Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


John Magary, The mend, Estados Unidos, 2014.


A book I have made, the words of my book nothing, the drift of it every thing,” escribió Walt Whitman en las primeras páginas de Leaves of grass. La esencia de su acto de creación y del libro al que dio lugar no se muestra meramente en lo que ahí dice el autor, sino más bien a través del impulso o fuerza subyacente que se desborda en cada poema, fuente de toda clase de desviaciones, sin dirección o propósito fijo. La máxima de Whitman me vino a la mente mientras veía The mend (2014), el primer largometraje de John Magary. Es un debut ambicioso, no tanto porque Magary pretenda ya posicionarse como un artista importante con un mensaje relevante que transmitir, forjado de antemano, como por asumir la responsabilidad whitmaniana de navegar a la deriva para intentar capturar algo de ese drift digresivo de la vida. El protagonista de The mend, un diseñador web freelance llamado Mat (Josh Lucas), es en efecto una especie de drifter o nómada urbano: tiene alrededor de cuarenta, vive por temporadas en distintas ciudades y carga todas sus pertenencias en una mochila. Al inicio de la película, su novia Andrea (Lucy Owen), tras una pelea de la que solo vemos o escuchamos los gritos finales, lo echa del departamento donde fungía como niñero de su hijo preadolescente Ronnie (Cory Nichols). Mat deambula por la ciudad hasta llegar, sin haber sido invitado, a una fiesta en el hogar de su hermano menor Alan (Stephen Plunkett), donde su presencia en el sillón, charlando con los asistentes, inquieta súbitamente a Farrah (Mickey Sumner), la novia de Alan.

            La extraordinaria secuencia de la fiesta ocupa prácticamente los primeros treinta minutos de la película (más de una cuarta parte de la duración total) y es realmente el núcleo de The mend, el centro a partir del cual se desprenden las demás vertientes. Para Mat la fiesta inicialmente sirve como tiempo muerto para evitar una confrontación decisiva con Alan y Farrah, en la que tendría que explicar su regreso no anunciado a la ciudad (ambos pensaban que seguía en Chicago) y ahora la razón de su visita inesperada. Aun así, Farrah pregunta si trae puesta la misma camiseta sucia que cuando se vieron por última vez hace tres meses (a lo que Mat responde, señalando a su atuendo: “¿Acaso son peces en tu vestido? Hay peces en tu vestido”) y Alan trata de averiguar si su hermano ha pasado el tiempo de su ausencia envuelto en un círculo vicioso de ira, dando gritos a la pared; es decir, claramente hay un poco de tensión acumulada entre estas personas. Sin embargo, durante la mayor parte de la fiesta –cuyos momentos aislados Magary y el cinematógrafo Chris Teague observan minuciosamente, atentos a los ritmos fluctuantes de las diferentes etapas de la noche, la manera en que conversaciones fragmentadas dan lugar a discusiones colectivas alentadas por el alcohol o demás sustancias, seguidas a su vez por sesiones de baile y así sucesivamente– es más notable cierta incomodidad entre Alan y Farrah. Alan explica esta situación a Mat aludiendo al estrés de tener que salir de viaje la mañana siguiente; irán a Canadá dos semanas y al volver estarán comprometidos. Mat se burla de la planeación excesiva que parece abarcar todos los aspectos de la vida de la pareja al mismo tiempo que deja entrever algo de envidia por los logros de su hermano (quien trabaja como abogado) y sabe que de cualquier manera no está en posición de proponer ninguna alternativa.

            Mat, al concluir la fiesta, termina en un cuarto diminuto del departamento encerrado con una bailarina de la compañía de danza donde Farrah es la administradora (“Se llama Elinor y odia su cuerpo. No tendrás ningún problema,” le había dicho al inicio de la noche). Alan y Farrah se despiertan desorientados y con poco tiempo para llegar al aeropuerto, por lo que no se dan cuenta que Mat sigue dormido (la bailarina se ha ido), ni tampoco que, dada su situación actual, este no tendrá ninguna razón para desalojar un departamento cómodo que estará vacío por las siguientes dos semanas. Su rutina consiste básicamente de ver pornografía en su laptop o documentales en un iPhone con la pantalla estrellada y preparar macarrones con queso. No tarda en herirse a sí mismo: rompe una botella de condimentos y en vez de recoger el vidrio deja todo en el piso, donde poco después pasa caminando descalzo. Tras uno de los saltos elípticos característicos de la película, mediante los cuales Magary nos arroja a una nueva situación cuyo trasfondo solo cobra sentido retrospectivamente (o que carece de explicación por completo), vemos a Mat y a Andrea acostados sobre la cama de Alan y Farrah. Sin ninguna referencia a la pelea del día anterior (Andrea lo había echado de su casa agresivamente), Mat, casi sin pensarlo, invita a ella y a Ronnie a quedarse con él en el departamento, ya que están fumigando el edificio donde viven.

