Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Constantino Bértolo, ¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX, Periférica, Cáceres, 2021, 187 pp.

VV. AA., «Las 25 mejores novelas españolas escritas por mujeres (siglos XX y XXI)«, El Cultural , 4 de marzo del 2022, pp. 8-15.


Encuestas y más encuestas, con cualquier excusa, moda o celebración, todas con voluntad canónica, por su propia naturaleza, aunque intenten curarse en salud negando ese afán canonizador. Constantino Bértolo ha sido crítico literario en El Progreso, de Lugo, y en el diario El País, entre otros medios, así como editor hasta su jubilación en el 2014 en Debate y Caballo de Troya, fundada esta última en el 2004 como pequeño sello de la multinacional Penguin Random House, donde publicó por primera vez a autores jóvenes, algunos de los cuales figuran ya entre los más destacados, como son los casos de Marta Sanz, Elvira Navarro y Cristina Morales, quienes han reconocido la ayuda que el editor les prestó en sus inicios.

El libro surge de un encargo que le hizo a Bértolo el escritor, editor y galerista Julián Rodríguez (también editado por Caballo de Troya), fallecido joven, a quien está dedicado, y con cuyo libro, Cultivos (2008), se cierra este volumen que nos ocupa. Parece ser que el encargo incluía dos condiciones: que los libros escogidos fueran 55 y que los comentarios dedicados a cada uno de ellos resultaran sucintos.

Las obras seleccionadas se publicaron entre 1902 y el 2008 (“hemos considerado 2008, el año de la crisis que se llevó por delante un horizonte de expectativas, como fecha final del XX”, aclara Bértolo), aunque no siempre se aduce la fecha de aparición de los libros. En algún caso, sería conveniente tener también en cuenta la de escritura, tal y como debemos fijarnos además en qué épocas, períodos o estéticas se detiene sobre todo. Así, predomina el llamado realismo social y sus alrededores, pasa mucho más rápido por los novísimos y por la posmodernidad, y sorprende la escasa presencia de los poetas del 27 y de la generación del mediosiglo, pues solo escoge Bértolo libros de Lorca y Carlos Barral. Pero también resulta importante calibrar los géneros a los que se adscriben los libros, que en este caso son la novela, que predomina, con diferencia, frente a la novela corta (que Bértolo a veces llama breve), la poesía, el teatro (solo aparecen tres piezas y la más reciente data de 1961), el ensayo, los libros de viajes (“son libros muertos”, afirma sorprendentemente, aunque no me parece que aquellos que resultan notables lo sean más que algunas de las novelas que Bértolo selecciona), un par de volúmenes colectivos entre el ensayo y lo narrativo (el número de la revista Tensor y el titulado El año que tampoco hicimos la revolución), un libro de memorias, las de Antonio Ferres (¿por qué las suyas y no las de Corpus Barga, Carlos Barral, Francisco Ayala, Caballero Bonald o Castilla del Pino?), y solo un diario, el muy relevante de Max Aub. Quizá lo más sorprendente, al menos para mí, sea que solo escoge un volumen de cuentos, de Juan Eduardo Zúñiga, a quien podría haber sumado los de Chaves Nogales (A sangre y fuego, 1937), José María de Quinto (Las calles y los hombres, 1957), Ignacio Aldecoa (El corazón y otros frutos amargos, 1959) o Alberto Méndez (Los girasoles ciegos, 2004); pero nada de aforismos ni de microrrelatos, seguramente porque considera que la brevedad, poesía aparte, no se relaciona suficientemente con la historia. Así las cosas, habría resultado interesante llamar la atención sobre cómo, en formatos menos habituales, puede producirse de igual modo esa relación, como –por ejemplo– se cumple en Los niños tontos (1956), de Ana María Matute, Neutral corner (1962), de Ignacio Aldecoa o Los males menores (1993), de Luis Mateo Díez; o en cualquier libro o antología de aforismos notable, tales como, por ejemplo, los de Juan Ramón Jiménez, José Bergamín o Rafael Sánchez Ferlosio. Y a propósito de este, pondera con razón El Jarama, aunque también podría haber comentado que su autor detestaba esa novela. No hubiera estado mal, en la lógica del antólogo, haber incluido Imán (1930), La colmena (1951), Réquiem por un campesino español (1953 y 1960), Los hijos muertos (1958) o Celia en la revolución (escrito en 1943, si bien publicado en 1987). Y podría haberse tenido en cuenta en qué editoriales aparecieron estos libros y qué recepción tuvieron en el momento de su aparición. Así, las narraciones de Rafael Chirbes (La buena letra, 1992), Ray Loriga (Lo peor de todo, 1992) y Luis Magrinyà (Belinda y el monstruo, 1995) se publicaron en Debate, cuando la dirigía Bértolo. Y por lo que se refiere a la distinción entre novela y novela corta, a la que antes hemos aludido, habría que preguntarse si forman parte de un mismo género. Parece evidente que no, entre otras razones porque tienen una historia diferente, y una retórica, estructura, tratamiento de la historia y de los personajes distintos.

