vez su espíritu albergó la posibilidad de una existencia menos desdichada, el destino implacable destruyó sus aspiraciones y los condenó a una miseria mayor que la de sus padres: cuando nace su hija, la venden, pues todo se vende en “el amplio mercado” y “los vendedores venden incluso aquello que no les pertenece”. Después de que el patriarca y la familia  imponen la angustia, el miedo y el sufrimiento a los personajes de las dos primeras novelas, una estructura de poder más degradante está lista para sumir a los protagonistas de la tercera novela en un estado peor: el mercado.

Dejamos atrás la vigilancia de una autoridad lejana e indefinida (el padre de Los vigilantes) y el dominio ineludible de la familia que sacrifica a los hijos en aras de la autoconservación (en El cuarto mundo) y nos enfrentamos a la tiranía del mercado en la tercera novela, Mano de obra. Esta narra cómo los trabajadores de un supermercado tienen un despertar de consciencia que los motiva a buscar mejores condiciones laborales. No es aventurado encontrar aquí la interpretación que hace Eltit de los males padecidos en la reciente historia chilena: de la dictadura personalista y la prevalencia del conservadurismo hasta el reciente predominio del capitalismo de libre mercado, el poder encuentra nuevas formas de someter a sus súbditos y condenarlos a una existencia precaria y doliente. Mano de obra tiene dos partes. La primera se ocupa del punto de vista individual. Se cuenta la toma de conciencia de un solo trabajador, que medita en silencio su circunstancia. La segunda involucra a un grupo de trabajadores. Así, se distingue la dimensión individual y la dimensión colectiva, y se pretende cubrir ambos aspectos del suceso.

En el supermercado, los trabajadores sufren el desprecio de sus superiores, el salvajismo y desorden de los clientes, la miseria de los sueldos, la extenuación de las jornadas que se alargan sin pago adicional, la competencia y la desconfianza entre los compañeros, la falta de cualquier perspectiva de realización personal, la vigilancia sin pausa, el castigo severo y el fervor capitalista que sume todo en una actividad ciega, nihilista. En suma, los trabajadores padecen explotación laboral. El retrato que hace Eltit de las miserias del asalariado es angustiante y pesimista, pues incluso si al final los trabajadores se proponen formar un sindicato y mejorar su situación, se impone el desencanto: los trabajadores ponen su esperanza en el liderazgo de uno de ellos, Gabriel, quien les despierta fascinación, la misma fascinación que antes los hizo confiar en otro líder que no tuvo reparos en traicionarlos ayudando a las autoridades del supermercado; además, los trabajadores respetan a Gabriel porque “siempre nos había querido y era (ahora lo notábamos, gracias a la luz natural) un poquito más blanco que todos nosotros”. Sentimentales y habiendo interiorizado el racismo que a ellos mismos discrimina, los trabajadores no son héroes revolucionarios modélicos ni están infundidos con la gravedad de las grandes ideas. Son personas desesperadas, imperfectas, a veces ellas mismas viles y egoístas.

Al igual que los protagonistas de las novelas anteriores, los trabajadores no son seres inocentes que se enfrentan a un mundo cruel y malvado. Hay algo en su psique y en su conducta que los hace impuros y los sustrae de cualquier aspiración ingenua a la redención. Parece que, debido a su propia imperfección, están condenados a encerrarse sin remedio en las formas de sometimiento que, habiendo padecido tan intensamente, son ya inseparables de su existencia. Aunque desean la libertad, no es claro que la posean en ellos mismos. Su rebeldía es un instinto visceral que estalla reactivamente. No es un ejercicio consciente, esclarecedor y reflexivo. Siendo seres malogrados en un mundo que los degrada continuamente, sus aspiraciones redentoras no sostienen la certeza de que se merecen alguna utopía.

La resistencia a las figuras de poder que los personajes de Eltit enarbolan como el signo de su autenticidad no se fundamenta en la posesión de una conciencia más pura de la verdad y la justicia. Prueba de esto es que los momentos de gozo y lucidez que disfrutan son inseparables de su condición de sometidos y del sufrimiento que esta les causa. La pureza del espíritu y las aspiraciones más elevadas de los trabajadores están mezcladas con el dolor, con la abnegación frente a la autoridad: “Es Dios encarnado en Dios el que actualmente me acompaña. Ha descendido (se trata de una feroz caída a tierra) para sentarse, a mi diestra, encima de la palma de mi mano. Me aplasta la mano. Me duele de manera terrible mi dedo retorcido por el peso inconmensurable de su culo. Ay, es obvio cuánto me duele el dedo y me duele, también, la luz divina de este Dios atiborrado de gracia. Dios me acompaña, centímetro a centímetro, para engrandecerme y obligarme a cargar con la verdadera pesadilla de una luz que carece de cualquier antecedente”, piensa uno de los trabajadores cuando le adviene una epifanía en los pasillos del supermercado. La iluminación, la conciencia íntima de pertenecer a lo más alto y bueno en el espíritu da al trabajador una experiencia cercana al sufrimiento y a la obligación, pero ahora a manos de Dios y no del empleador terrenal. Dios aplasta su cuerpo y le impone un mandato. La diferencia importante es que el sufrimiento divino es sensual, alimenta el deseo, mientras que el sufrimiento que proviene de los poderes mundanos solo produce miedo, carestía, angustia e indignidad. Si hay una moral en estas novelas, no se dirime entre el autoritarismo o la libertad, la obediencia o la rebeldía, el sufrimiento o el goce, la realidad o la utopía, sino entre la satisfacción mística del deseo espontáneo de los cuerpos o su anulación a manos de la autoridad y sus estructuras disciplinarias.

