Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Andréi Zviáguintsev, Sin amor, Rusia, 2017.


En la semipenumbra de una habitación, detrás de una puerta, se esconde un niño que llora y grita en silencio. Es una imagen desgarradora de la última película del realizador ruso, Andréi Zviáguintsev, Sin amor. Ese grito visual e impactante resume la filmografía del realizador. Mudo y demoledor, refleja su visión pesimista de la Rusia contemporánea. Otros personajes de sus películas se rompen con un sollozo frente a un espejo, como Lilya (Elena Lyadova) en Leviatán (2014). Y es que sus películas trazan una senda, todas tienen puntos de conexión y dibujan un mapa que plasma un estado de ánimo, un país en depresión… Las entrañas del Leviatán nacen a través del análisis.

Andréi Zviáguintsev surgió en el panorama internacional en el Festival de Venecia con su primer largometraje en el año 2003, El regreso. Una película visual y simbólica (algo que nunca ha perdido su cine) que hizo que en un primer momento se le relacionara con Andréi Tarkovski. Sin embargo, en su andadura como realizador ha encontrado su propia voz, que ya estaba presente en su ópera prima. En diversas entrevistas,  Zviáguintsev no ha tenido reparo de hablar de las raíces de su obra creativa, pero siempre defendiendo su evolución y una voz personal. Andréi se formó para dedicarse al mundo del teatro, y la importancia que da a los espacios, así como al trabajo con los actores, corrobora estos orígenes. Pero la revelación de que se dedicaría al mundo del cine ocurrió cuando descubrió en una sala de cine La aventura (1960) de Michelangelo Antonioni. Y ahí encontró claves que casaban con su mirada: la importancia de la arquitectura, de los espacios, de la composición, la combinación de la civilización y la naturaleza, cómo se sirve de los silencios para contar, la presencia del agua… Lo valioso que es lo que subyace bajo las imágenes. Su mirada se iba conformando con otras secuencias claves como espectador de cine, que no se alimentaba solo de la obra cinematográfica del italiano, sino también de la filmografía de Tarkovski, Bergman o Bresson, pero se completaba además con su visión espiritual, moral, social y política de Rusia.

El regreso narra la historia de dos hermanos que viven con su madre y abuela, y que siempre han sufrido la ausencia del padre, del que apenas saben nada, tan solo lo que refleja una vieja fotografía que esconden entre las páginas de una Biblia ilustrada. Los dos hermanos están en esa frontera indefinida de abandonar la infancia y alcanzar la madurez. Un día, sin más, llega su padre, y al siguiente les lleva a un viaje para ir a pescar juntos. No se revelan nunca los misterios del padre (dónde ha estado, por qué vuelve, qué es lo que busca, qué contiene una misteriosa caja que desentierra…) y cada uno de los hijos afronta de una manera diferente su llegada y ese trayecto juntos. El mayor acepta la figura del padre y busca su aceptación; el pequeño lo rechaza, y se enfrenta continuamente a él, llevando la relación al límite. Y el padre es una figura contradictoria que ejerce un autoritarismo brutal, pero también una obsesión porque se valgan por sí solos, y con unas miradas que muestran amor. El regreso permite múltiples interpretaciones y miradas, es una película llena de simbolismos. Una puede ser que el padre represente la Rusia comunista y los hijos, la Rusia contemporánea, y entre ambos los lazos que les unen y desunen. También es posible que se lea como una parábola sobre la familia, donde el padre es una mezcla de un Jesucristo que se sacrifica y un Dios del Antiguo Testamento, que tiene bajo sus alas a dos hijos, cercanos a Caín y Abel, o donde hay referencias a la historia de Isaac…

Pero, en realidad, El regreso pone de manifiesto varios temas que no desaparecerán de su filmografía: todos sus dramas giran alrededor de la familia, siempre suelen estar presentes los enfrentamientos entre diferentes generaciones. Nunca falta una arquitectura que se desmorona o que no se ha reconstruido, que deja ver las huellas de la URSS, pero con la presencia de la naturaleza y el agua (el mar, un lago, un río y la lluvia). Y también se muestra su gusto por dejar un misterio, asuntos no resueltos o historias no cerradas. En sus películas se refleja el pesimismo de una Rusia que dejó el comunismo que protegía, pero adormecía, mandaba autoritariamente y ahogaba, para abrazar un capitalismo sin asideros morales, que hunde a los que no se suben al carro y corrompe a los que logran escalar, donde hay una carrera al grito de sálvese quien pueda.

El pesimismo sobrevuela en Elena (2011), se perpetua con crítica política y religiosa y unas gotas de humor negro en Leviatán y culmina, sin concesiones, en Sin amor. Y si hubiese que crear un mapa para situar las películas del realizador ruso en la cinematografía contemporánea, sin duda ese pesimismo y esa mirada triste hacia la caída de un comunismo decadente con la entrada de un capitalismo que destruye, sin posibilidad de salida, le emparentaría con los realizadores del nuevo cine rumano (con Calin Peter Netzer, Cristian Mungiu o Cristi Puiu). Solo que la imaginería de Andréi, es decir, su lenguaje formal es otro totalmente distinto.