Conforme se acerca al presente, la selección, como no podría ser de otra manera, se vuelve más caprichosa. Así, de los 19 últimos libros que escoge, entre 1975 y el 2008, solo me parecen indiscutibles –no pierdo de vista los criterios de Bértolo– los de Eduardo Mendoza, Juan Iturralde, Juan Eduardo Zúñiga, Miguel Delibes, Juan Marsé (aunque yo hubiera optado por Si te dicen que caí o Ronda del Guinardó), Juan Benet, Antonio Gamoneda y Rafael Chirbes. El caso es que varias de las obras elegidas son las que suelen destacarse en las historias de la literatura, cuyo valor ha sido establecido por la crítica, los historiadores de la literatura y los lectores. Sea con la obra escogida o con otra similar, es también el caso de Valle-Inclán (yo me hubiera decantado por Romance de lobos) o Baroja (prefiero La busca), Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Lorca, Unamuno, Sender (aparece como recopilador, no como autor individual), María Zambrano, Carmen Laforet, C. J. Cela, Antonio Buero Vallejo, Ángela Figuera Aymerich, Rafael Sánchez Ferlosio, Rosa Chacel, Carlos Barral, Luis Martín-Santos, Max Aub, Juan y Luis Goytisolo, Carmen Martín Gaite, Eduardo Mendoza, J. E. Zúñiga, Miguel Delibes, Juan Marsé, Juan Benet, Juan José Millás (lo prefiere, en lo que podría ser su generación, no en vano le puso un interesante apéndice en 1991 a Papel mojado, a Álvaro Pombo, José María Merino, Luis Mateo Díez, Luis Landero o Javier Marías), Antonio Gamoneda y Rafael Chirbes. En suma, de los 55 seleccionados, más de la mitad, creo que 29, son ya clásicos contemporáneos asentados. Otras presencias resultan –digamos– extravagantes (a La malcasada, de Carmen de Burgos, por solo aducir un ejemplo, le falta complejidad formal y lingüística tanto en la construcción de los personajes como en los diálogos, y le sobra didactismo), sin que falten referencias discutibles o intercambiables. Y a pesar de que, en este terreno, todo sea opinable, no llaman más la atención algunas apariciones que ciertas ausencias. 

El orden de los libros, si es que sigue la cronología, la fecha de publicación, me parece que se encuentra algo trastocado, pues, por ejemplo, Poeta en Nueva York (1940), debería figurar tras Eugenio o proclamación de la primavera (1938), y El tintero (1961) tendría que situarse tras La sinrazón (1960); el lugar de La gallina ciega (1971) sería tras Reivindicación del conde don Julián (1970) y Así se fundó Carnaby Street (1970); y Las pistolas (1981) (se trata del único libro del conjunto, una novela corta, en el que el comentario se centra en el argumento, pero habría que haber recordado que su autor fue, sobre todo, actor), debería hallarse junto a Los santos inocentes (1981). Y, por último, Évame (2013), de Carlos Oroza, una selección de sus libros anteriores, como tal, quedaría fuera de las fechas escogidas para enmarcar esta antología, aunque muchos de sus poemas se publicaran entre las indicadas.

