Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Maggie Gyllenhaal, The Lost Daughter, Estados Unidos, 2021.


A veces, las primeras imágenes de un largometraje son pequeñas obras maestras que condicionan, o condensan, el resto de la película; por ejemplo, el famoso plano secuencia de Touch of Evil, la persecución inicial de Vertigo o el cuasi clip publicitario de Antichrist. Otras, el autor se decanta por algo menos evidente, incluso más onírico, que se irá desentrañando a lo largo del filme. Así ocurre con el ave rapaz que ataca a una paloma en la menos difundida Amator –no por no estar su director, Kieslowski, a la altura de los maestros Welles, Hitchcock o Von Trier, o con el mar que golpea sobre la arena donde yace un desamparado DiCaprio en la notable Inception de Nolan.

En esa segunda línea se inscribe el inicio de The Lost Daughter, en la que una no menos desamparada Olivia Colman deambula cerca de la playa y, tras unos primeros planos cámara al hombro, de noche, que son pura desorientación, acaba por desmayarse mirando al mar. De hecho, esa primera escena rodada en cuatro planos, tres, si obviamos un reajuste del montaje podría resumirse en una simple frase: “Una mujer angustiada se derrumba frente al mar”, pero contiene un manojo de emociones que solo una actriz de primer nivel puede transmitir en apenas un minuto.

Ese principio oscuro, lleno de desazón, cuyo sentido como en las películas de Kieslowski y Nolan se nos irá desvelando a lo largo de la narración, contrasta con las imágenes inmediatamente posteriores, en que una satisfecha Leda, el personaje interpretado por Colman, bañada por la diáfana luz del Mediterráneo, llega en coche a esa zona de la costa griega donde pretende pasar unos días de descanso. Es el anticipo de una serie de contrastes de las que The Lost Daughter está repleta.

La ópera prima de Maggie Gyllenhaal, a la que conocíamos en su faceta como actriz, pero que ha sorprendido gratamente con su primera incursión detrás de las cámaras, se nos presenta como una reflexión sobre la maternidad: sobre el peso que recae en una mujer joven, algo inmadura, cuando se ve ante la responsabilidad de criar a sus dos hijas, mientras intenta desarrollar su carrera profesional, y por encima de todo, las consecuencias que esto tiene.

Narrada en dos líneas temporales, por un lado vemos los conflictos con que debe lidiar la joven Leda, en una destacada actuación de Jessie Buckley los desencuentros con el marido, las infidelidades, la carga de ser madre, y por otro, cómo las decisiones que toma marcarán el curso de su vida y la perseguirán en forma de culpa, en la trama protagonizada por Olivia Colman. Ambas actrices fueron nominadas en la última edición de los Oscar en las categorías de mejor secundaria y principal, respectivamente. A ellas se suma una consistente Dakota Johnson, en su papel de madre despistada, que aviva los recuerdos de Leda en la etapa de madurez. Evocaciones en que con la cara de Buckley la vemos, por ejemplo, masturbarse, pero incluso en ese momento de placer, de estar consigo misma, las niñas la interrumpen. Las contradicciones, los contrastes, también están cuando poco después deja su hogar por una oportunidad laboral y a la vez observamos la preocupación por sus hijas.

A la hora de película, reaparece la inquietante imagen del principio: la caída de Leda sobre la arena a la orilla del mar. Quizá porque el abrumador presente en que se mueve, que ella misma se encarga de que sea así, encierra lo que el filme no escatima en mostrarnos: su affaire de juventud; lo inviable de afrontar una vida con marido e hijas, y por último la decisión provisional, aunque definitiva otro contraste para su existencia: dejar a sus niñas durante tres años para dedicarse a sí misma.

He ahí lo que arrastrará el resto de su vida: juzgarse como mala madre y no perdonarse por ello. Volvemos al gran tema de esta historia, ahora adjetivado: la maternidad imperfecta. En los últimos años, varios reconocidos directores nos han hablado del hecho de ser madre y sus derivadas, en lo que podríamos identificar como una corriente a la que se suma el trabajo de Gyllenhaal. Se trata de Naomi Kawase con sus True Mothers, Pedro Almodóvar con Madres paralelas y Céline Sciamma con Petite Maman.

