Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Javier Garciadiego, Solo puede sernos ajeno lo que ignoramos. Ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes, El Colegio Nacional / UANL, Ciudad de México, 2022, 515 pp.


No se ha escrito aún la gran biografía de Alfonso Reyes (1889-1959). Hay muchas razones que en diferente medida deben haber contribuido a esta circunstancia. Por ejemplo, por tratarse de un prolífico escritor cuya vasta obra es en sí misma una autobiografía y una enciclopedia de la primera mitad del siglo XX; o bien, por tratarse de un escritor cosmopolita que transitó por una pluralidad de países en los que estuvo íntegramente (por citar el adverbio preciso del famoso poema de Borges de 1960, “A. R. In Memoriam”). Todo esto viene a exigir una decisión y una perspectiva no fáciles de adoptar. Pero es posible hacerlo, y el historiador Javier Garciadiego (Ciudad de México, 1951) lo ha afrontado con aciertos y limitaciones. Para decirlo rápidamente, los aciertos de esta biografía están en iluminar la figura institucional y pública de Alfonso Reyes, del Reyes animador y director de instituciones, del Reyes diplomático, sin dejar de enfocar a contraluz su figura privada o íntima. Las limitaciones están en no asumir a plenitud un diálogo con la obra literaria y periodística de Reyes, aunque sí con sus diarios y correspondencias. Por momentos uno se pregunta hasta qué punto el biógrafo Garciadiego, presidente de El Colegio de México entre 2005 y 2015, no se espejea en su biografiado. Pues, como se sabe, Reyes fue el primer presidente del famoso Colmex entre 1940 y 1959.

Toda biografía supone un sacrificio –una escisión– entre la vida y la obra. Garciadiego ha elegido iluminar la figura institucional o pública de Reyes, reflejando a contraluz la sombra íntima de aquel hombre chaparro y famoso (¡cuando los intelectuales eran famosos!), desgarrado por una “desazón suprema”. Reyes no fue un hijo ni un marido ni un padre “ejemplar”. No se quemó sosteniendo la llama de la tradición militarista y política del Porfiriato, lo cual para Garciadiego es admirable, pero tampoco se halló a gusto con su mujer ni con su hijo, lo cual para el biógrafo resulta reprochable. En todas las ciudades por donde anduvo, Madrid, París, Río y Buenos Aires, Reyes fue “luz de la calle y oscuridad de su casa”, por decirlo de algún modo. No es que Reyes se la pasara en cocteles y en reuniones sociales, sino que a las pocas que asistía en calidad de embajador o académico siempre brillaba por su gracia o chispa. Sin contentarse con semejante chispa o gracia social, una vez que llegaba a casa, en lugar de echarse a dormir tranquilamente, Reyes con frecuencia se deslizaba a medianoche a vagar como los perros. Eso de vagar como los perros lo decía Reyes de Valle-Inclán en Cartones de Madrid,un libro que publicó en 1917 durante su periodo más fructífero desde el punto de vista creativo. Sin el peso de ninguna representación institucional, exiliado, Reyes escribió en Madrid algunos de sus mejores libros: Visión de Anáhuac (1917), El suicida (1917), Huellas (1923), Ifigenia cruel (1924).

Actualmente director de la Capilla Alfonsina, que alberga el archivo de Reyes, Garciadiego dispone del instrumental necesario para semejante biografía, la cual goza de un estricto orden cronológico, propio de la labor historiográfica y a cuya metodología él en ningún momento renuncia. En quinientas páginas estrictamente cronológicas, Garciadiego más bien renuncia a la tentación “novelesca” y por lo demás obscena —fuera de escena—de “mirar por la cerradura” y de “husmear en alcobas ajenas». También renuncia a la crítica literaria, dejando apenas adivinar que su obra favorita de Reyes es Oración del 9 de febrero (acaso por su tremendo valor histórico), o bien Ifigenia cruel, a juzgar por el pie de nota 224 en el que se expande citando la tradición clásica de la figura de Ifigenia y remitiendo al ensayo del helenista español Carlos García Gual. En cualquier caso, Garciadiego comienza por aceptar y reconocer con cierta envidia que él admira más la “imaginación” que la “exactitud”. Pero aquí habría que decir que muy a menudo, si no es que siempre, la realidad es mucho más rica que la imaginación. No hace falta la imaginación novelesca para alcanzar cierta temperatura de suspenso narrativo en una biografía. Es más bien la exactitud de los datos —la riqueza de citas al pie, las referencias y el contexto histórico— lo que hace de esta biografía un buen ensayo narrativo, digamos, sin necesidad de apelar a la ficción ni a jugueteos extravagantes ni a rellenos innecesarios. Pues bien hubiese podido Garciadiego citar en extenso párrafos y párrafos de los diarios de Reyes, o bien citar apartes del epistolario de Reyes con su compinche y jefe Genaro Estrada (el famoso diplomático de origen sinaloense), en que aquel le confesaba a este sus continuas infidelidades a Manuela Mota. No. Garciadiego arroja las referencias de tales diarios y epistolarios para quien desee comprobar chismes, pero él no se deja ir por las ramas. La lente de su cámara nunca deja de enfocar al Reyes como sujeto público y representante de su país; nunca pierde de vista la cronología, el contexto histórico. Este rasgo aparentemente avaro o tradicional, sin embargo, termina por agradecerse en una biografía.