También llama la atención que aparezcan tan pocos escritores del exilio republicano, dados los criterios de selección. Así, solo encontramos obras de Juan Ramón Jiménez, Luisa Carnés, si bien publicadas antes de exiliarse, María Zambrano, Rosa Chacel y Max Aub. Pero por qué no trabajos de Alberti, Francisco Ayala, María Teresa León, León Felipe, Luis Cernuda o Tomás Segovia. En cuanto a las fechas de los libros, aparece alguna errata de escasa importancia. Así, Nuevas amistades se publica en 1959 y no en 1970, como se indica en la p. 97; a propósito de Marsé se refiere a el aventis, cuando debería ser las aventis, pues se trata de aventuras, de historias contadas por niños; se pregunta “qué dejamos de leer cuando leemos teatro”, cuando quizá fuera más pertinente preguntarse qué dejamos de ver escenificado sobre las tablas; creo recordar que Benet solía hablar de gran estilo, no de estilo alto; y, por último, el libro de Antonio Ferres se titula, en plural, Memorias de un hombre perdido. La chinchería no está mal en este caso, puesto que el autor también la cultiva.       

El criterio para llegar a la selección, se explica en el prólogo, supone un recorrido por libros de diversos géneros que respondan a la pregunta de quiénes somos, y “sobre esa capacidad de mutua intervención descansa nuestro criterio de selección”. Así, declara Bértolo que “valora la relevancia de ciertos libros según su capacidad para intervenir directamente no en la realidad histórica, sino en su relato, en la narración que subyace a modo de subjetividad colectiva en toda comunidad”, y confiesa que aborda la literatura como “interlocutor (diálogo y crítica) con la historia”. Por ello, continúa, “estos cincuenta y cinco libros nos parecen relevantes por ser espejos de esa conversación dialéctica, cómplice o crítica, entre la literatura y la historia”. Sea como fuere, y a la vista del resultado, la selección resulta tan caprichosa como cualquier otra, aparte de que su autor podía haberse evitado cierto amiguismo. Lo importante, en definitiva, es que tenga un criterio por el que guiarse, aunque ateniéndonos a él me parece que existen otras alternativas de más interés literario e histórico, que reflejan con mayor complejidad y matices quiénes hemos sido y quiénes somos.  

El Bértolo más polemista se cuestiona el canon, para proporcionarnos otro no menos discutible que los establecidos, a pesar de que afirma que no está sugiriendo un contracanon sino “proponiendo un diálogo crítico con la historia literaria dominante”. En fin, si semejante aclaración lo tranquiliza… Quizá no quiera darse cuenta de que cualquier relación de textos que se haga, de mayor o menor calado, en función de unos criterios u otros, incluyendo ciertos libros y dejando fuera otra selección, actúa como un canon, aunque luego resulte más o menos influyente. Pero, por lo que dice en el prólogo, no parece su autor tener muy claro qué es el canon, y dudo mucho que “el mercado y las listas de libros más vendidos”, que responden a otra lógica, se lo hayan llevado por delante. Además, sigue el Bértolo polemista, en un momento dado echa de menos la erudición (p. 52; e incluso en las pp. 88 y 154 la cultiva, concluyendo el texto con una alusión a la “Egloga I”, de Garcilaso, y a un conocido verso de Celaya), pero se muestra despreciativo con los profesores y los críticos, a los que se refiere como la crítica hegemónica, la crítica paternalista, la académica o filológica, que suele ser aquella cuyos criterios no comparte, sin que nos la presente nunca, como si fuera una masa compacta o acaso una entelequia, todos iguales (“digamos los supuestos pecados, pero no el nombre de los presuntos pecadores”, se cura en salud). Sus alternativas, por lo visto, son Guillem Martínez e Ignacio Echevarría (a quien cita a propósito de Chirbes, lo que resulta muy oportuno…), de modo que ¡estamos apañados! A este propósito, en fin, trae a colación los tópicos más manidos sobre la obra maestra; los académicos, los filólogos, la teoría literaria o los manuales de historia literaria, conceptos cuya utilidad, valor y uso simplifica; utiliza un marxismo de garrafón, por decirlo a la manera de Muñoz Molina, de tercera mano, que hubiera ruborizado al propio Juan Carlos Rodríguez, con una cita suya empieza el libro, aunque se refiera también de pasada a Marx, Gramsci y Jameson; y reivindica la añeja literatura social, más que periclitada (en relación con Los enanos, matiza que forma parte de un “realismo de la fealdad más que realismo social”). En este sentido, defiende la necesidad de “aprender a escuchar en voz alta” (más adelante, cuando se centra en la poesía de Carlos Oroza, aunque en las páginas que le dedica haya más versos que análisis, afirma que “acaso la poesía es un hablar alto”), obviando el problema de que la poesía social, en muchos casos, alzó demasiado la voz, sin que por ello ni se la oyera mucho más ni tampoco mejor. Cuestiona, con buen criterio, los populismos de derechas, pero se olvida de los de izquierdas, que tampoco faltaron. Y, casi lo peor, cae en el chiste fácil y se hace el gracioso…

