Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Zelda Fitzgerald, Resérvame el vals, Aquelarre Ediciones, Xalapa, 2021, 316 pp.


Resérvame el vals (1932), única novela de Zelda Sayre, más conocida como Zelda Fitzgerald, es un relato que vincula, entre varias cosas más, el amor, el dinero y el arte; una combinación formidable o devastadora según sea el caso. Con sus pros y contras, esta novela merece la lectura más allá de su condición semibiográfica, si acaso eso existe.

La protagonista, Alabama Beggs, es una joven inteligente, irónica, crítica con su tiempo, vive en el sur de Estados Unidos y al cumplir dieciocho años se casa con David Knight, un joven pintor en busca del éxito. A partir de eso la narración es una secuencia de las anécdotas sociales del matrimonio y la manera en que ellas se enlazan con su vida cotidiana. El nacimiento de su hija, Bonnie; su migración a Francia; un amorío de Alabama y un –consecuente– amorío de David, son algunas de las situaciones que funcionan como motivos al suscitar acciones dentro de la novela: “En ese momento, se dio cuenta que, por la gloria de un verano provenzal, había sacrificado para siempre su derecho a ser herida.”

Dividida en cuatro partes que a su vez tienen tres apartados, las amplias descripciones van dando forma al espacio y al correr cronológico. Está presente una mirada de la naturaleza casi siempre en relación con la extravagancia de la urbe y las estaciones transcurren aluzadas por los tintes bohemios de la noche, al ritmo de Vincent Youmans: “La luz del sol llegaba desde lo alto para dar puntadas con sus agujas de plata sobre las autopistas”.

De intentar introducir en un grupo Resérvame el vals, tendría evidentemente que ser en la “Generación perdida”, no solo por la época que le tocó vivir a Zelda o porque coincidió en Europa como una proyección cultural positiva, también porque su novela posee características como una idea de estilo –entendido como valor glamoroso y social–, una noción particular de decadencia; la admisión de su origen estadounidense y de las razones para radicar en Francia. De principio a fin son constantes las referencias al jazz, un rasgo representativo de la Generación, así como a la pintura (Paul Gauguin) o el ballet (Ida Rubinstein).

Un aspecto que destaco con entusiasmo y prefiero sugerir que es resultado de la lucidez de una artista y no (solo) del amor de madre, es el espléndido personaje infantil, madurado entre la desazón nocturna de sus padres y su niñera francesa. Con diálogos que parecen robados de los adultos, Bonnie es encantadora de tan inverosímil; reflexiva, sarcástica y amorosa, una mirada crítica sin pasar de los siete años:

Querida mamá:

Mientras papá se abrochaba los botones de los puños, fui la anfitriona para una dama y un caballero. Mi vida va bastante bien (…) Los domingos en Paris, voy al catecismo para conocer los horribles sufrimientos de Jesucristo.

Te quiere tu hija, Bonnie Knight

La prosa de Zelda es extremadamente metafórica, lo que me parece dota de un aire envejecido al texto. No busco ser juez de lo pasado con la mirada de lo actual, pero las construcciones suntuosas y alegóricas, por momentos, opacan la narración despistando la lectura. Lo anterior conlleva a algunas transiciones poco afortunadas o desequilibradas. Quizá habrá quien arguya en eso los vestigios de la psicosis, el agobio de la clínica donde la novela fue escrita. Yo me inclino por creer en un estilo que responde al glamour del momento, que no tuvo el tiempo de pulirse, de madurar dentro de la novela como género.

Por otro lado, es puntual el interés que hay en el texto sobre el cuerpo y sus posibilidades. La autora dedica extensas cuartillas al desarrollo de lo corporal por medio del ballet, no solo a la fuerza y forma física, sino a la presentación del cuerpo como medio para alcanzar la realización personal y el éxito artístico. Sin embargo, a pesar de la disciplina, el talento y la entrega, Alabama se verá irremediablemente alejada de su arte, de la simbólica emancipación de su individualidad, no sin antes haber obtenido la madurez para asumir sus limitaciones.

En un efecto circular, la novela cierra tal como empezó, con la relación del padre. Ya viejo y a punto de morir, lejos de aquella inicial figura desapegada, pero autoritaria. En el lecho de muerte, el progenitor es objeto de la ternura de su hija, de la admiración limpia de lastres. Alabama, ahora madre, vuelve a la casa, como si con ello pudiera volver a la infancia, solo para ver morir a su primer juez, su padre. Quizá por ello la novela no concluye con una atmósfera entusiasta, aspecto que mi lectura agradece, es más una sensación nostálgica, una resignación al futuro que la suerte decidió mucho tiempo atrás, en la inconciencia de la juventud.

El lector debe saber que con esta novela se enfrenta a una apuesta valiente, sí, por razones unidas a la vida de Zelda Sayre o Fitzgerald –ella fue ambas–, pero también porque es una obra que corrió el riesgo de ser metafórica y descriptiva, por momentos sensual e intuitiva, y defendió un estilo propio. Encaró el fracaso en su tiempo, la crítica somera resultado de sus tintes biográficos. Por lo anterior, que otros se encarguen de discutir la vida de los muertos, en estas líneas intentemos escuchar una voz, bailar esta pieza: “Es la vida secreta del hombre y de la mujer… Soñar que seríamos mucho más felices de lo que somos, si pudiéramos ser otras personas”.

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