Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Piedad Bonnett, Qué hacer con estos pedazos, Alfaguara, Ciudad de México, 2023, 169 pp.


Los pedazos se pueden pulverizar o bien, por prurito de orfebre literario, esos mismos pedazos se pegan unos a otros hasta transformar los fragmentos en una novela erigida sobre las fisuras. A Piedad Bonnett (Colombia, 1951) le sobra oficio para troquelar su prosa y presentar este puzzle que estuvo madurando hasta el final del proceso creativo. “A veces basta tirar una piedra sobre un tejado para que una casa se desmorone”. La frase de arranque de Qué hacer con los pedazos (reveladora y contundente) pasó a esta privilegiada posición gracias a la recomendación de uno de sus primeros lectores. Por esta decisión compositiva, hallamos dos premisas de la novela desde el principio: la inevitabilidad del Efecto Dominó (sucesión de caídas que nos amenaza con el hundimiento) y la alegoría que relaciona el hogar en el que vivimos con la familia a la que pertenecemos. Sobre este segundo punto, Pilar Bonnett profundizó en una entrevista concedida al periódico El Tiempo: “El tema de la casa ha sido muy obsesivo en mi literatura. En esta novela, me sirve para hablar de lo íntimo, de lo privado, y también funciona como metáfora de la familia, esa entidad tan definitiva en cualquier vida, y tan mitificada e idealizada… Si voy a la frase de citas, y volviendo a lo metafórico, cada miembro encaja en una familia como encajan las piedras de una casa, y entre piedra y piedra puede haber fisuras, tal vez grietas, aunque nadie las note. Esto lo ejemplifica muy bien Poe en su famoso cuento ‘La caída de la casa Usher’: la decadencia de una estirpe se representa en la vieja mansión, que después de años de permanencia se viene al suelo”.

Entre otras “hermanas” de la muy melancólica casa Usher, podemos citar Manderlay, la mansión campirana de Rebeca, de Daphne du Maurier, o la descrita por el gran Coetzee en su relato Una casa en España. Coetzee explica que se puede establecer “una forma de matrimonio entre un hombre que envejece y una casa ya no joven”. “Envejecer es renunciar. Dejar atrás. Desinteresarse”, escribe Bonnett. Al envejecer, convertimos las cuatro paredes que nos rodean en un caparazón, o en el callo que cubre con dureza la frágil piel que un día tuvimos. Quien sin pedirte permiso remoza tu hogar te violenta. De “Casa tomada”de Julio Cortázar (“hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales”) a los inquietantes relatos de Samanta Schweblin en “Siete casas vacías”, en la historia de la literatura edificios y circunstancias respiran y resuellan al ritmo de sus habitantes. Esta fusión entre lo inanimado y lo animado se estrechó aún más durante la pandemia, periodo durante el que Pilar Bonnett escribió esta novela.  El marido de Emilia (su protagonista, a quien, por cierto, la autora imaginó de sesenta y cuatro años y con el físico de Almudena Grandes) decide remodelar la cocina del departamento que comparten sin considerar la voluntad ni los deseos de ella. Este hecho leve (como el aleteo de una mariposa) detona una serie de sucesos que se dirigen inexorablemente al desmoronamiento de los muros de carga sobre los que la unidad familiar simula enraizamiento y fortaleza.

Emilia se dedica al periodismo y siente debilidad por la crónica, género híbrido que invita a narrar los sucesos en orden cronológico. Fluctúa entre lo informativo y lo interpretativo. Quizá la autora no es la narradora, pero hay muchos indicios que nos invitan a decantarnos por esta hipótesis. Piedad Bonnett recurre a un testigo omnisciente para escudriñar no solo el entorno de su personaje, sino también su interior. Emilia piensa, considera, entiende, reflexiona, calla, desconoce y analiza. El narrador despieza la sucesión de hechos y pensamientos de Emilia y su mundo. La propia Emilia ve su realidad como la materia prima de la crónica: “esto que ve podría hacer parte de una crónica estupenda, si lograra encontrar todas las piezas, claro, de este rompecabezas donde nada termina de encajar, donde todo pareciera estar siempre al borde de lo absurdo, de lo inexplicable”.

En Lo que no tiene nombre (2013), una suerte de memoirs de Bonnett de una honestidad abrumadora sobre el suicidio de su hijo, leemos: “Porque narrar equivale a distanciar, a dar perspectiva y sentido. Porque contando mi historia tal vez cuento muchas otras. Porque a pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras. Porque aunque envidio a los que pueden hacer literatura con dramas ajenos, yo sólo puedo alimentarme de mis propias entrañas”.

A pesar de sus entrañas aún sangrantes (Daniel falleció en 2011), Piedad Bonnett consiguió redactar un libro contenido en cuanto a prosa y tensión narrativa. En la novela que aquí nos ocupa, esa contención (esa austeridad afectiva) sigue siendo una seña de identidad. La escritora lleva las riendas y no cae en la tentación de espolear al lector con sobreabundancia de vísceras. La narrativa de Pilar Bonnett bien podría pasar por la de una estoica que, solo con su escritura, se da ciertas licencias para explotar y ser libre.

