Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Pablo Montoya, Traducción y literatura: fecundo diálogo, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2023, 92 pp.


Con un arranque envolvente, Pablo Montoya abre la serie de conferencias reunidas bajo el título Traducción y literatura: fecundo diálogo. Aunque poco se aborda la amplia discusión sobre las implicaciones filológicas y culturales de los procesos de traducción y, por supuesto, la traductología no es el tema de discusión, hay una serie de supuestos teóricos,  cuyos límites se trastocan, sobre la traslación, la interpretación, la adaptación y la reescritura que subyacen a la argumentación, con el propósito de legitimar la conformación de sistemas literarios “renovados y modernos” a través del entrecruzamiento literario, por parafrasear la aseveración decimonónica del Duque Job. Estudiar los procesos de construcción de poéticas, estilos y programas literarios gracias directamente a la traducción no es realmente novedoso, sin embargo, es cierto que dentro de los estudios literarios –que no lingüísticos– resulta necesario reflexionar sobre el lugar de las traducciones y qué es lo que estas permiten según su propio proceso de transferencia, adaptación y recensión. Empero, Montoya trata de llevar la discusión a un terreno ajeno a la tecnificación y profesionalización de la traducción: no sin cierto aire de provocación, plantea a través de varios ejemplos que la adaptación de una obra literaria a otro idioma implica más un problema de sensibilidad estética antes que de un cabal conocimiento lingüístico de las lenguas involucradas y de crítica histórica. Para el autor más que un proceso de traslación se estaría ante un caso de interpretación. Así pues, la intención de las cinco conferencias originalmente presentadas en el marco de la Cátedra Internacional Carlos Fuentes, organizadas por la Universidad Veracruzana en noviembre de 2021, es conformar una idea de la traducción como mecanismo de comunión espiritual entre las épocas y las culturas, lo que garantizaría la permanencia del “alma” o la “esencia” de un sentido original de las obras literarias.

De esta forma, la traducción no es sino el leitmotiv para presentar un programa para la literatura contemporánea latinoamericana. La propuesta de Montoya se fundamenta en nociones generales de la semiótica, mezcladas con una serie de licencias argumentativas de corte idealista. Tal postura recuerda la erudita discusión de Pedro Aullón de Haro sobre la denominada “trampa Jakobson”, es decir, la confusión teórica sobre la relación de las Geisteswissenschaft, herencia terminológica de Herder y Hegel, y el estudio del signo como el núcleo de significación. No resulta extraña esta relación si se piensa en cómo la conformación del signo entre significado y significante que presentó Saussure en su Curso de lingüística tiene su origen conceptual en el capítulo XVI del Laocoonte de Lessing, en la que la finalidad estética trasciende, aunque se ancla, en los rasgos del signo. Tal consideración, en la que Montoya no repara, viene bien en su argumentación toda vez que para él el significante es lo único que se trasmuta en el proceso de interpretación y de adaptación, no así el sentido primigenio y original de la obra: el significado; lo que garantiza que el signo se vea enriquecido por medio de la recensión creadora. De esta forma, el escritor colombiano puede sostener que un sistema de signos es equivalente a códigos de significación de otras formas de representación no siempre textuales, de tal manera que la écfrasis puede ser más que adaptación o interpretación, una traducción, en la medida en que hay un genio poético dispuesto a dilucidar el significado de la obra original y lo traslada a otro sistema de signos: hay pues en la labor del traductor una finalidad hermenéutica y estética, aunque no siempre queda claro cuál, dictada más por la sensibilidad y por la experiencia de lectura, que por la profesionalización.