True Mothers gira alrededor de la adopción en una sociedad como la japonesa, en la que Kawase nos muestra lo importante que es llegar a ser padres. Con el tono de un drama social y familiar, pero que por momentos raya en el thriller –como ocurre con The Lost Daughter–, la película pone en tela de juicio cierta hipocresía social con las madres adolescentes, a las que en algunos círculos se aparta del mundo para que alumbren a sus bebés y después los entreguen en adopción a familias mejor situadas económicamente. Un duro retrato sobre cómo eso puede marcar también a una joven madre para el resto de sus días, siendo aquí otros quienes toman las decisiones por ella.

Por su parte, con Madres paralelas Almodóvar aborda el deseo de las protagonistas de tener o no a sus bebés, y cómo, cuando se descubre que los han intercambiado, todo irónicamente cambia, en la línea del director. Como ya se analizó en otra reseña de Criticismo,no es su película más lograda, pero trata cuestiones sobre la maternidad que llevan a la reflexión: fundamentalmente, el deseo y la angustia por ser madre (o dejar de serlo), algo que se plantea además desde la relación romántica entre dos mujeres, o la homosexualidad, otro de los grandes temas del cine de Almodóvar. Y no podemos dejar de mencionar esa pequeña joya que es Petite Maman, un canto al amor y la amistad entre una madre y una hija, con una magia que emociona y un juego espacio-temporal digno de admirar, por parte de una Céline Sciamma que ya nos había maravillado con su Portrait de la jeune fille en feu (Retrato de una mujer en llamas).

El fenómeno cinematográfico sobre el hecho de ser madre ha tenido especial eco en España, donde en los últimos meses se han estrenado otras tres películas que tocan la cuestión de una forma u otra: La hija, de Manuel Martín Cuenca; Culpa, de Ibon Cormenzana, y La jefa, del debutante Fran Torres. Y si nos vamos fuera de lo cinematográfico, he ahí el Club de Malasmadres, que se fundó en 2014 también en este país “con el objetivo de desmitificar la maternidad y romper el mito de ‘la madre perfecta’ ”, según dice su página web.

Con este caldo de cultivo, aquí y allá, The Lost Daughter se construye como una cinta que dialoga consigo misma, sustentada en ese juego de espejos en que Olivia Colman se ve reflejada en Dakota Johnson, y a la vez vemos a su personaje cuando debía de tener la misma edad, encarnado por Jessie Buckley.

Y al mismo tiempo es como si toda la historia funcionara como un juego de muñecas matrioshkas. La primera muñeca o punto de partida sería Elena Ferrante, autora de la saga Dos amigas, cuyo éxito dio realce a esa novela anterior, publicada originalmente en italiano en 2006. Así fue como, cinco años después, La figlia oscura se tradujo al español conservando el título literal de la novela, como ha ocurrido ahora con la película. En inglés, sin embargo, decidieron traducir la novela como The Lost Daughter (La hija perdida) en 2008, y para el filme se ha mantenido el mismo título, que a decir verdad parece más adecuado para lo que vemos en pantalla que La hija oscura (en su traducción al español), salvo que y es solo una hipótesis con lo que hace a lo largo de la historia, el personaje de Leda se esté vengando de sí misma a través de Nina. La segunda matrioshka tendría la cara de Maggie Gyllenhaal, que no solo dirige la película, sino que también la produce y firma el guion adaptado. Antes de eso, solo había realizado uno de los cortometrajes de la serie Homemade, con aportaciones de cineastas de todo el mundo que rodaron condicionados por el confinamiento.

A juzgar por el resultado de The Lost Daughter, podríamos decir que la autora no ha necesitado más horas de vuelo para levantar un notable primer largometraje, salvo todo lo que pueda haber aprendido en sus años como actriz y dentro del núcleo familiar. No en vano debutó cuando solo contaba con quince años en Waterland (1992), dirigida por su padre, Stephen Gyllenhaal, y después ha participado en una treintena de largometrajes. También su madre, Naomi Foner, es cineasta, habiéndose dedicado sobre todo a la escritura y a la producción, y el reconocido intérprete Jake Gyllenhaal es su hermano menor.