Me pregunto a quién se dirige este libro. A los lectores normales y corrientes, no creo, porque dudo que entendieran algo, aunque Bértolo tenga mucha fe en la capacidad del lector medio; a los entendidos en la materia, tampoco, porque apenas nada les va a descubrir, ni siquiera las apuestas más sorprendentes y literariamente menos justificadas. Así, se queda en una especie de tierra de nadie, en un mero desahogo personal (recuérdese lo que comenta Carmen Martín Gaite sobre los desahogos personales, en el libro que Bértolo selecciona), al que me temo que se le va a prestar menor atención de la que merece, aun cuando yo mismo lo haya leído con curiosidad e interés; al igual que tampoco se le prestó ninguna atención a un volumen semejante de Ignacio Echevarría (Los libros esenciales de la literatura en español. Narrativas de 1950 a nuestros días, 2011), con el que, ya desde la primera página de la introducción, se emparenta Bértolo.

Lo que más me ha interesado es que haya buscado otros caminos para observar y analizar la historia literaria; la lectura que hace de algunas obras, la comparta o no, las explicaciones o definiciones que nos proporciona de algunos conceptos culturales o literarios (“la muerte de la novela decimonónica…, el surgimiento de una nueva mirada”, y lo que llama la “novela de desaprendizaje”; la distinción entre novela social y novela revolucionaria; la comparación que establece entre los libros de Ortega y Gasset y de Díaz Fernández; la posmodernidad y su llegada y asentamiento en España), o sobre la relación entre la literatura y la Historia (escribe Historia con mayúscula y literatura en minúscula), que en general comparto, etc. Pero también llama la atención cómo acaba a veces los textos, con frases concluyentes, que él considera definitorias, lapidarias. Casi siempre escoge bien las citas que aduce de los libros, aunque en otros casos se limita a llevar el agua a su molino… El ¿comentario? más heterodoxo es el que le dedica a Caza nocturna, de Olvido García Valdés, pues se compone de una conversación con la autora. Y no siendo Bértolo político/a profesional, ni pseudofeministo/a simplón/ona, ni tampoco periodisto/a con ganas de agradar, podría haberse evitado los innecesarios y pesados desdoblamientos frecuentes.

El caso es que unas veces peca por exceso; y otras, por defecto; le falta ponderación y gusto, buen criterio, escepticismo, y le sobra afán aleccionador. Y tan innecesario resulta que incluya a Belén Gopegui, su mujer, aun escogiendo su mejor novela, como a quien le encargó el libro. Sea como fuere, este es un libro que deben leer y tener en cuenta todos aquellos a quienes les interese la historia literaria, como es mi caso, y por ver cómo el denostado canon (en una entrevista que le hacen en El País, con motivo de la aparición del libro, llega a decir que “el canon es censura”, con lo que tenemos que sospechar que tampoco tiene muy claro lo que es la censura) se intenta sustituir por otro, no siempre más ecuánime, ni más representativo, ni siquiera más justo. Y, sin embargo, la arriesgada apuesta de Bértolo debería haberse leído y haber generado un debate, algo que siempre resulta sano y productivo.