A partir de la ‘interanimación’ en la traducción, concepto que George Steiner expuso en After Babel: Aspects of Language and Translation (1975), Montoya refuerza la idea de renovación y modernización de la literatura a través de la traducción. Para el autor la “identidad alterada” de una obra se ve reorganizada y potenciada poéticamente por medio de la traducción, lo que le imprime cierta reciprocidad entre sistemas lingüísticos y campos literarios al lograr el sincretismo de espíritus que las diferentes lenguas “tienen en esencia”. Las obras de valor moderno, parece decir el autor, son aquellas que se alimentan del universalismo que dota la traslación por sí misma, sin considerar que incluso el acto de traducir obedece a un complejo proceso de recepción, circulación y adaptación que dependen, más que del genio, de políticas estatales y educativas. Sin embargo, al autor le interesa señalar que las transferencias intelectuales y literarias permitidas por las adaptaciones e interpretaciones serían un medio casi único de conformación de cierto sentido original y a la vez universal. La reactualización, refuncionalización, reescritura y adaptación de una obra por medio de la traslación lingüística sería en sí la finalidad de todo ejercicio literario. Si bien resulta evidente que la recensión de una obra depende de múltiples factores políticos, culturales, sociales e históricos, que dan lugar enunciativo tanto a la creación, a la lectura, así como a la recuperación y traducción de una obra, Montoya señala en la conferencia “Paradigmas de la traducción literaria en Colombia” que la política y la religión afectan significativamente la “independencia y la autonomía el traductor”, y por lo tanto, se pierde el sentido original de la obra. Lo anterior remite paradójicamente a una discusión sobre la libertad artística en relación con las reflexiones estéticas de mediados del siglo XIX latinoamericano. Mientras que para algunos pensadores de inclinación realista y republicana la labor literaria debía estar estrechamente vinculada al nacionalismo ideológico y lingüístico, para otros, que se autonombraban modernos, la libertad filosófica que encarnaba el idealismo permitiría superar el problema de la lengua nacional y la gramática; ambas posturas, por supuesto, implican un programa político.

Esta conferencia, que podría presentarse como la más polémica, permite entablar un debate en torno a la historia de la filología y la traducción en el siglo XIX no solo en Colombia, sino en general en el mundo hispánico, pues los ejemplos que propone Montoya obligan a considerar no solo los diferentes sistemas de ideas que subyacen en cada letrado al momento de realizar las traducciones, sino también qué se entendía por literatura en ese momento, aspecto que se pasa por alto. De acuerdo con el autor, por ejemplo, la traducción que realizó de la Eneida Miguel Antonio Caro (1873) es una expresión castiza de la “fuerte y asfixiante carga católica” que pierde lo esencial de la “obra original” por estar sometida al yugo del pensamiento conservador de la época. Para asegurarlo remite a la consideración sobre el supuesto humanismo anti-ilustrado de Caro que Rafael Gutiérrez Girardot expresó en su ensayo “La literatura colombiana en el siglo XX”, publicado en el Manual de Historia de Colombia (1978-1980). A juicio de Gutiérrez hubo en la labor filológica de Caro una forma de humanismo señorial católico contrario al espíritu de la Revolución francesa. En este “humanismo (con minúsculas)” encasilla también a Guillermo Valencia por tratarse de un conservador con trabajos filológicos propios de una “desmesura provinciana”, argumento que Pablo Montoya retoma. Si bien para Gutiérrez tal ejercicio letrado de Caro se reducía a un “latín de sacristía” y a literatura provinciana, no puede desconocerse que precisamente los jóvenes Caro y Cuervo escribieron la Gramática Latina (1867) para enseñar latín a laicos y eclesiásticos de lengua española bajo nuevos métodos y enfoques, tales como recuperar autores españoles del Siglo de Oro en ese esfuerzo. Cabe puntualizar que Gutiérrez repudia especialmente la Contrarreforma y tiene una imagen mucho más positiva de la Edad Media en su literatura popular. En este esfuerzo, se echa de menos la revisión directa del intercambio epistolar –que es otra forma de traslación y transferencia– entre Caro y Menéndez Pelayo en el que comentan y citan autores renacentistas españoles.

Sin embargo, la crítica de Gutiérrez –que figura en el texto de Montoya como cita de autoridad– dista mucho de considerar a estos escritores decimonónicos como conservadores por el simple hecho de no interesarse por las lenguas indígenas o por los “nativos ancestrales”. El acto de arremeter contra Miguel Antonio Caro y Guillermo Valencia parece obedecer más que a un afán comparatista, a cierta necesidad por descolonizar la historia y los paradigmas de la traducción en Hispanoamérica, pues agrega que el modelo de traducción de estos “conservadores” menospreció las lenguas originales. ¿Bajo esta argumentación, qué lugar ocuparían los trabajos filológicos de dos eruditos conservadores, católicos y monárquicos liberales como Francisco Pimentel y Joaquín García Icazbalceta tan preocupados por recuperar, antologar y estudiar las lenguas indígenas mexicanas, a la vez que se preocupaban por la conformación de bibliotecas y de establecer tratados estéticos? Resulta injusto tal señalamiento, puesto que no realiza en sí una revisión histórica de la figura de Caro y de la comunidad intelectual análoga que figura en sus epistolarios, además, hay una valoración anacrónica si se piensa que el modelo de una traducción ética de Virgilio es para Montoya la de un autor cien años posterior: la Eneida de Rubén Bonifaz Nuño. No obstante, lo anterior puede ser leído como una licencia retórica para establecer puentes temporales y regionales entre dos modelos de traducción que al autor le interesa deslindar: aquel que adapta la obra a un modelo político y lingüístico específico sin preocuparse por el significante, sino solo por el sentido; y el otro que en un afán de mantener el sentido y el significante, respeta incluso el orden poético, sonoro y gramatical de los signos latinos en su adaptación al español, que implica también un sentido político. Si la finalidad fuera reflexionar sobre la violencia epistémica que garantizó la consolidación los Estados nacionales durante el siglo XIX a través de literaturas, traducciones y formas de comprender la lengua, habría que cuestionar las formas neocoloniales, que bajo licencias retóricas, se justifican en la argumentación de estas conferencias.

