Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Elena Garro, Teatro completo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2016, 404 pp.


El lector siente, cuando concluye las dieciséis piezas del Teatro completo de Elena Garro, que ha recorrido una cordillera con sus cumbres conquistables —otras, inexpugnables—, portillos, valles, desfiladeros y cañones. Bajo esas dieciséis capas de lava estratificada en el canon de la literatura mexicana, se cierne la amenaza de un volcán sin extinguir llamado Elena Garro (1916-1998). Como un personaje fantasmagórico desencantado y huidizo, la autora recorre ad infinitum sus páginas, empapadas de una magnética obsesión por el tiempo, así como de una empecinada lucha por individualizar su voz, contradictoria y libre.

En el documental La cuarta casa, un retrato de Elena Garro (José Antonio Cordero, 2001), la autora comparte una serie de anécdotas de su infancia que, a manera de cordada, ayuda a escalar al lector por estos textos dramáticos de inconfundible orografía (el tono lírico de sus didascalias convive con elementos fantásticos, oníricos, realistas, épicos e incluso maniacos). “En la casa —rememoró Elena Garro a principio de los noventa, poco después de su regreso a México— había dos o tres relojes de péndulo. En la noche se quitaba el péndulo, porque mi papá pensaba que así detenía el tiempo”. Elena Garro convierte su pluma en un gancho eficaz para retirar el péndulo de la realidad. De esta manera, deja que el tiempo se revuelva y provoca, ante los ojos atónitos del lector, multiversos concatenados en círculos concéntricos; una suerte de “Las ruinas circulares” de Jorge Luis Borges. De hecho, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo incluyeron un único texto mexicano en su celebérrima Antología de la literatura fantástica. El elegido fue Un hogar sólido, la perturbadora obra de un acto de Elena Garro, con la que dio sus primeros pasos como dramaturga.

Su teatro bebe del toque poético intencionadamente naif de Federico García Lorca y también del “deslumbrante mundo de la fantasía española” de clásicos como Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón de la Barca. Elena Garro escribió bajo su influjo La dama boba, un inteligente juego metateatral, aunque ella siempre dudó de su calidad como dramaturga: “Me proclamo discípula, mala, pero discípula, de los escritores españoles”. Por obras como Ventura Allende o Benito Fernández se la vinculó con el teatro del absurdo de Eugène Ionesco, aunque ella se rio de esta asociación. En cuanto a México, respetó profundamente a Rodolfo Usigli, y asistió a la primera lectura de El gesticulador. “Recuerdo a Usigli —escribió en una carta fechada en 1982— con su monóculo, colgado de una cintita negra, así como sus gafas, muy especiales, sus polainas grises y su gran desesperación por expresarse”.

La Garro respiraba literatura o lo era. Le costó ser lectora, porque veía más allá de las simples letras: “Mi papá —contaba con esa mirada perdida que se prendió de sus pupilas en los últimos años— estaba muy avergonzado porque yo no sabía leer. No me fijaba en que la monja estaba diciendo: ‘La a por la patita, la o por el rabito’. Yo estaba viendo los polvos. ¿No te has fijado que entran rayos de luz en la mañana y que se ven polvitos de colores: azules, verdes, amarillos, y están girando, girando, girando… Yo me imaginaba que cada puntito de esos era un mundo chiquito y que ahí dentro vivía gentecita”. Solo alguien capaz de pensar así durante su infancia puede escribir como ella lo hacía. “Hubo un tiempo —dice Clara, protagonista de La señora en su balcón— en que corrí por el mundo, cuando era plano y hermoso. Pero los compases, las leyes y los hombres lo volvieron redondo y empezó a girar sobre sí mismo, como un loco. Antes, los ríos corrían como yo, libres; todavía no los encerraban en el círculo maldito… ¿Te acuerdas?”. Hubo un tiempo en el que Elena Garro fue una niña rampante que trepaba por los árboles para otear, con todo descaro, el mundo habitado por hombres y mujeres aprisionados en las convenciones (Andarse por las ramas es una pieza imprescindible para entender su dramaturgia, pero también sus ansias de libertad).