Si comparamos la selección de libros que hace Bértolo con los resultados de la encuesta de El Cultural (4 de marzo de 2022) sobre las 25 mejores novelas españolas de mujeres de este siglo y del pasado, el trabajo del crítico y editor sale mejor parado. No sé qué les habrá parecido a los lectores de la revista, pero a mí me han sorprendido mucho, tanto las preferencias como el orden, algunas presencias y otras ausencias. Y dejo para el final la naturaleza en sí de la encuesta (¿juegan las escritoras un partido literario diferente?; ¿se les beneficia, se les concede visibilidad, por usar el léxico de los defensores de estas parcelaciones, situándolas en una liga aparte?, creo que no, que al contrario), la lista de los encuestados, la presencia en ella de una novelista que escribe en catalán y la ausencia de las que lo hacen en gallego y vasco. A este respecto, Javier Marías (“Usurpador del Defensor”, El País Semanal, 9 de enero del 2022, p. 74) ha escrito que “estos cómputos –en referencia a otros semejantes– sí que son sexistas. Lo de estar contando el número de varones y mujeres en todo, como si no perteneciéramos a una única especie y no fuéramos todos iguales, y no resultaran indiferentes, por tanto, las cantidades de un sexo y de otro. Esta manía que nunca termina sí que es `recalcitrante´, además de nociva e idiota. Eso sí, a mi no `sexista´ parecer”.  

Según la encuesta la mejor novela es Nada (1945), de Carmen Laforet, elección sorprendente sobre la cual Nadal Suau necesita hacer equilibrios para justificarla. Le sigue, Entre visillos (1958). Ambas obtuvieron el Premio Nadal, que también logró Primera memoria (1960), de Ana María Matute. O sea, que entre las cuatro mejores novelas, tres de ellas obtuvieron el Nadal, siendo dos de ellas las primeras obras de sus autoras. Por lo visto, los encuestados tienen una gran querencia por las primeras novelas, pues a las de Carmen Laforet y Carmen Martín Gaite se suman luego las de Esther Tusquets y Adelaida García Morales. La tercera es La plaça del diamant (1962), de Mercè Rodoreda, de la que me ocuparé más adelante, pero se trata del autor catalán con más traducciones en su haber. Pero la pregunta que se harán los lectores es si las tres ganadoras del Nadal no publicaron ninguna novela mejor durante el resto de su trayectoria literaria. Así es en el caso de Carmen Laforet, lo que resulta suficientemente significativo, pero no es cierto en los otros dos casos. En el de Carmen Martín Gaite me parecen superiores Nubosidad variable (1992), que aparece en el puesto número 14, y sobre todo El cuarto de atrás (1978), está en el lugar número 24, quizá su mejor novela y una de las mejores de los siglos que nos ocupan, a la que podría haberse añadido también Ritmo lento (1962). En el puesto 22 aparece citada su novela corta El balneario (1955), que pertenece a otro género. Si nos centramos en Ana María Matute, podríamos hacer consideraciones semejantes, pues probablemente sus dos mejores novelas, las más ambiciosas y logradas, sin desdoro de la de 1960, sean Los hijos muertos (1958), no figura entre las 25 elegidas, y Olvidado Rey Gudú (1996), que aparece en octavo lugar.      

De las autoras del exilio republicano solo encontramos tres, la citada Rodoreda, Rosa Chacel y Luisa Carnés, a quienes podría haberse sumado alguna de las singulares novelas de Angelina Muñiz-Huberman. Las Memorias de Leticia Valle (1945), de Rosa Chacel, aparece situada en quinto lugar; Barrio de Maravillas (1976) en el noveno; mientras que La sinrazón (1960), la mejor, en mi opinión, se sitúa en el número 18. Sea como fuere, en un orden correcto o no, la vallisoletana aparece bien representada en la encuesta. En cambio, en la sobrevaloración de Luisa Carnés, su novela Tea Rooms. Mujeres obreras (1934) es la escogida en el décimo lugar, creo que se ha tenido más en cuenta su temática, la reciente revalorización de su obra y el auge del feminismo.

