Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Weselina Gacinska (ed.), Soplo de vida. Antología de animales, Ojos de Sol, Madrid, 2021, 144 pp.


¿Por qué una antología sobre animales? O, mejor dicho, ¿para qué? En su magnífico prólogo, la editora Weselina Gacinska se pregunta si Soplo de vida puede entenderse como un libro ecológico. Si pensamos lo ecológico como una serie de interacciones entre todos los seres vivos, reflexiona, entonces la respuesta es sí. Sin embargo, me pregunto yo ahora, si la poesía es el arte de la palabra, que es precisamente lo que nos distingue del resto de animales, ¿cómo puede la poesía desbordar el territorio del logos, de la palabra–razón, y desafiar la frontera que nos separa de lo animal? Sé que esta división aristotélica no es la única, pero no me interesa como verdad, sino como punto de partida para pensar la antología que nos ocupa.

Soplo de vida: antología de animales reúne textos de veintiocho poetas que, con gran destreza poética, arrojan una mirada sensible y diversa sobre el reino animal. La temática animal no es lo único que une la multiplicidad de propuestas, sino la inteligencia con la que los poetas van más allá del trabajo estético para plantear cuestiones filosóficas y morales que Gacinska recoge y amplía en su lúcido prólogo. Los poetas son Verónica Aranda, Sandra Benito Fernández, Adán Brand, Ingrid Bringas, Valeria Canelas, César Cañedo, Valeria Correa Fiz, Andrea Sofía Crespo Madrid, Lucía Cupertino, Elisa Díaz Castelo, Miguel Ángel Feria, Daniel Fernández Rodríguez, Sesi García, Berta García Faet, Carlos García Mera, Maricela Guerrero, Alberto Guirao, Pedro Martín Aguilar, Diego Medina Poveda, Carla Nyman, Federico Ocaña, Ana Pérez Cañamares, Sergio Pérez Torres, Óscar Pirot, Benito del Pliego, Antonio Rivero Machina, Andrea Toribio y Karen Villeda. Además, la antología cuenta con la sencillez y la elegancia de las ilustraciones de Pablo Cabrera Ferralis. Aunque la variedad de temas es impresionante, una distinción que me ayuda a abordar el análisis es la división en tres ámbitos cruciales: lo mitológico, lo urbano y lo natural.

La relación entre lo mitológico y lo urbano, tomando como tercer elemento lo natural, me conduce a Dialéctica de la Ilustración, obra en la que Adorno y Horkheimer llevan a cabo una crítica de la modernidad que tomo como guía a la hora de interpretar estos poemas. El pensamiento ilustrado, proponen los filósofos de la Escuela de Frankfurt, se relaciona con las cosas mediante el sometimiento, porque solo las conoce con el objetivo de dominarlas. Sin embargo, el germen de esta razón instrumental se encuentra ya en el mito, que trata de someter el conjunto de la realidad a la comprensión y al relato. El poema de Verónica Aranda sobre los caballos de las amazonas recoge esta conjunción mitológica entre lo mágico y la dominación, no solo animal sino también narrativa: “Pienso en las amazonas / que, en soledad, doman caballos grises / … / Cada relincho narra / una epopeya frágil”. El mito es, por tanto, el momento en el que el hombre y su razón totalizadora irrumpen apropiándose de la naturaleza, convirtiéndola en instrumento de civilización. Así lo reflejan los relatos que cuentan el robo del fuego sagrado, como hizo el titán Prometeo y también el tlacuache que, según Lucía Cupertino: “quemó su piel y la cola, sacrificó su belleza / para robarle el fuego a los dioses / y entregarlo a nosotros, los malparidos”.

Pero en el proceso de dominación, cosificación y olvido de la naturaleza –y continúo leyendo desde Adorno y Horkheimer– el ser humano ha terminado por olvidarse a sí mismo, por renunciar a pensar el propio pensamiento y por convertir la razón en una mera fe. La naturaleza se venga de nosotros. Y para reencontrarnos es necesario recurrir al animal divino, responder al enigma que, como un espejo, la Esfinge le plantea a Edipo: “este gato que te interroga como una esfinge”, escribe Antonio Rivero Machina.  El tema del reconocimiento, tal vez egoísta, a través del animal, desborda el ámbito de lo mitológico y aterriza en lo doméstico. Así, Andrea Sofía Crespo Madrid, hablando de la lentitud de la tortuga morrocoy dice: “por ti conozco el derroche de los huesos / donde reina la lentitud / que abre la palabra”.

Los poemas situados en el ámbito urbano plantean de forma acertada e inevitable la problemática de la relación del humano con el animal doméstico, que es compañía fiel marcada por la diferencia de especies. Por un lado, se pone de manifiesto el cariño y el dolor ante las pérdidas: “El humano alboroto, el ladrido alegre, / su lengua que lamía el aire y las heridas: / todo su ser / se lo ha tragado un tiempo sigiloso”, recuerda Diego Medina Poveda. Por otro lado, la diferencia se aborda especialmente desde la limitación del lenguaje humano, racional, a la hora de comunicarse con los animales, que recurren a otros mecanismos: “pero mirar es todo / el lenguaje que tengo / … / porque he leído que así / sonríen los gatos”, escribe Valeria Canelas. Aunque tendemos a pensar que la palabra basta para reunir la totalidad de la experiencia, el contacto con el animal revela que es insuficiente.

