Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


José Ignacio Padilla, Se dicen cosas: conversaciones sobre poesía, Meier Ramírez, Lima, 2021, 212 pp.


Como su título indica, Se dicen cosas: conversaciones sobre poesía es un libro que reúne una docena de conversaciones sostenidas por José Ignacio Padilla (1975) con algunos de los poetas latinoamericanos más interesantes de las últimas décadas; Andrés Anwandter, Magdalena Chocano, Felipe Cussen, Tania Favela, Reynaldo Jiménez, Eduardo Milán, Mario Montalbetti, Sergio Raimondi y Cecilia Vicuña. Desde un punto de vista temático, el libro se puede condensar diciendo que se trata de una colección de conversaciones que giran insistentemente alrededor de ciertas nociones de lo que es la poesía, lo que ésta puede (o no) hacer y lo que significa aquello de la búsqueda de lo poético. O bien, atendiendo críticamente al conjunto, se puede hacer notar que los autores reunidos en el libro no siempre coinciden en sus apreciaciones (por ejemplo, sobre la utilidad, inutilidad de la militancia poética y sobre el lugar que la poesía ocupa hoy) y que, a pesar de que todas las conversaciones son de uno u otro modo estimulantes, es imposible estar de acuerdo con todo y con todos. Finalmente, por este camino, se puede también afirmar que Se dicen cosas es un documento relevante para el estudio de la poesía producida en Latinoamérica y por latinoamericanos en tanto que la variedad de perspectivas de los autores que conversan en el libro, no sólo resulta en un verdadero mosaico de definiciones frescas sobre lo que es la poesía sino que, en su conjunto, muestra la total complejidad que puede tener aquello del pensamiento latinoamericano (aunque no estemos del todo seguros de lo que eso es o de si siquiera existe).

No obstante, la riqueza del libro no se acaba ahí —es decir, en su contenido—, sino que es, de hecho, fuera del aspecto temático, es decir, en el espíritu de su forma, donde reside su mayor interés y, acaso, contribución al género de la conversación y la entrevista. Y es que, a diferencia de la mayoría de los ejemplares de su especie, Se dicen cosas no es un libro de conversaciones de filiación monológica en el que los autores son interrogados por un interlocutor más o menos invisible que, con mayor o menor destreza, con mala saña o agachada entrega, arroja una serie de preguntas previamente formuladas a un individuo del que se esperan, brillantes o mediocres, convicciones y sentencias. Sino que, a contrapelo de como se practican con regularidad la conversación y el diálogo con intelectuales, en Se dicen cosas la voz organizadora del libro no es una voz callada —demasiado sumisa o demasiado cómplice— facilitadora de la afirmación y el soliloquio. No. La voz organizadora de Se dicen cosas —eso es, la voz de Padilla y, en algunas conversaciones también, la de Inés Calafat— es una voz exigente, con juicio propio y punto de vista, que no le teme ni a la errancia ni al disenso; es decir, no le teme a que el diálogo avance por caminos imprevisibles y por sitios inexplorados. Pues finalmente, el fin de las conversaciones del libro no es el de resobar lo conocido, sino el de explorar aquellas zonas imprecisas de la reflexión, pensar en los límites de la certeza y la duda.

Quizá independiente de los temas que se comentan, una conversación resulta sugestiva cuando, conjugando honestidad y buena fe, curiosidad y riesgo, los interlocutores se acompasan para reflejar dudas y revaluar certezas. Con esto quiero decir: cuando, sin temor a equivocarse, trastabillar o resultar imprecisos, sin el temor a estar siendo evaluados y sin la ansiedad de tener que decir algo importante y rimbombante, y sobre todo, con la disposición y el coraje para conceder razón a su(s) contraparte(s), los participantes de la conversación aguzan sus oídos y ponen en jaque sus propias ideas. En sus clásicos trabajos sobre la libertad de expresión, John Stuart Mill argumenta que la conversación es una de los principales formas del conocimiento en tanto que nos inclina a la escucha y nos empuja al cotejo. A decir de Stuart Mill, cuando practicada con honestidad —eso es, con disciplinada y generosa escucha—, la conversación nos conduce a la reformulación y al replanteamiento; saca lo mejor de cada uno. En tono similar, y como parte de sus observaciones a propósito de la memoria y la prudencia, tanto Cicerón como Quintiliano recomiendan perfeccionar el arte de la escucha, pues es en ella donde descansan, de modo importante, y quizá para algunos también chocante, las mejores herramientas de la persuasión. A través de la escucha se destilan puntos de vista, se ponen a prueba convicciones y se fortifica aquello que —de nosotros y de los otros— mejor se sostiene.

