Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Wes Anderson, The French Dispatch, Estados Unidos, 2021.


Decía Borges que el barroco es el arte que linda con su propia caricatura. Con The French Dispatch, Wes Anderson se acerca peligrosamente a cumplir el dictum borgiano puesto que The French Dispatch es Wes Anderson rococó. No hay un centímetro cuadrado de la pantalla que no rebose andersonismos. Sin duda es su película más ambiciosa y formalmente la más audaz, tanto que corre el riesgo de caerse por su recargo. Hay instantes en que uno tiene la sensación de estar viendo al maestro confitero regodeándose en su preciosismo, olvidando quizás que el pastel debe llevar algo más que betún. Sin embargo, tras una segunda visita a Ennui-sur-Blasé y una atenta relectura de la labor de Arthur Howitzer Jr. y su pandilla de escritores expatriados, me descubro de nuevo desarmado por este cineasta que, a pesar de sus excesos, no ha hecho nunca nada falso.

The French Dispatch es una antología de historias unidas bajo el marco de una revista The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun. El espectador toma el rol de suscriptor que lee el último número, formado por un obituario para el fundador y editor de la revista, Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), una breve guía de viajes firmada por el ciclista flâneur del bajo mundo Herbsaint Sazerac (Owen Wilson), el retrato de un asesino y genio artístico y su musa-custodia de la mano de la crítica de arte J. K. L. Berensen (Tilda Swinton), el reportaje de una protesta estudiantil por parte de Lucinda Krementz (Frances McDormand) y una crónica de una cena convertida en trepidante rescate escrita por Roebuck Wright (Jeffrey Wright). The French Dispatch es un trasunto de The New Yorker y su editor y colaboradores son cada uno a su vez reflejos o amalgamas de algunas de las plumas más famosas que pasaron por la revista neoyorkina.

Ya desde su muy temprana juventud, Anderson pasaba sus ratos libres leyendo The New Yorker en la biblioteca de su secundaria. Su devoción es tal que en 2003 trató de comprar el archivo de la revista. No lo logró, pero más tarde se hizo con la colección de cuarenta años de números que la Universidad de Berkeley puso en venta. Es decir que con The French Dispatch Wes Anderson continúa una tradición de homenajes. Varias de sus películas están dedicadas: The Life Aquatic with Steve Zissou a Jacques Cousteau, The Darjeeling Limited al cine de Satyajit Ray, The Grand Hotel Budapest a Stefan Zweig. Cuando le ofrecieron hacer Fantastic Mr. Fox aceptó por ser admirador de Roald Dahl (uno de sus próximos proyectos, por cierto, es una nueva adaptación de una obra de Dahl). Es decir: Wes Anderson ha tenido la inmensa fortuna de hacer carrera en torno a revisitar, reinterpretar y explorar aquello que ama.

Tal vez a ese cariño se deba, al menos en parte, el desborde de The French Dispatch. En ella hay: cambios de blanco y negro a color, narración paralela en pantalla dividida, subtítulos que aparecen de formas no convencionales en pantalla, una secuencia animada, tableaux vivants monumentales, escenarios que se abren en medio de la acción y una obra de teatro insertada dentro de una de las historias. El diseñador de producción de confianza de Anderson, Adam Stockhausen, estima que se construyeron 125 sets para transformar la ciudad francesa de Angoulême en la ficticia Ennui-sur-Blasé, incluyendo abundantes e intrincadas miniaturas. Todo esto no se trata de un simple caso de “estilo sobre sustancia”, sino del derroche que caracteriza a las cartas de amor. Anderson, como el editor de su película abrumado por el cariño que siente hacia sus escritores, encuentra difícil hacer recortes.

El resultado es entonces a la vez espectacular y frustrante pues tiene momentos sublimes y otros que habría sido mejor ahorrarse. El problema con las antologías es que suelen ser desiguales y, como estructuralmente las piezas no cuentan con la independencia de un verdadero cortometraje, las más débiles tienden a arrastrar consigo a las más sólidas.