Fuera de la casa, el animal callejero retoma una de las figuras que, de la mano de Baudelaire, abre la modernidad poética: el flâneur, paseante de la ciudad moderna que, en este caso, se transfigura en animal universal que transita los márgenes del mundo: “Los gatos andan lamiendo el viento de las esquinas, / por eso siempre ignoran dónde acaba el recodo, / a qué ciudad pertenecen”, dice Antonio Rivero Machina a propósito de los gatos de Atenas. Pensando en el perro callejero, Sesi García retoma el moderno tedio baudelaireano: “Todo el esplín que traes en los ojos / –souvenir de la calle, de aquel lustro vagando / y haciéndote sombre y escondrijo– / se reduce a secreto cuando miras la vida”.

En contraposición a lo urbano, lo natural se plantea como el tránsito hacia un lugar contemplativo y silencioso. Con humor habla Daniel Fernández Rodríguez sobre un mirlo que “da otro salto / hacia ningún otro lugar / sobre la hierba aún mojada / donde, muy cerca, un ciudadano / lleno de buenas intenciones / procura –no hay manera– / buscar algo de paz”. Y si en lo mitológico se inicia la historia de dominación de la naturaleza que nos lleva a lo urbano, en el ámbito de lo natural los poemas se permiten plantear la pregunta de cómo historiar la naturaleza, y de si es posible hacerlo. Escribe Valeria Canelas: “cuerpos en la historia / … / Tal vez nuestro tiempo / se ha agotado en la / sola intuición del encuentro”, contraponiendo el tiempo histórico al instante del acontecimiento instintivo, animal. Lo mismo sugiere Carlos García Mera al hablar de jilgueros y hormigas: “Deja seguir el curso que la tierra / dispone. El crecer lento / del pétalo, la hendidura en la sombra / del naranjo. Contempla / a las hormigas y cómo dan el mismo / afán a cada día”. Por su parte, Alberto Guirao representa con ironía el choque entre el animal y la civilización: “Una cigüeña aplastada contra la bóveda de la catedral es subsidio de plumas coronadas.  […] ¡Bendita cigüeña aplastada entre piedras-abalorios cincelados en el siglo XVI!”.

Pero lo natural, por supuesto, es también el hogar arruinado de especies en proceso de extinción. El progreso y la dominación técnica han conducido a la devastación. A propósito de los koalas atacados por la clamidia y los incendios forestales, escribe César Cañedo: “Infectados huelen a fogata recién apagada. / También se apagan sus hijos a futuro / y les duele lo que tienen de bosque”. De forma aún más significativa, Maricela Guerrero habla de cómo la industria farmacológica (que, como el pensamiento ilustrado, salva a la vez que aliena) afecta a las aguas y sus habitantes: “luz, anfetaminas, xanax, valium, cocaína / pulular en lagos, ríos, arroyuelos, mares / conciencia de un torpe pez soy, luz que no clarea”. Y Karen Villeda, en la voz de un caballo Appaloosa, sentencia: “Nunca galoparé porque el hombre blanco me hará su / bocadillo”.

Retomo aquí la pregunta inicial: ¿cómo escapar del sometimiento del logos mediante un arte que se construye con la palabra? Recuerdo de una cita de Olvido García Valdés que dice: “El poema es siempre retrospectivo, pero la dilatación lírica se adhiere a la respiración”. Aunque el poema hunda sus raíces en la historia o la biografía, el pulso lírico tiene que ver con la intuición, con el latido, con una respiración que se acerca más a la voz o phoné animal que al logos humano. La poesía requiere de la palabra y la razón para existir, pero no es lo único que necesita. Sin los ritmos del cuerpo, del animal, la poesía no existiría.

Pero ¿para qué sirve todo esto? ¿Para qué la poesía? Para nada productivo, por supuesto. Me gusta seguir a Adorno en su Discurso sobre poesía lírica y sociedad cuando considera que el espíritu lírico es una forma de reaccionar ante la cosificación del mundo, ante el dominio totalizador de la mercancía. Contra el fetichismo de las cosas, la palabra poética –que no se encuentra únicamente en los poemas ni en el vuelo elevado del pájaro, sino también en la ciudad y los perros callejeros– lucha por ser inaprensible, irreproducible, ajena a las lógicas del mercado. Gracias a ella, dice Adorno, el sujeto puede desprenderse de sí mismo y resonar en el lenguaje, sin resto de materia, hasta que el lenguaje mismo adquiera voz.

Es la respiración, el latido, el ritmo del poema lo que nos permite alejarnos de la razón dominadora, no para destruir por completo el discurso lógico-racional, sino para trenzarlo con la razón poética que, por su parte, propone María Zambrano. De forma inteligente, profunda y humilde, así lo hace esta antología. Soplo de vida: antología de animales apuesta por una poesía sensible y bella que conduce a la reflexión lírica, filosófica y moral, al recordatorio de que el humano no es más que una especie animal, tal vez la más necia en sus pretensiones. Cierro con el conmovedor poema de Elisa Díaz Castelo, que parte de las moscas, “No hay que odiar a las moscas, viven poco, / apenas unos días”, para realizar una magistral inversión e incidir en la insignificancia de lo humano ante las instancias mayores que rigen el universo: “Es cierto: / somos errabundos, blandos y tenemos / pésima memoria. Aún así, / quiero decirles, mientras la mosca ensaya / su vocación suicida contra el vidrio, / no nos odien”.

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