La conversación nos libera de nuestros totalitarismos, de nuestra propensión al extremo y al fanatismo; nos permite vivir en los otros y que los otros vivan en uno. En una brillante reflexión incluida en la tercera parte de los Orígenes del totalitarismo, tras cuidadosamente diseccionar los excesos de las derechas y de las izquierdas, Hannah Arendt advierte que, primero, nadie está exento de hundir su cabeza en los fangos del extremismo y la radicalización, y que, segundo, la marcha a los extremos es una marcha lenta —y muchas veces imperceptible— que empieza en el momento mismo que abandonamos el diálogo. Y esto no porque dialogar conduzca a alguna instantánea verdad o porque alguna de las partes involucradas en la conversación posea —siempre o necesariamente— una mejor verdad que la nuestra, sino porque la conversación es una verdad en sí misma, en el sentido que nos mantiene en tacto y en contacto con lo real. Quien conversa mantiene un pie en el mundo y en el hecho de que nuestro sistema de creencias (el propio, el de cada uno) es raras veces un organismo puro y coherente; y que más bien, agujereado y contradictorio, está hecho de convicciones e ideas, deformaciones y reinvenciones, surgidas, inspiradas o derivadas de alguien más; y por eso, caray, precisamente por eso, requerimos permanente evaluar nuestra severidad y pensamiento. La conversación nos libera porque nos conecta, nos hace más integrados y más humildes, nos recuerda y nos revincula con lo imperfecto nuestro, la razón de los demás. Conversares, pues, resonar con el otro, con lo otro. Un estado de alerta: conversar es ser contaminado de puntos de vista, dejarse influenciar. Saber que la otra voz es necesaria y también inevitable:

—Y ahora, en este libro [en La marcha hacia ninguna parte], se ve algo curioso: que para encontrar la voz de uno hay que renunciar a la voz de uno.

—[Hugo] Padeletti se enojaba porque mi voz no estaba en Pequeños resquicios y según yo ahí estaba. Pero quizás realmente está más en esa dispersión [de La marcha hacia ninguna parte]. Porque la liberas.

—No hay voz, hay voces.

—Exacto.

—Hay voces que nos dicen. Uno cree que su voz es lo más auténtico que tiene pero ¡es la voz del otro!

—Siempre es eso; estás pensando algo y es lo que pensó otro. O tú dices, sí claro, esto es lo mío, y de pronto aparece en ti mismo la contradicción de eso que acabas de fijar. O en tus mismos actos. Esa especie de contradicción continua que uno es. En lugar de pensarse tan estable. Bueno, yo me doy cuenta de que soy bastante inestable. Yo ya lo sabía.

—Pero ahora lo has demostrado.

—Pues sí, eso es. No pensar que uno está tan definido sino más bien que estás lleno de contradicciones y de voces y de ideas, tuyas, ajenas.

(de “Hacer un gesto”, conversación con Tania Favela)

En este fragmento, en primer plano, Padilla y Favela conversan sobre algunos de los cambios formales que distinguen La marcha hacia ninguna parte de Pequeños resquicios y Materia del camino (los tres libros de Favela). Entretanto, en segundo plano y quizá por sobre todo, conversan sobre una forma de estar en el mundo que ambos comparten: saberse inestable y aceptar las contradicciones del ser y del pensamiento —eso es, conocerse influenciado y estar abierto a la posibilidad de seguir siéndolo— es marchar por la vida con coraje. Eso por supuesto no significa hacerlo sin una orientación o sin un punto de vista, sino hacerlo sabiendo que hay en el otro mucho más de lo que uno se atreve a reconocer, que la genialidad y la vileza, que lo oscuro y lo brillante, de los otros reside también en uno, que compartimos más con nuestros ajenos y antagonistas de lo que estamos dispuestos a aceptar, y que es ésa una de las razones por las que resulta imperativo escuchar a los demás, ponderar seriamente sus ideas: conversar; pues finalmente entender a los otros es quizá por sobre todo entendernos a nosotros mismos. Se dicen cosas: reflexiones que son un poco sobre poesía y otro tanto, aunque de modo menos evidente, sobre la conversación, y que se hilvanan a lo largo de las páginas para construir una suerte de teoría del diálogo.

En su famosa “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia afirma que “un cuento siempre cuenta dos historias”: la primera, la más obvia, ocurre en la superficie; la segunda, más bien fragmentaria y secreta, sucede subrepticia y paralelamente. Se dicen cosas no es un libro de cuentos, pero como los cuentos que le gustaban a Piglia también cuenta dos historias: la primera, ya lo he dicho, es, grosso modo, sobre los usos y desusos de la poesía en nuestro tiempo; la segunda, es una entera teoría de la conversación. Las pistas que me hacen pensar que esta segunda historia efectivamente existe —y que no me la estoy inventando— me vienen de leer y releer —acaso, eso sí, con curiosidad detectivesca— la “Previa” del libro: “Mis primeras conversaciones públicas se las debo a Miguel Casado, Ricardo Piglia y William Rowe. No tenía idea de que podía conversar en público; y gracias a estos maestros descubrí que la conversación es, también, un género. Como todo género, se aprende y se practica. Yo, que soy tímido y gruñón, adquirí un gusto nuevo y entendí que si dos personas se relajan puede surgir de ellas un pensamiento nuevo, que no es el pensamiento de cada uno por separado”. Y así, de a poco, insertadas en el medio de las conversaciones y como reflexiones sobre otras cosas, Padilla va hilando esta segunda historia que es la historia de la conversación como forma de conocimiento:

—Y pensar que tú a veces dices que no eres articulado… articulaste muy bien aquí.