En este caso la mejor historia es indiscutiblemente la de The Concrete Masterpiece, donde Benicio del Toro interpreta a Moses Rosenthaler, un hombre condenado a cadena perpetua en la prisión de Ennui por homicidio múltiple quien tiene un talento pictórico extraordinario, descubierto por el agudo y oportunista Julian Cadazio (Adrien Brody), también preso por delitos fiscales. Moses tiene como musa a la guardia, Simone (Léa Seydoux), quien tiene una relación erótica y artística con él.

Esta es, a mi gusto, una historia perfecta, y si pudiéramos extraerla de la antología como se extrae el inmenso fresco pintado por Rosenthaler de la prisión, creo que sería uno de los mejores trabajos de Wes Anderson en general. En ella se condensa sin concesiones la ambición que caracteriza a The French Dispatch, pero cada elección estética, por indulgente que sea, está justificada. Las transiciones de color a blanco y negro son elocuentes y las abigarradas composiciones reproducen la escala épica de los grandes cuadros románticos. Por otro lado, es el único segmento que captura el espíritu de Wes Anderson, aquello que caracteriza y anima a su obra: la obsesión con el amor trágico, la frialdad externa y el candor contenido, esa mezcla de tristeza y absurdo, de levedad y pesadumbre y esa forma de decir con el mismo tono las cosas más graves y las más estúpidas. Cuando Simone rechaza el amor de Rosenthaler de tajo, Moses le dice: “Eso me lastima. La crueldad, la sangre fría con la que lo dices” y cuando es forzado a explicar por qué quiere unirse al taller de artes plásticas de la cárcel dice: “Tengo que hacer algo con las manos, de otra manera creo que me suicidaré. Y es por eso que me apunté al taller de arcilla, alfarería y tejido de canastas”. El personaje de Moses está entre los más memorables del abundante universo andersoniano y su relación con Simone entre las más enternecedoras y ambiguas. Ella no lo ama, pero lo entiende y lo admira. Lo anima a seguir y posa para él, mas también lo controla, subvirtiendo así la dinámica clásica de musa y artista. Como Moses afirma cuando Cadazio lo felicita: “Todo es Simone”.

Lamentablemente a esta pequeña obra maestra le sigue el segmento más flojo, Revisions to a Manifesto, basado en las crónicas y anotaciones de Mavis Gallant durante las protestas de París en 1968. En él, Lucinda Krementz sigue de cerca la revuelta conocida después como “La revolución del tablero de ajedrez” desde sus humildes orígenes en la exigencia de que los estudiantes varones puedan acceder a los dormitorios femeninos (génesis que, por imposible que parezca, es fiel a la historia del París del 68). Krementz, una escritora severa en aspecto y carácter inicia un amorío breve con Zeffirelli (Timothée Chalamet), uno de los líderes del movimiento estudiantil. El segmento no es malo. Tiene incluso momentos brillantes como el suicidio de un joven obligado a enlistarse en el ejército que “ya no puede imaginarse a sí mismo como un adulto en el mundo de sus padres”, o bien el despegue de Zeffirelli y Juliette en una motoneta hacia los confines de la galaxia, y sobre todo la muerte anticlimática de Zeffirelli cuyo rostro “reproducido en masa y envuelta en plástico será vendida como chicles a aquellos proclives a buscar héroes”. El problema con Revisions to a Manifesto es más bien que en conjunto la sección se siente efectista y “no de una buena manera”, para citar las críticas que hace Juliette al manifiesto de Zeffirelli. Es irónico que la sección, basada en la corrección de un texto, parezca un primer borrador. Sus protagonistas se sienten como muñecos moviéndose en dioramas creados más para recuperar la estética perdida del París de la Nouvelle Vague que para poner en escena las preocupaciones centrales de Mavis Gallant: la pureza de los ideales de los jóvenes, lo admirable de su valentía, la inevitable confusión de su ideología con su angustia por vivir en un mundo que no está hecho para ellos .

Y la última parte, The Private Dining Room of the Police Commissioner, trata sobre la visita del escritor Roebuck Wright al comandante de policía de Ennui-sur-Blasé (Mathieu Almaric) para probar la legendaria comida del chef Nescaffier. Mientras cenan, delincuentes organizados encabezados por el Chaffeur (Edward Norton) raptan a Gigi, el hijo del comandante. La trama de esta viñeta es la más burlesca, incluyendo una trepidante persecución animada al estilo de Las aventuras de Tintín, una improbable tregua culinaria y un mortal desenlace envenenado. Para añadir complejidad narrativa, el artículo donde se cuenta la historia está siendo citado de memoria por el propio Roebuck Wright durante un programa televisivo años después de los sucesos y de la publicación del texto.