Ya sea que los personajes encuentren algún tipo de goce en sus instintos, ya sea que solo encuentren pavor, hambre y desesperación, leer estas novelas es contemplar un martirio, que en ocasiones es deleitosamente doloroso pero la mayor parte del tiempo, solo angustiante. El padecimiento del cuerpo y de la mente ofrece un espectáculo impúdico y mundano, en el cual la existencia misma de los personajes se confunde con el tormento: “Una sensación de muerte emocional me invade. Comprendo que esta sensación me ha acompañado desde que conocí el perverso plan que urdían los vecinos y que me atormentaba en cada despertar. Y ahora mismo percibo que no sé qué significa existir sin el peso y la memoria que me ocasiona esta terrible sensación”, dice la protagonista de Los vigilantes. El malestar que padecen los rebeldes de Eltit no es un yugo impuesto por los opresores del que podrían deshacerse con la acción revolucionaria. Es algo más radical, que rezuma íntimamente de su carne y de su alma. Por ello, el padecimiento que acosa a estos personajes es más existencial que político. Sus lamentos se asemejan más a la retórica de un san Agustín describiendo las ansiedades de la vida terrenal frente a la intuición mística de lo divino en las Confesiones que al recuento reivindicativo de los males provocados por las autoridades zaristas en La madre, de Gorki. El signo político de la rebeldía a la autoridad se transfigura en la meditación incansable sobre los sufrimientos fatales de la carne imantada por la fuerza del deseo.

La mayor virtud de estas novelas (la habilidad de Eltit para describir con agudeza psíquica el vaivén de las pasiones desesperadas de los sometidos) es también origen de sus principales defectos. La entrega completa de los personajes a la inmediatez del impulso los muestra impotentes, sobredeterminados, esquemáticos. No tienen contingencia, carácter o personalidad. Son patrones psicológicos de estallidos imprevistos o resistencias ofuscadas. La constante subordinación a estímulos ajenos a su voluntad, ya sean pulsiones internas o demandas externas, los hace prisioneros de un universo mecanicista. La falta de una fuerza propia y consciente hace que su actuación sea poco significativa, emocionante o esclarecedora. La gravedad de la voz narrativa de este martirologio se regocija sin fatiga en la miseria abstracta con una insistencia tal que a veces se pierde el énfasis, la agilidad, y solo persiste la repetición cansada e insustancial de las minucias anímicas del malestar, catálogo de incomodidades fácilmente desesperante y abrumador.

El abandono de la verosimilitud al retratar cualquier cosa que no sea el padecimiento subjetivo de los personajes resta pertinencia a las pretensiones de interpretar la realidad chilena, que asoman escuetas de vez en cuando (las quejas hacia los abusos y amenazas de “Occidente” y “el país más poderoso del mundo” contra la “raza sudaca” y, al final de la tercera novela, cuando dicen los trabajadores que van “a cagar a los maricones que nos miran como si no fuéramos chilenos” son algunas de las pocas referencias que nos recuerdan que hay una realidad histórica de fondo en estas novelas). El calvario subjetivo resulta tan evidentemente parcial que es inevitable sospechar que hay aspectos relevantes que se quedan fuera en este cuadro de agonías e instintos desatados. La sujeción de los personajes a poderes abstractos, que jamás se describen a detalle, sirve para trazar un cuadro somático del mártir rebelde, pero no para explicar la actuación de caracteres singulares e históricamente situados.

Este impasse, sin embargo, expresa una verdad, la cual, aunque tal vez no sea del tamaño de sus pretensiones, no deja de serlo: la alienación de los sometidos a un poder que se impone más allá de toda comprensión precisa o contestación franca interioriza un designio inevitable y existencial, alucinantemente divino: entregarse por completo a las fuerzas ajenas. El autoritarismo triunfa ahí donde los súbditos ya no pueden concebirse de otra forma que como cuerpos sin voluntad propia, entregados a impulsos que no son enteramente suyos. Falsear esa condición implicaría asumir que el autoritarismo no puede triunfar completamente sobre los cuerpos y las conciencias de las personas, es decir, que no es una amenaza real, lo cual no es el caso. Eltit acometería entonces la tarea de narrar la vida de los sometidos y su rebeldía con una esperanza mínima: la de que su existencia alienada, impura, imperfecta y desangelada, aunque no garantiza ninguna utopía, al menos permite seguir adelante, conservar algún sentido de dirección propia, no determinada por nadie más que por ellos, “Caminemos. Demos vuelta a la página”, dicen los trabajadores al final de su calvario.

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