Tras descubrir la de la directora, aparece la tercera matrioshka: Olivia Colman, con su excepcional interpretación. La actriz británica, que hizo sus pinitos con series de la BBC como Bruiser o People Like Us entre 2000 y 2001, y pasó por la The Office inglesa en 2002, trabajó mucho para la televisión en sus primeros años, con alguna aparición esporádica en largometrajes. En 2007 empezó a poner el pie de manera más firme en el mundo del cine con tres películas: Hot Fuzz, Grow Your Own y I Could Never Be Your Woman, esta última ya una producción estadounidense con Michelle Pfeiffer al frente del reparto. Pero lo que siguió no fue un cambio de medio, sino la combinación de ambos, con su intervención en series de prestigio como Beautiful People o The Night Manager,pero sobre todo Fleabag, donde interpreta a la madrastra de Phoebe Waller-Bridge, y The Crown, en que la vemos ni más ni menos como a la reina Isabel II. A esto cabe añadir sus apariciones en la gran pantalla, donde destacan su incorporación de la hija de Margaret Thatcher/Meryl Streep en The Iron Lady;su doble colaboración con Yorgos Lanthimos en The Lobster y The Favourite –aquí como otra reina británica, Anne, mucho más histriónica que la actual, y muy bien secundada por Emma Stone y Rachel Weisz y sobre todo su gran papel como hija de un inconmensurable Anthony Hopkins en The Father, que le valió su anterior nominación al Oscar como actriz secundaria, tras haberlo ganado como principal por The Favourite.

Poco más se puede decir de una intérprete a la que en los últimos años los éxitos le llueven, tanto en premios como en reconocimiento de crítica y público. Sobre su interpretación en The Last Daughter, quizá podamos añadir que dota a su personaje de una gama de matices extraordinaria, con unos comportamientos atípicos, ocultos, inexplicables volviendo a los contrastes que decíamos al principio, a los que da credibilidad con sus silencios, sus penetrantes miradas y sus esporádicas risas y sonrisas. Estamos ante otro trabajo cumbre de la británica, que se suma a otros de los últimos cinco o seis años ya mencionados.

Albergadas por el personaje de Colman, la cuarta y la quinta matrioshkas casi irían de la mano. Por un lado, tenemos a Jessie Buckley, en su papel de joven Leda, y apurando algo la metáfora dentro estaría Dakota Johnson, como Nina, esa madre con que la Leda madura se identifica. Y a partir de aquí, definitivamente, nuestro juego de muñecas se bifurca: Buckley incluiría a sus dos hijas, a las que solo vemos de niñas, y Johnson a la suya, Elena, que incorpora la pequeña Athena Martin. Esta aún podría incluir una última matrioshka, que resulta fundamental para la trama: su muñeca. La segunda mitad de la película gira alrededor de la desaparición de ese juguete, pero ante todo lo hace el clímax, en un cara a cara entre Olivia Colman y Dakota Johnson que eriza la piel, y que da el elemento esencial que explica la imagen del principio.

Así llega la resolución del filme, que es una especie de redención de la protagonista, en la que convergen dos componentes que fueron claves en su pasado y que habían desaparecido de su presente: las conversaciones telefónicas y la peladura de una naranja para extraer una especie de serpiente. “Don’t let it break. Peel it like a snake”, repiten al unísono una joven Leda y su hija, en la referencia a un animal que no es casual, como nada lo es en esta cinta.

La función ha terminado, pero permítanme redondear con dos apuntes que hacen de esta la gran obra que es. Tratándose de una película de mujeres, están bien acompañadas por dos hombres: por un lado, el veterano Ed Harris, como el anciano administrador de los apartamentos vacacionales, y por otro, el chico del chiringuito, Paul Mescal, con quien Colman comparte una desenfadada cena. Last but nost least, una envolvente música acompaña a las con frecuencia potentes imágenes. A cargo de Dickon Hinchliffe, uno de los temas de la banda sonora incluye la definición que de sí misma hace Leda y que lo resume todo (o casi): “I’m an unnatural mother”.

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