De Esther Tusquets solo se cita en sexto lugar su primera novela, El mismo mar de todos los veranos (1978), históricamente muy valiosa, entre otras razones porque quizá sea la primera novela, tras la muerte de Franco, en que aparece de manera explícita el lesbianismo. En el breve comentario que le dedica Lourdes Ventura afirma –me temo que exagerando un poco– que “revolucionó la escritura de mujeres”. Echo de menos, sin embargo, Para no volver (1985), su otra gran novela. Muy atinada me parece la elección de El sur (1985), de Adelaida García Morales, otra primera novela, aunque se trata también de una novela corta; y la de Celia en la revolución (1987, aunque escrita en 1943), de Elena Fortún, que figura como la última de la lista.

No estoy seguro de que las novelas que se citan de Emilia Pardo Bazán (La quimera, 1905), Concha Espina (La esfinge maragata, 1914), Concha Alós (Los enanos, 1962) y Josefina Aldecoa (Historia de una maestra, 1990) merezcan aparecer en esta lista tan restringida.

Almudena Grandes y Belén Gopegui forman parte de una generación intermedia. La conquista del aire (1998) está bien elegida; menos lograda me parece, en cambio, Lo real (2001). Resulta injusta la posición que ocupa la obra de Almudena Grandes, pues solo se cita El corazón helado (2007), y en el puesto número 16 novelas como Las edades de Lulú (1989), Malena es un nombre de tango (1994) o la serie de los denominados Episodios de una guerra interminable (2010-2020, 5 volúmenes) tendrían que haber tenido aquí mucho mayor protagonismo. Nuria Azancot, en el comentario general a los resultados de la encuesta, lo explica por la dispersión del voto. Pero si las encuestas estuvieran bien hechas, debería tenerse en cuenta esa posibilidad, para que no se produzcan arbitrariedades en los resultados.

Entre las autoras del siglo XXI, me refiero a las más jóvenes, solo aparecen dos: Cristina Morales, cuya Lectura fácil (2018) es excelente, no en vano acaba de obtener en Berlín, sin que la prensa española se haga eco, el Premio Internacional de Literatura Europea, y la sobrevalorada Sara Mesa, Un amor (2020). No tardarán en acompañarlas Elvira Navarro, Marina Perezagua y Lara Moreno, por solo citar unos pocos nombres, de autoras cuya obra conozco bien. Siendo de una generación anterior, pero publicando en el nuevo siglo, tendría que haber figurado en esta lista la muy buena novela de Clara Usón, La hija del este (2012), como también se echan de menos las obras de Cristina Fernández Cubas (La puerta entreabierta, 2013), Paloma Díaz-Mas (La tierra fértil, 2000) y Rosa Montero (hay mucho donde elegir: Temblor, 1990; Bella y oscura, 1993; e Historia del Rey Transparente, 2005). Tampoco está de más recordar que de todas las citadas han ganado el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, un buen termómetro, se concede en México desde 1993, Angelina Muñiz-Huberman (Dulcinea encantada, 1992), Almudena Grandes (Inés y la alegría, 2010), Marina Perezagua (Yoro, 2015) y Clara Usón (El asesino tímido, 2018).