El “fecundo diálogo” que se propone este libro no falla en ningún momento si cae en las manos de un crítico severo, pues a partir de los apuntes y señalamientos que realiza Montoya puede desprenderse una serie de debates en torno a la traducción y la conformación de sentidos y sistemas literarios. Sin embargo, todo el interés del autor al plantear la traducción como una forma de conformación de poéticas y estilos está en función de justificar su propia obra, la cual glosa ampliamente en estas conferencias. Por mencionar un ejemplo, señala como modelo de traducción/adaptación su cuento “Antígona”, recogido en su libro Requiem por un fantasma (2006). En este relato el autor busca actualizar el mito de la mujer tebana en una ciudad “muy latinoamericana”, Medellín, destrozada por la violencia durante el gobierno de Álvaro Uribe. Para el autor, su propio cuento demuestra que la esencia de la Antígona de Sófocles sobrevive al tiempo, el lugar y al sistema lingüístico gracias a que se conserva el espíritu trágico de la obra original toda vez que toma un nuevo sentido, y se refuncionaliza, en una tierra signada por la desaparición forzada. El kairós político resulta pertinente para la adaptación del mito griego aunque evidentemente este relato funciona específicamente en dicho contexto político, lo que esto no implica que tenga fines utilitaristas o ajenos al ejercicio estético de la literatura. Cabría preguntarse si no es, pues, la cancelación a la traducción de Caro una falacia ad hominem por su inclinación católica, o la defensa de la actualización de Antígona en Latinoamérica una urdimbre de estratagemas para legitimar proyectos literarios de ciertos grupos y de ciertas afinidades políticas. De ser así, no hay nada reprobable, sin embargo, se vuelve evidente que el autor tiene la intención de legitimar un ethos latinoamericano que abiertamente rechace su propia tradición letrada en virtud de una literatura “re-actualizada” –modernizada– por medio de la ecuación que él propone: la traducción/interpretación. Esto, señala citando a Octavio Paz, es la elevación del “canon poético”, pues hay en este fenómeno una transmutación anímica y espiritual: un buen traductor da lugar a lo esencial, a aquel “algo” que es mutable en el espíritu literario y que, sin embargo, se mantiene, transmigra e insufla, progresa y moderniza las obras que se alimentan de la interpretación y lectura cuidadosa y sensible de la traducción.

No deja de ser significativo que muchas de las ideas expuestas en estas conferencias tengan una clara correspondencia con las discusiones decimonónicas sobre la traducción (muchas anticipadas por Andrés Bello y sus polémicas con Lastarria o Sarmiento), la modernización de la literatura y su pertinencia en la conformación de nuevos estilos literarios en naciones con ethos específicos. Sin embargo, pese a todos los debates que se pudieran desprender de este libro, hay un interesante aporte que, si bien tampoco es novedoso, siempre debe tenerse en cuenta: la invitación a comprender las literaturas latinoamericanas en su heterogeneidad universalista y a superar la idea de la existencia cerrada, uniforme y única de las literaturas nacionales –que no es sino nacionalismo metodológico. Al final de su libro, Pablo Montoya, atina a señalar que el “sentido original”, o bien, la obra “original”, no existe, puesto que toda representación, artística o no, está conformada por una suerte de recursividad de cajas chinas que encierran diferentes sentidos, que es a la vez el mismo, gracias a las diferentes transmutaciones que se dan en cada interpretación individual que es a la vez colectiva.

  • Santiago junio 1, 2023 at 6:58 pm / Responder

    Excelente reseña, resalta los puntos clave del libro y hace crítica sin dejar de aportar pistas eruditas para comprender mejor la intertextualidad en la que se mueve el autor o en la que se podría mover para afinar su propuesta.

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