Ya sea por su cultura occidental, y la sombra del eterno retorno nietzscheano; ya sea por su interés por la cultura indígena, y la creencia en una existencia cíclica, la escritura de Elena Garro gira en torno al camino en espiral que recorren los muertos, “sus” muertos. El Teatro completo comienza con Un hogar sólido, donde los finados de la familia se reencuentran en un sorprendente espacio escénico, el panteón: “¡Eso soy yo! ¡Las losas de mi tumba!”.  Finaliza este volumen con La parada San Ángel (la última de sus obras, escrita entre 1970 y 1980). En ella, los muertos, que prefieren ignorar que son muertos, asisten a la demolición de la residencia familiar: “¡Dios mío, no permitas que me convierta en un mendigo sentado a la puerta de una iglesia!… ¡No lo permitas!”. Por aquellos años, la autora vivía su particular exilio europeo junto a su hija, Helena Paz Garro. En Madrid, atravesaron por circunstancias rayanas en la indigencia.

Esta relación entre la experiencia vital de la autora y lo que exclaman sus personajes nos da pie a exponer otros dos puntos cardinales de su dramaturgia. Por una parte, su vida siempre fue la materia prima de sus obras: “Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico”, reveló a Roberto Páramo, en 1967. Siguiendo esta misma línea, afirmó: “Como creo firmemente que lo que no es vivencia es academia, tengo que escribir sobre mí misma”. Por otra, su fascinación por “el revés”: “Mi amor al teatro nació justamente del enorme revés y derecho que existe en él”. Elena Garro comenzó su carrera entre bambalinas, como coreógrafa en la Universidad de México, junto a Julio Bracho. Por eso, conocía de sobra el escenario, pero también su trasfondo escénico. Esta pasión por observar el derecho, pero también el revés, surgió en su infancia. En sus andanzas por la enorme casa familiar de Iguala, descubrió que una cosa es un colchón (superficie afable) y otra, los resortes invisibilizados que lo conforman: “Me preguntaba por qué las cosas tenían un revés. Te enseñaban lo bonito y escondían lo feo. Escondían el revés y lo que veías no era cierto”.

A lo largo de su producción teatral, Elena Garro deambula entre lo visible y lo oculto, entre quienes se ilusionan y quienes no (como en El Encanto, tendajón mixto); entre la visión infantil y la adulta; entre la biografía disfrazada y el cuerpo desnudo y expuesto. En su vida y en su obra, la escritora deseó trastocar el orden natural y hallar un envés más luminoso que el derecho. Cuando muestra la cara evidente de su historia (como en La mudanza, basada en su odiada familia política, especialmente, en la madre y tía de Octavio Paz; o en Sócrates y los gatos, inspirada en sus pasos tras la matanza de Tlatelolco), la voz de la escritora se transforma en un desgarrador filo de navaja. Resuena en cada línea el rencor y el terror de una niña grande encadenada a un tronco sin ramas por el que duele trepar. Ese tronco es el odio que alimentó hacia Octavio Paz, su esposo entre 1937 y 1959: “En la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz”. A la par que alimenta este continuo odio encarnizado, da a luz a Felipe Ángeles, un héroe íntegro que protagoniza una de sus obras más interesantes y, por qué no, más deliciosamente maniquea: “La política no es un fin, la Revolución no es un fin: son medios para hacer hombres a los hombres. Nada es sagrado excepto el hombre. Hay algo frágil, débil, pero infinitamente precioso, que todos debemos defender: la vida”.

En La dama boba, Elena Garro pone en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: “Y de paso le digo que hay que decir lo que uno quiere decir y no lo que otros quieren que diga. Porque diciendo uno lo que no quiere decir, le pasa también lo que uno no quiere que le pase”. A Elena Garro todo —menos su luminosa literatura— le salió al revés. Dijo más de lo que quería decir y le pasó lo que no quiso que le pasara: “No soy feliz, pero tampoco soy desdichada. Soy neutra”, confesó en una de sus últimas y demoledoras entrevistas. Sus escritos, sin embargo, no son ni neutrales ni del gris de las lenguas de lava sedimentada y fría. Los lectores de sus obras teatrales, de sus cuentos perfectos, de sus artículos incendiarios o de sus novelas de calado fantástico aún avistan, en alguna de sus páginas, el cráter de un volcán, en tiempos desbocado, que responde al nombre de Elena Garro.

 

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