            Cuando Alan regresa sin Farrah mucho antes de la fecha indicada, pensaríamos que por fin estallarán los conflictos latentes entre los hermanos, pero Alan, evidentemente deprimido, simplemente se une a la rutina de los tres, prolongando el tiempo muerto de la fiesta (las botellas de aquella noche siguen estando por todos lados) en el que decidió no hablar cara a cara con Mat. Ahora no dice nada sobre Farrah ni acerca de sus planes de matrimonio. Lo que sigue son secuencias lánguidas donde se siente opresivamente el paso del tiempo: los personajes ven la televisión (que Mat y Ronnie recogieron en la calle, porque no había ninguna en el departamento) sin mayor interés, o toman varias siestas a lo largo del día, aventurándose a salir solo cuando escuchan la música del camión de helados dando vueltas por el vecindario. Además, desde que Alan volvió hay fallas de electricidad constantes en el departamento y, poco después, ocurre un apagón completo. El primero en hartarse de este estado letárgico de aislamiento es, curiosamente, Ronnie, el hijo de Andrea. Llama a su padre –odiado por su madre, quien dice que su voz es algo lo suficientemente tóxico como para embotellar y lanzar a terroristas– para que venga a rescatarlo.

            Andrea no tardará en huir. Dejado por su novia por segunda vez en menos de una semana, a Mat solo se le ocurre preguntar, “¿Qué quieres hacer hoy por la noche?”. Alan, dejándose llevar por completo por las inclinaciones de su hermano, lo acompaña en una noche de fiesta en la que Mat y un amigo suyo terminan inhalando cocaína desde el cofre de un carro. De camino a casa, Mat y Alan se atraviesan en la grabación de una película y roban un walkie-talkie para hacer bromas a los de la producción. En la mañana vuelve la luz al departamento, Mat casi no puede hablar por congestión nasal y Alan, con un ojo morado y vomito sobre su camisa, se pone a redactar una carta de disculpa a Farrah. Hay gritos y acusaciones, ocasionados no tanto por la resaca como por estar frente al otro con frustraciones acumuladas a lo largo de años, pero en lo único que coinciden es en considerar que acuchillar una puerta de madera repetidamente es la mejor manera de abrirla. La reparación o la mejora que anuncia el título termina siendo más bien una decisión consciente de dejar las cosas como están, es decir, inconclusas. Mat ni siquiera se despide.

            The mend, con esta conclusión, encuentra su lugar junto con dos retratos memorables que el cine norteamericano reciente nos ha otorgado de personajes neoyorquinos sin dirección, navegando el drift del tiempo: Frances Ha (2012) de Noah Baumbach e Inside Llewyn Davis (2013) de los hermanos Coen. Las diferencias entre las tres obras son iluminadoras. El ámbito social de Frances Ha está muy emparentado con el de The mend (en tanto que trata sobre personas a quienes Mat llama “bohemios” en tono de burla), pero aquella película es una celebración de la vida de Frances y sus peripecias por la ciudad, impulsadas por la energía frenética de la actuación de Greta Gerwig, mientras que Inside Llewyn Davis, una película de época situada en la escena de la música folk de Greenwich Village en 1961, es una elegía para su protagonista, quien, hay que admitirlo, es en ocasiones tan irresponsable y autodestructivo como Mat, pero que encuentra una especie de redención a través de su música. The mend no es una celebración ni una elegía. Es una mirada caustica dirigida a un grupo de personajes viviendo en suspenso, alternando entre el éxtasis y el terror ante el paso del tiempo.

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