— ¡Ahora porque estamos acá conversando y revisando! Si me lo preguntas en la librería, frente al público, no sé pensar. Además, lo que vos decís me ayuda a soltarme: versar juntos, nada menos.

—La conversación es una práctica.

—Es una práctica infinita…

(de “El no-lugar de la poesía”, segunda conversación con Reynaldo Jiménez)

Desde mi punto de vista, Se dicen cosas no es (o no es primordialmente) un libro que reúne un conjunto de conversaciones con poetas que saben decir con novedad y con gracia, sino que es un libro donde la novedad y la gracia se producen precisamente como consecuencia de una aplicación de cierta preceptiva de la conversación que —aunque no se nombra— emerge de los diálogos como una constante (las partes de esta constante son, de acuerdo con lo practicado en el libro, la escucha, la humildad, la curiosidad, el rigor y la generosidad). Y aquí conviene apuntar algo que todavía no he mencionado: insertadas en el medio de los diálogos, como viñetas o reflexiones al margen que acompañan lo intercambiado en las conversaciones, Padilla incluye fragmentos de tinte autobiográfico a través de los cuales se podría decir que piensa —aunque no de manera directa o enteramente explícita— las complejidades y efectos de la conversación. Porque conversar no es nunca una garantía, un espacio permanente habilitado: no, y no siempre se da, ni siquiera entre amigos. La conversación, como parece exponer el libro, es una suerte de milagro, si se quiere un milagro más o menos recurrente, pero un milagro al fin, en tanto que se produce sólo y únicamente cuando las partes se disponen a participar de la peligrosa danza del diálogo (danza en la que, por cierto, y por fortuna, mucho de lo uno se pierde):

Uno podría pensar que la amistad de la que hablo es una confirmación de lo mismo, de lo propio —una suerte de mutuo espejo en el que uno confirma lo que ya sabe. Pienso que es justamente lo contrario. La empatía que se da en la amistad que tengo en mente es la de la pérdida de la identidad. Cuando una persona es capaz de vaciarse un poco, de ponerse en blanco, en negativo, es cuando surge la resonancia y nos identificamos con el otro —de pronto nos vemos y nos reconocemos en el otro. Es un abandonarse al otro, rendirse al magnetismo de sus palabras. Sin duda, siempre habrá un terreno común, unos mínimos —políticos— de los que no querríamos salir. Pero la amistad es, justamente, salir un poco de uno. No importa si la empatía sucede al abandono o si el abandono sucede a la empatía. Lo decisivo es que la identificación involucre procesos negativos, una des-identificación inicial.

Padilla habla aquí de la amistad y de la empatía; habla también de la conversación aunque no la nombra. Porque, de hecho, amistad y conversación aparecen en el libro como eventos simultáneos: uno conversa con amigos, pero también con extraños, y conversar con extraños es hacer amigos. Y he aquí uno de los principales juegos del libro: Se dicen cosas es la materia en bruto de un conjunto de conversaciones sostenidas con algunos extraños (y luego amigos) y muchos amigos (y luego más amigos) que pone en evidencia ese proceso que Padilla llama —muy acertadamente en mi opinión— empatía negativa.

Visto con atención Se dicen cosas es una suerte de puesta en práctica del ABC de cómo relacionarse con el prójimo, como pensar al alimón y también en desacuerdo. Ya lo decía, con prolijidad, Alberto Magno: en la atención a lo que dice el otro se manifiesta el más puro espíritu de la sabiduría y la prudencia. En su práctica degenerada, la conversación es un enfrentamiento de varias fuerzas que buscan llevarse la corona del yo tengo la razón; en su ejercicio original, la conversación es la gimnasia de la colaboración, la exposición y la exploración de los significados y del sentido. Colaboración y competencia: balance y juego: amistad. Hacia el final de la “Previa” con la que se inaugura el libro, Padilla reflexiona: “A través de estas conversaciones-ensayo busco tomarle el pulso al presente, que nos insertemos en la vida. En la mayoría de los casos, la amistad con los poetas ya existía; y cuando no fue así, la conversación contribuyó a consolidarla”. La conversación abre una brecha por donde se estrechan lazos, se ejercita la empatía (la negativa, ésa de la que habla Padilla); eso es la confianza y cierta forma de solidaridad que implica suponer que el otro tiene algo para decir y convencernos. Se dicen cosas: ser un poco más los otros, un poco menos nosotros mismos.

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