Hay algo que agria un poco el platillo que se sirve en The Private Dining Room. Para quien ha leído, escuchado y visto a James Baldwin será evidente que el novelista y ensayista es la principal inspiración detrás de Roebuck Wright (agregándole aspectos de A. J. Liebling). Pero Baldwin era famosamente hostil a cualquier intento de tomar de él solo al autor dejando de lado al activista. Retratarlo entonces como un escritor gastronómico al centro de una rocambolesca comedia es una decisión extraña y tal vez ingenua. No obstante, a través de los saltos de marco y formato, Anderson logra colar momentos de reflexión que le hacen justicia aunque sea aisladamente a Baldwin, como cuando el entrevistador pregunta a Wright por qué a pesar de sus enciclopédicos intereses el tema que más ha tratado en su obra es la comida y el escritor responde que a menudo “el festín solitario ha sido como un camarada, mi gran consuelo y refuerzo” (Baldwin habló de su aislamiento en París, ciudad a la que se exilió para huir del racismo y a la que describió como un lugar “para el extranjero lleno de altos techos polvorientos que no pueden ser habitados”), o cuando habla de la vez en que fue encarcelado por “amar de la forma incorrecta” (Baldwin, como Wright, era homosexual).

En la conclusión de esa última viñeta se encuentra además la mejor línea de la película, que reenfoca su historia y la antología entera tiñéndolas de nostalgia, esa misma nostalgia que recorre como un río subterráneo la obra entera de Wes Anderson. Nescaffier y Wright, ambos extranjeros en Ennui, tienen una sentida conversación. Nescaffier dice: “Buscamos algo que nos falta. Nos hace falta algo que dejamos atrás”. Esa es la clave, creo, de la filmografía de Anderson. Esa su brújula, su lema y su mensaje.

Hace ya varias décadas que los críticos franceses desarrollaron el concepto de “autor” en el cine, aquellos cineastas cuyas obsesiones temáticas y visión estética son tan marcadas que sus películas se vuelven indisociables de su personalidad. Es sin duda el caso de Wes Anderson. Basta un fotograma para adivinar su firma, un par de líneas de diálogo para reconocer su tono. Pero cuando un autor tiene un estilo en extremo idiosincrático se corre el riesgo de que este se vuelva, a ojos del público, la única razón de ser del artista. La estética andersoniana –paleta de colores limitada, obsesión con la simetría y composiciones perfectas, paneos de 90°, snap zooms y travellings laterales, amplios planos generales estáticos, diálogo amanerado y seco– le ha granjeado ardientes fanáticos, irregulares discípulos y desdeñosos detractores, y ha adquirido vida propia: ahí están como prueba las abundantes parodias (en Los Simpsons, Saturday Night Live, Padre de familia) y el libro Accidental Wes Anderson (basado en una popular cuenta de Instagram) que recopila fotos de espacios cuyo mérito es parecer salidos de una película del director tejano.

Todo ello contribuye a oscurecer la verdad que Anderson explora en cada nuevo proyecto: “Buscamos algo que nos falta. Nos hace falta algo que dejamos atrás”. Todas sus películas tienen algo de elegía: las amistades que se dejan atrás, los amores que no fueron, las relaciones que se quebraron, la libertad de la niñez que termina, los deseos incumplidos, la muerte. Como Stefan Zweig, Anderson siempre está diciendo adiós al mundo de ayer. No olvidemos que el único número que nos es dado conocer de The French Dispatch es el último, titulado además obituario.

La mayoría de nosotros andamos en busca de algo y nos movemos esperando su encuentro. La tragedia es darse cuenta de que tal vez aquello que deseábamos estaba allí, en esos sitios que ya no son nuestros y a los que no podemos volver. No hay antídoto para esa tristeza. Pero “quizás”, como dice Roebuck Wright a Nescaffier, “con algo de suerte encontraremos aquello que nos eludió en los lugares que alguna vez llamamos hogar”.

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