Si hubieran limitado la encuesta a la literatura en castellano, se habrían evitado el ridículo de solo citar a una autora en catalán, ignorando al resto, así como a las novelistas en gallego y vasco. Además, de las dos grandes novelas de Mercè Rodoreda, tendrían que haber ocupado un lugar: Víctor Català (Solitud, 1905), según Gabriel Ferrater se trata de una obra excepcional, de la mejor novela catalana; Maria Mercè Marçal (La passió segons Renée Vivien, 1994), Premio de la Crítica española; Carme Riera (Dins el darrer blau/En el último azul, 1995; y Cap al cel obert/Por el cielo y más allá, 2000); y las jóvenes Eva Baltasar (Permagel, 2018) e Irene Solà (Canto jo i la muntanya balla/Canto yo y la montaña baila, 2019), traducida a veinticinco lenguas. Por lo que respecta a la literatura gallega, deberían aparecer Néveda (1920), de Francisca Herrera Garrido; Adiós, María (1971), de Xohana Torres; Herba moura (2005), de Teresa Moure, novela que ganó el Premio Gallego de Buenos Aires, imponiéndose nada menos que a Xente ao lonxe, de Eduardo Blanco Amor; Memoria de ciudades sen luz (2008), de Inma López Silva; A Veiga é como un tempo distinto (2011), de Eva Moreda; y Morgana en Esmelle (2012), de Begoña Caamaño. Y de la vasca habría que tener en cuenta, al menos, las siguientes novelas: Zergatik panpox/Por qué, Panpox (1979), de Arantxa Urretabizkaia; Bihotz handiegia/Un corazón demasiado grande (2017), de Eider Rodríguez; y Aitaren etxea/La casa del padre (2019), de Karmele Jaio. A la vista de todas estas novelas injustamente olvidadas, El Cultural debería repetir la encuesta, centrándola ahora en las novelistas que han hecho su obra en catalán, gallego y vasco, y preguntándoles a quiénes realmente conocen la materia.

Creo, en efecto, que ese es el problema de esta y de otras muchas encuestas, esas que cada año se empeñan en señalar los mejores libros del año, preguntándoles a la gente de la casa, a los periodistas del medio, cuyas lecturas, a la vista de los resultados, no deben de ser muy abundantes.   

Entre los que han participado en la encuesta de El Cultural, se trata de 9 mujeres y 5 hombres, aparecen quienes conocen a fondo la historia de la novela española de estos dos siglos, tales como Santos Sanz Villanueva, Germán Gullón, Rosa Navarro y Pilar Castro, por solo citar unos pocos nombres, aunque haya varios más entre los encuestados que podrían sumárseles. Sin embargo, a la vista del resultado, algunos otros parece que se quedaran en las lecturas escolares obligatorias y de allí hubieran saltado a las novedades más rabiosas. Me parece poco bagaje para opinar. Pero lo que me pregunto es si el resultado hubiera sido el mismo en caso de haber consultado a Darío Villanueva, José-Carlos Mainer, Carme Riera, Anna Caballé, Ángel Basanta, Juan Antonio Masoliver Ródenas, José Luis Martín Nogales, Juan Rodríguez, José Jurado Morales, José Luis Calvo Carilla, Ana Merino, Domingo Ródenas de Moya, Jordi Gracia, Epicteto Díaz, José María Pozuelo Yvancos, Jesús Ferrer, José Teruel o Ana Rodríguez-Fischer, y todos los críticos, historiadores de la novela y escritores que se les ocurra, siempre que sean buenos lectores de la novela española. Me parece que no, que hubiera estado más en la línea de lo que yo he sugerido en estas páginas.

En suma, en la España contemporánea ha habido grandes novelistas que –casi todas ellas– han sido reconocidas en su momento como tales, desde Emilia Pardo Bazán a Cristina Morales, pasando por Rosa Chacel, Carmen Laforet, Elena Fortún, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Esther Tusquets, Angelina Muñiz-Huberman, Adelaida García Morales, Almudena Grandes o Rosa Montero, a quienes habría que añadir las novelistas catalanas, gallegas y vascas que hemos citado.

Si este que aparece en El Cultural es el panorama real de la novela española escrita por mujeres durante los siglos XX y XXI, ateniéndonos a los títulos y al orden que ocupan, el resultado parece pobre. Y eso es lo que he tratado de poner de manifiesto, que no es ese sino otro diferente, con títulos distintos y también otras autoras que tendrían que sumarse a las que se citan, y por supuesto, teniendo en consideración, de verdad, a las novelistas que han escrito su obra en catalán, gallego y vasco.

P.S. Quiero darles las gracias a Olívia Gassol, Dolores Vilavedra, Olivia Rodríguez González, Jon Kortazar y Gemma Pellicer, por la ayuda que me han prestado. Y a Liliana Muñoz, por su interés.  

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