De hecho, lo que más se agradece son los apartados relativos a la historia de México. Asombra el conocimiento de Garciadiego relativo al fin del Porfiriato (de 1900 a 1911), de la Decena Trágica (9 y 19 de febrero de 1913) y de la revolución delahuertista (1924). En el comienzo del capítulo dos, titulado “Días alcióneos y días aciagos”, uno queda sorprendido de cómo Garciadiego despacha al padre de Alfonso Reyes, el general Bernardo Reyes. Lo condena a ser un militar porfirista que se opuso a la marcha de la Historia y que fue rebasado por ella de forma inmisericorde. Y uno se pregunta si no hay allí un evidente hegelianismo, es decir, si para Garciadiego la Revolución mexicana es la encarnación de la “razón histórica”, la “mano invisible” de la que hablaba Hegel al presentar a Napoleón no solo como el héroe de la Revolución francesa, sino como el “espíritu del mundo a caballo” (“die Weltseele zu Pferde”) que marcha con un ritmo tan imperceptible como el del sol. Reyes padre se opuso a la Revolución mexicana y por ello es condenable a caer en la categoría de “reaccionario”. En cambio, Reyes hijo es admirable por nunca haberse enceguecido como su hermano Rodolfo en la tentación del fascismo de entreguerras en el que tantos intelectuales cayeron. Reyes, según Garciadiego, fue el único hijo de Porfirista y luego golpista anti-maderista que defendió y representó a la Revolución mexicana. Cierto, pero tampoco hay que olvidar que Reyes jamás sintió simpatía por los héroes campesinos, Villa o Zapata, y que tal antipatía popularista no deja de hacerlo sospechoso entre los más revolucionarios. Aún más, no habría que ignorar que Reyes respaldó la opinión de la derecha francesa liderada por Charles Maurras, la Action Française, y que en una carta a Maurras llegó a decirle que México representaba el “dique iluminado” del mundo latino frente a la “barbarie” anglosajona. Cierta historiografía demasiado liberal, sin embargo, impide al biógrafo Garciadiego hurgar en estos coqueteos de Reyes con las derechas de entreguerras.

Desde luego, la Revolución mexicana es un hecho que cada día cobra más valor por ser la primera revolución popular del siglo XX (antes que la Bolchevique de 1917). El alzamiento de las masas en 1910 provocó una guerra intestina que duró hasta 1920 en la que emanaron símbolos partisanos, campesinos, héroes de la “tierra”, tales como Zapata o Villa. Pero Reyes no pudo identificarse con estos líderes campesinos o terrígenas por su condición cosmopolita y más relacionada con lo talásico o marítimo. En la dialéctica trazada por el “peligroso” Carl Schmitt en Tierra y Mar (1942), Reyes era más del mar; véase, si no, su poema “Golfo de México” dedicado a Veracruz. Pero el no simpatizar con el zapatismo o el villismo no lo pone en el bando contrario. En otras palabras, la actitud de Reyes es ejemplar porque evitó en la clase dirigente mexicana del siglo XX la identificación con el fascismo. El fascismo italiano nació de la unión de militares y poetas, esto es, de cuando el 8 de septiembre de 1920 Gabriele D’Annunzio se proclamó Duce y promulgó una Constitución (la Carta de Carnaro) para regodeo de Mussolini. El fascismo estuvo siempre en la encrucijada de la historia mexicana del siglo XX por la nostalgia de reestablecer la Belle Époque porfirista, es decir, “los treinta años de Pax Augusta”. A pesar de todos sus defectos, la larga hegemonía del PRI (de 1920 al año 2000) estuvo lejos de instaurar un México marcial o militar, blanqueado y europeizado o afrancesado, sin “indios”. De ello se dio cuenta Alfonso Reyes al comparar a México con Argentina durante sus dos estancias como embajador.

