Michel Houellebecq, Más intervenciones, Anagrama, Barcelona, 2023, 338 pp.
Michel Houellebecq se encuentra en las antípodas del escritor “comprometido” que representaba Jean Paul Sartre. Sartre buscaba, ante todo, el discurso panfletario, el manifiesto, la llamada a la acción (el caso de la Revolución Cultural China es el que más se recuerda). Houellebecq, en cambio, busca algo mucho más sutil: mostrarnos las validez de sus puntos de vista. Los temas son variados: cultura, cine, arte, música, pero, sobre todo, de índole social y moral.
Más intervenciones es un libro aglutinante. Reúne dos titulos anteriores: El mundo como supermercado e Intervenciones. Estas nuevas “intervenciones” serán, al parecer, las últimas, tal como lo declara el propio autor. “Estas son mis últimas Intervenciones. No prometo en absoluto dejar de pensar, pero si al menos, dejar de comunicar mis pensamientos y opiniones al público excepto en casos graves de urgencia moral”. El lector podrá encontrar en este volumen las reflexiones de uno de los escritores franceses que más se han preocupado por el declive moral del mundo occidental. No hay aquí justificación. La polémica que pueda surgir es solo aparente, ya que el libro es rico en argumentos y en claridad de exposición. En los textos, Houellebecq no se va por la tangente. Ataca directo a la yugular.
Los temas, que son variados, se pueden clasificar de la siguiente forma: literatura, cine, arquitectura, entrevistas, arte, crítica, sociedad, crónica, música, religión, filosofía, “política” y “moral”. Estas dos últimas parecen entrar en la categoría de temas sociales, pero el acento que pone Houellebecq hace que resalten por sí solos. ¿Qué une a todos estos textos? Una idea muy simple: la sociedad occidental del siglo XXI a desencadenado la atomización del ser humano llevando a la destrucción de la sociedad, incluso a la desnaturalización del individuo. La religión, el arte y la literatura han participado en dicha fractura y se han visto afectadas del mismo modo. Lejos de ser un reaccionario, Houellebecq se inscribe en la línea de los conservadores desencantados. Fréderic Beigbeder se lo decía perfectamente: “lo divertido es que eres un moralista romántico casi cristiano a quien todo el mundo toma por un nihilista decadente y ateo.” Para Houellebecq, hemos cruzado un punto de no retorno. El libro, lejos de buscar un remedio, como lo haría un “intelectual comprometido”, propone ahondar en los síntomas. Más intervenciones como síntoma y como diagnóstico.
Houellebecq se desarrolló primero como poeta, luego como novelista, y entre una y otra, como ensayista y articulista. Por tanto, no es de extrañar que los primeros textos de este libro empiecen con el tema de la poesía. Tema en el que destaca por su implacabilidad (“Jacques Prévert es un imbécil”). La mala poesía tiene en común con la buena poesía lo siguiente: una visión del mundo. “Jacques Prévert es un mal poeta, más que nada porque su visión del mundo es anodina, superficial y falsa.” También aborda a teóricos de la literatura como Jean Cohen (“El absurdo creador”), para quien “el objetivo de la poesía es generar un discurso fundamentalmente alógico donde se suspenda cualquier posibilidad de negación […] La poesía opera una disolución general de las referencia: objeto, sujeto y mundo se confunden en un misma atmósfera patética y lírica”. Houellebecq nota similitudes entre las tesis de Cohen y el trabajo de Niels Bohr. Para Houellebecq “la poesía rompe la cadena causal y juega constantemente con la con la potencia explosiva del absurdo; pero no es el absurdo. Se trata de un absurdo creador; creador en un sentido diferente, extraño pero inmediato ilimitado, emocional”. No obstante, la poesía (y por lo tanto la literatura) no es una isla, está en constante relación con el mundo, con la realidad, y por eso también sufre las consecuencias de la posmodernidad: “la poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética ‘casa del Ser’, del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables.”