Andréi Zviáguintsev en Elena sigue mostrando la cuidadosa disección y el trabajo que ya mostró en su ópera prima para la construcción de personajes y la importancia del trabajo con sus actores. En Elena deja un retrato de una madre, una esposa y una abuela, todos los roles en la misma mujer (una sobria Nadezhda Markina). Una Rusia que vuelve a enfrentarse a la lucha de clases donde hay una brecha insalvable entre los que se subieron al carro del capitalismo salvaje y los que se quedaron sumidos en la apatía. Andréi Zviáguintsev reparte para todos. El director emplea con maestría una narración cinematográfica que arrastra hacia una profunda tensión y construye un relato macabro y negro: la imagen idílica final da muchísimo miedo, es una secuencia que provoca terror, y que se une con el principio de la película y ese cuervo en la rama de un árbol, ya premonitorio. El empleo de la música de Philip Glass, escueta y repetitiva, crea ritmo y angustia. La presentación de la rutina de los personajes principales; el contraste entre las calles y las casas donde vive Elena con su segundo marido, millonario, y donde reside su hijo alcohólico, de su anterior matrimonio, con sus nietos; la repetición de un “inocente” paseo en coche u otro en tren o de las tareas domésticas del hogar… y el rostro impenetrable de una mujer que decide sobrevivir, conforman un relato cinematográfico sobrecogedor.

De Elena salta a Leviatán, y Zviáguintsev da un paso más. Consigue que el Gobierno ruso financie parte de la película, que la presente a los Oscar, pero también que reniegue de ella porque no le gusta lo que refleja del país. Ha sido polémica. Durante la presentación de la película en España, el cineasta expresó su desencanto con Rusia: “Lo que se hace hoy en día en Rusia es una simulación democrática más que una democracia. Provengo de la URSS, cuando era absurdo votar porque siempre ganaba el partido. A las autoridades les importa un comino lo que opina la gente, solo cuentan los resultados” (El País, 31 de diciembre de 2014). Y ese desencanto lo vuelca en cada uno de sus personajes y en la película. Como en El regreso, está presente el agua a lo largo de todo el metraje; también las fotografías, que nos cuentan historias que no hemos visto, y no falta el simbolismo religioso para envolver a sus personajes, esta vez nos acompaña tanto la historia de Job como la presencia del esqueleto del leviatán varado en una playa… Y si el hijo de Elena reflejaba la apatía, el desencanto y ese dejarse arrastrar por el alcoholismo, el alcohol no desaparece de Leviatán, sino que surge una y otra vez de manera brutal en muchas de sus secuencias, donde sus personajes beben vodka como vasos de agua. Pero va mucho más allá, y si en aquella construía un relato negro y macabro, aquí no se queda atrás, pero mete además un humor seco y oscuro, sobre todo en el retrato del alcalde del pueblo, corrupto y mafioso por partes iguales, que cuenta además con el apoyo o “la ceguera” de la Iglesia ortodoxa para continuar con sus tejemanejes.

Así Leviatán cuenta la historia de cómo Kolia trata de salvar su casa y su taller al lado del mar de las especulaciones del alcalde. Para Kolia ese lugar es la historia de su familia. Ahora vive con su segunda esposa, Lilya, y el hijo adolescente, fruto de su primer matrimonio. En esa lucha contra Goliat le ayuda un amigo, al que llama hermano, un abogado de Moscú. Pero sus propios demonios interiores y conflictos sin solucionar irán enredando más la madeja empujando a Kolia y a los suyos hacia la desgracia. Porque sí hay un Goliat, pero David no está libre de culpa. Y no hay momento más brutal y gráfico, donde ya no hay vuelta atrás, que observar la bella cocina de la casa familiar que se derrumba ante los golpes de la máquina excavadora. Todo se destruye.

El pesimismo culmina en el grito silencioso de ese niño tras la puerta en su última película, Sin amor, que empieza con una familia ya demolida y golpeada, solo quedan los restos del naufragio donde parece que lo único que estorba es el hijo, fruto del matrimonio. Así nos adentramos en la historia de Zjenja (Maryana Spivak) y Boris (Alexey Rozin) en vías de divorcio, pendientes de vender el hogar y de rehacer cada uno su vida. Él está volcado en el trabajo y esperando un nuevo hijo de su joven novia; ella ha encontrado una relación estable con un hombre más mayor y con una buena posición económica. A los dos les fastidia la presencia del hijo, Alyosha, y se odian entre ellos.

Pero una mañana el niño no regresa a casa. A partir de este momento comienza la búsqueda. Los dos progenitores son conscientes de la presencia del hijo y de sus sentimientos ambiguos hacia él. Ante la desidia de las fuerzas del orden, ponen todo en manos de la sociedad civil, y de un grupo de ciudadanos voluntarios especializados en desaparecidos.

La película golpea una y otra vez, no deja respiro alguno o un camino de esperanza. De nuevo emplea la naturaleza y los espacios físicos para contar su historia. Alyosha, al principio de la película, juega antes de regresar a casa en un paraje natural donde hay un río y un árbol donde queda colgada en una rama una cinta de plástico. Al final, desolador, volvemos a ese paisaje, y a esa cinta que ondea en la rama por una brisa suave. De nuevo los choques generacionales son brutales, y sin salida, no solo el de Alyosha con sus padres, sino el de Zjenja con su madre, que logra humanizar su personaje y, por lo menos, entenderla un poco más. Andréi Zviáguintsev se sirve otra vez de la arquitectura, y si en Leviatán el hogar era derruido, destrozado, el escondite de Alyosha es un edificio absolutamente abandonado, como él. Sin amor deja al descubierto la terrible soledad y falta de comunicación a la que están condenados cada uno de los personajes. En realidad, Zjenja y Boris están tan rotos que no hay posibilidad de reconstrucción, como la Rusia que habitan. Personajes desamparados por las instituciones, por las fuerzas del estado, sin asideros morales, egoístas, con una religión cómplice del Estado o de la empresa que de nada les sirve, y que solo pueden contar con un grupo de voluntarios, que realizan eficientemente su trabajo.

Quizá ahora, después de la desolación total, a Andréi Zviáguintsev le quedé buscar un poco de luz en su siguiente largometraje…

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