Es lástima que Garciadiego no ahonde en una sociología comparada para entender mejor el contexto bonaerense o porteño en el que Reyes vivió en dos ocasiones entre 1927 y 1930 y entre 1935 y 1937. Manuela Mota, la esposa de Reyes, aparece en la biografía escrita por Garciadiego como una figura un tanto triste. Es injusto lo que dice de ella Coral Aguirre y que Garciadiego cita sin mayores pruebas: que Manuela Mota “era poco agraciada y de otra clase social y que en los círculos literarios de Buenos Aires lo ponía incómodo”. No creo que la incomodidad de Reyes haya sido por ser ella de otra clase social, sino porque en tales círculos literarios Reyes tuvo varias amantes porteñas. Lejos estaba Manuela Mota de generar incomodidad en Reyes entre amigos o círculos sociales. Todo lo contrario. Al advertir su infidelidad hacia Manuela Mota, prácticamente Pedro Henríquez Ureña por poco le retiró su amistad en Buenos Aires. Manuela Mota evidentemente provenía de una familia clasemediera de la Ciudad de México en contraste con la porfirista y afrancesada de Reyes, pero ella ya se había curtido socialmente (refinado no es la palabra exacta) en los diez años que pasó Madrid y en los otros tres que pasó en París. Buenos Aires no la intimidó. Lo que mejor habría que decir es que tal ciudad, de las más populosas del mundo en las décadas de 1920 y 1930, acusaba una vanidad muy cercana a ideologías proto-fascistas. Una próxima biografía de Reyes tendría que encarar la chismografía que Adolfo Bioy Casares registró en sus diálogos con Borges y en los que ambos hablaron “pestes” tanto de Reyes como de Pedro Henríquez Ureña. 

En lo que sí ahonda Garciadiego es en reconocer que Reyes fue embajador en Argentina en un momento en que México arrojaba una terrible imagen al mundo: la de la Guerra Cristera entre 1926 y 1929 y la del magnicidio entre octubre de 1927 y julio de 1928 de los sonorenses Francisco Serrano, Arnulfo R. Gómez y Álvaro Obregón. Llegados a este punto, es de reconocer la objetividad de Garciadiego al lamentar que el Reyes diplomático, el Reyes embajador, no renunciara y más bien saliera a defender la “buena imagen” del gobierno mexicano de Plutarco Elías Calles en la prensa de Buenos Aires, es decir, que saliera a “defender lo indefendible”. No queda muy claro por parte de Garciadiego por qué Reyes no apoyó la campaña presidencial de Vasconcelos de 1929. ¿Por Vasconcelos haberle ofrecido en vano ser el subsecretario de Educación Pública en 1920? ¿No hubiese sido mejor citar la carta que Reyes le envió a Pedro Henríquez Ureña el 25 de marzo de 1925 en la cual le decía que Vasconcelos era un “charlatán”? La acusación tenía mucho de circunstancial, puesto que Reyes acababa de pasarse por México –después de once años de ausencia– sin entender lo suficiente el cambio revolucionario. “Yo soy ya”, le dice Reyes a Pedro, “un producto de exportación; un lujo inútil que, ya que se produjo, se puede aprovechar por ahí en el extranjero para tapar la boca a los que hablan de la barbarie mexicana”. A Reyes le parecía que sus conciudadanos (¿incluyendo a Vasconcelos?) comenzaban a gruñir al sospechar que él, por la herencia de su padre, quisiera ser presidente de México. En esa misma carta de 1925, Reyes aseguraba con melancolía “que tendré para siempre que cortarme toda esperanza de hacer algo por la educación del país”, y que los mexicanos tendrán que seguir “alimentándose con la charlatanería de Pepe [José Vasconcelos]”. Pero Garciadiego no menciona este dato. Desliza otras referencias, como que Vasconcelos, para sacarse la espina de que Reyes no lo hubiese apoyado en 1929, bromeara en llamar el bello ensayo “Discurso por Virgilio” de 1931 como “Discurso por Calles” en alusión al apoyo institucional de Reyes a Plutarco Elías Calles.  