El arte ya no puede aspirar a lo que era. El cine mudo desapareció (“La mirada perdida, elogio del cine mudo”), existen excepciones (“Le Mirage de Jean-Claude Guiguet”); sin embargo, no hay hay vuelta atrás, ni para el arte ni para el mundo. La obra de Houellebecq ahonda en ello: “actualmente nos movemos en un sistema de dos dimensiones: atracción erótica y el dinero.”. No hay idealismos: “algunos seres con valores desviados siguen asociando la sexualidad y el amor.” Todo ello por una causa simple: “los individuos son prácticamente idénticos, lo que llaman un ‘yo’, no existe en realidad, y en cierto sentido sería más fácil definir un movimiento histórico.” La consecuencia final es sencilla: “vamos hacia el desastre, guiados por una imagen falsa del mundo y nadie lo sabe”.
El patetismo del individuo sin atributos contemporáneo es claro: “el arte contemporáneo me deprime, pero me doy cuenta de que representa, con mucho, el mejor comentario reciente sobre el estado de las cosas”. En sintonía con Schopenhauer, reconoce que la mediocridad se extiende hasta el universo: “el ADN de las bacterias halladas en Marte era idéntico al ADN de las bacterias terrestres; esta prueba, más que cualquier otra, me sumió en una vaga tristeza, porque esa identidad genética radical parecía promover convergencias históricas agotadoras. En resumen, en la bacteria ya laten el tutsi y el serbio; y toda la gente que pierde el tiempo entre conflictos fastidiosos como interminables”. La ciencia no es gratuita en Houellebecq, pues incluso se sugiere una cierta metafísica derivada de ella: “la red de interacciones envuelve el espacio, crea el espacio con su desarrollo instantáneo. Observando las interacciones conocemos el mundo. Definiendo el espacio mediante los datos observables, en ausencia de contradicciones, proponemos un mundo del que podemos hablar. Llamamos a este mundo ‘la realidad’ ”.
De la realidad podemos derivar, naturalmente, el estado de la sociedad. Una realidad problemática que parece ir directo a la disolución. La sociedad de la posmodernidad atenta con el postulado “ausencia de contradicciones”, por ende, no hay mundo (sociedad) del que podamos hablar. Aquí aparece la vena religiosa del escritor francés. Sabe que la carencia religiosa de la sociedad francesa es, ante todo, carencia de unidad religiosa. Hay un claro “retorno” a lo religioso, pero avocado a las espiritualidades New Age y demás metafísicas simplonas. El catolicismo cumplía, en ese sentido, un papel de unión social. En el siglo XIX, Auguste Comte reconoció ese papel e intentó crear la llamada “religión positiva”. Houellebecq, en sintonía con Comte, reconoce que lo más importante de la religión es religar: “Comte había comprendido que la misión de la religión, sin por ello dejar de integrarse en un sistema del mundo aceptable para la razón, consistía en vincular los hombres y regular sus actos” (“Preliminares al positivismo”). La opción ya no radica en el retorno al catolicismo, su caída fue provocada por él mismo: “la Iglesia tiene su parte de responsabilidad, a pesar de los duros ataques recibidos, por someterse con demasiada facilidad.” La Ciencia nunca fue enemiga de la religión católica. Su posición está entre Chateaubriand y Léon Bloy. Llega a decir, en una entrevista, que la posición del escritor es similar a la labor de Cristo: cargar con el dolor y los pecados de la Humanidad. Por eso, contra Descartes, Houellebecq afirma que el individuo no existe, no porque no “piense”, sino porque no tiene efecto en el mundo. Se lo han despojado. La religión, que pudo haber sido un medio respetable de resistencia, ha fracasado.
El consuelo que ofrece Houellebecq está en sintonía con el de Schopenhauer. Solo queda la compasión, la empatía y, quizás, el amor. Un amor y compasión que recuerdan a una canción de Neil Young: “las canciones de Neil Young están hechas para los que a menudo se sienten desgraciados, solos, y rozan las puertas de la desesperación; pero siguen creyendo que la felicidad es posible.” En su último texto, “El caso de Vincent Lambert no tendría que haber ocurrido”, vemos al Houellebecq que llama la atención por una causa de verdadera urgencia moral. Aquí, Houellebecq convence y conmueve. Como en una homilía, San Houellebecq nos recuerda que la posmodernidad no es sinónimo de progreso moral. Cierra con una cita, que a la vez, resume su posición. Es del libro El correo de un biólogo, del biólogo y filósofo Jean Rostand: “creo que no hay ninguna vida, por degradada, deteriorada, disminuida o empobrecida que esté, que no merezca respeto y no valga que se defienda con ahínco”.