Conviene aquí reivindicar o salvar el texto de Reyes “Discurso por Virgilio”. ¿No parece más bien este texto, situándolo en la época, un llamado a llenar de ánimos al derrotado Vasconcelos por la maquinaria de Calles? Pues Reyes, al hablar de la Eneida de Virgilio, exalta el latinismo y pide (también lo pedía Vasconcelos) el “latín para las izquierdas”. Insiste en que no hay dejarse llevar por las “visiones del vencimiento”, ya que nota en el talante de México una humillación por la vecindad con los Estados Unidos, “la civilización más imperfecta de los tiempos modernos”, al decir de Vasconcelos. Si Reyes piensa en Eneas, Vasconcelos apela al Ulises criollo, tal como él titula la primera parte de sus memorias de 1935. Los dos viejos ateneístas se comprenden íntimamente. Por otra parte, al no dejarse llevar por las “visiones del vencimiento”, ¿no anuncian Reyes y Vasconcelos la peligrosa “School of Resentment” de la academia angloamericana, es decir, la “mala conciencia” que viene de cierto sector puritano y calvinista de los Estados Unidos? Las “brumas septentrionales” frente a la “claridad latina” no es un mero lugar común ni algo que simplemente haya pasado de moda.  Por lo demás, sobre la relación Reyes y Vasconcelos, cuya correspondencia recogió Claude Fell en 1995, también José Emilio Pacheco espigó varios comentarios.

Para terminar, el título escogido por Garciadiego para su biografía, Solo puede sernos ajeno lo que ignoramos, es una frase de Reyes reelaborada por José Emilio Pacheco y que deja sembradas algunas dudas filosóficas. Pues, para Sócrates, todo sería ajeno bajo la doctrina de que “solo sé que nada sé”. Nada más ajeno que nuestro yo, añadiría Reyes. Nada más misterioso que la personalidad de un escritor como Reyes, capaz de transfigurarse en tantos seres y temas y cuya inteligencia, por decirlo de algún modo, pagó el precio de la resignación a la trivialidad cotidiana de cargos y puestos institucionales. En uno de sus escolios, el aforista colombiano Nicolás Gómez Dávila aseguraba que toda biografía es triste. ¿Lo es esta? No, necesariamente. Con mucho acierto termina Garciadiego su biografía dibujando a Alfonso Reyes ya en su cama de enfermo, agobiado por un infarto, pero leyendo la biografía novelada sobre Venustiano Carranza escrita por el periodista Fernando Benítez, El rey viejo, y acaso expirando al repetir aquella frase de “me mataron”.  Fernando Benítez (un prosista exquisito, cuyo Viaje al centro de México es una joya a la altura de Visión de Anáhuac) percibió también la vocación antifascista de México, si recordamos su lema a la campaña de 1970. 

En conclusión, la biografía de Reyes escrita por Garciadiego abunda en nuevos datos, como que la edición de El suicida de 1917, el primer texto de Reyes publicado en Madrid, él mismo la costeara de su bolsillo, o como que Reyes plagió a J. F. Normano (Brasil: A Study of Economics Types) en un informe sobre la economía brasileña. Lo de “quítele la comezón y déjele la dimensión” es un gesto de un humor finísimo y muy bien contado, sí, a propósito del Reyes mujeriego en Río de Janeiro, expuesto incluso a enfermedad venéreas. Una última cosa, y dicha con discreción. Al mero comienzo, al hablar de “Los ancestros”, Garciadiego dice que el rey Fernando VII le había otorgado a Doroteo Reyes (el ancestro español de don Alfonso) ciertas canonjías a finales del siglo XVIII. Revisando la Wikipedia, a finales del XVIII no era tal el rey de España. Si es así, se trata apenas de una errata en un texto sumamente cuidadoso y bien escrito.  La verdad sea dicha, el tono y estilo y orden y precisión y hasta suspenso narrativo de esta biografía inspirarán cierta envidia entre literatos y novelistas. Garciadiego ha dibujado un Reyes con gran relieve, fino y preciso como el Cerro de la Silla.

Publicar un comentario