A veces basta un gruñido fuera de lugar para desbaratarnos el día. Esta podría ser la tercera premisa de la que parte Qué hacer con estos pedazos, una suerte de inventario de microviolencias intrafamiliares a las que nos exponemos a diario. Puede llegar un instante en el que la yema del dedo índice empuje suavemente una pieza de dominó, o un castillo de naipes, y toda la estructura se desbarate ante nuestros ojos. La institución familiar aparece como un colador que recoge y sostiene nuestros restos (nuestra mierda, hablando en plata), pero que también extrae a ratos algo parecido a la pureza. Además, sin ambages, la sobrevaloración del lazo puede ocultar la obviedad de un grillete (a ratos).

Qué hacer con estos pedazos se divide en dos secciones, claramente descompensadas en cuanto a extensión. La primera ocupa ciento cuarenta páginas y la segunda, apenas once. A su vez, la primera tiene diecisiete apartados y, cada uno de ellos, se divide en de uno a diecinueve fragmentos. El lector se enfrenta a un puzzle de unas ciento veinte piezas que ha de montar siguiendo, en buena parte, sus entrañas. Se establece una, llamémosla, artística empatía con los personajes que circulan por Qué hacer con estos pedazos. Todos hemos tenido o tenemos un padre, torre férrea, que se desmorona tan pronto como adquiere conciencia de su jodida vejez (y si no lo tenemos, lo tememos); nadie se libra de ser olvidado por una madre o una abuela desmemoriada, con la capacidad de borrarte de un plumazo de sus recuerdos; muchos podemos sentirnos juzgados por la conducta servicial de una hermana casi perfecta, o de una amiga, o de alguien tan pulcro en sus formas que te orilla a la culpa; masticamos el desencanto ante la fría respuesta de una hija, de un amante, de aquel que debiera reírnos las gracias; somos receptores de microviolencias y minimizamos las que nosotros mismos arrojamos sobre terceros. Por otro lado, tendemos a situar la violencia sin cuartel en la periferia, en las historias de otros que no pertenecen más que tangencialmente a nuestro mundo. Emilia nos cuenta que hace muchos años leyó un libro de Perec “que muestra el proceso de aburguesamiento de una pareja a través de los objetos que van comprando a lo largo de los años”.  En este sentido, su relación y la del marido (el único personaje sin nombre del libro) con Mima, la empleada de hogar, recuerda al asombroso cuento de Katherine Mansfield, “Revelaciones”,un lúcido texto que cartografía con gran acierto la nula empatía de la burguesía hacia quienes trabajan para ellos.

Para concluir: los aciertos hallados en Qué hacer con estos pedazos son muchos. Pilar Bonnett –quien, a la temprana edad de catorce años, ya escribía poesía– narra con concisión, sin artificios, con una prosa cincelada a golpe de lectura y corrección. Se nota. Por ponerle algún “pero”, al principio se perciben vacilaciones, nada extraño teniendo en cuenta la estructura. La autora parece adelantarse a esa crítica y, aunque no habla de Emilia, sino de la manera en la que el padre articula sus anécdotas y vivencias, su narradora deja caer como si nada: “El relato no fluye; se articula con una dificultad que pareciera nacer de una memoria inconstante, aunque Emilia descubre que esa vacilación no es más que escepticismo sobre su propia narración”. En diferentes momentos de la novela, como ya hemos señalado, la autora se vale de su narrador o narradora para reflexionar sobre su poética.

Por otro lado, constatar algo que tiene que ver con el gusto personal y los intereses de quien esto escribe. ¿Cómo pegan o cosen los autores los fragmentos de sus obras? Hay quienes, como Pilar Bonnett, Carmen Martín Gaite o Almudena Grandes lo hacen desde el dorso y pensando en que el lector se aproxima a su obra de frente. Hay quienes trabajan desde el envés, como Clarice Lispector o Elena Garro. Y unos pocos, mencionemos a Virginia Woolf, logran que no haya quien distinga si dieron un punto al derecho o al revés. Lo anterior no tiene que ver con la historia secreta de Ricardo Piglia, sino con una estética del costurón, no como costura mal hecha, sino como la exposición de una cicatriz grande y, por tanto, visible. Las heridas forjan. “Es el vacío del centro el que hace útil a la rueda” leemos en el Tao Te Ching.

En los años ochenta, el eslogan de un famoso diseñador gallego se convirtió en un mantra comercial de hondo calado: “La arruga es bella”. A veces ocurre que de tanto repetir una frase llegas a creértela, o no te la crees, pero adquieres el cinismo suficiente como para simular esa credulidad que se solicita. ¿La fisura es bella? La fisura es. ¿Y la vejez es fea? (cuarta premisa de Qué hacer con estos pedazos). La vejez es. ¿Y qué hacer con los pedazos? Armar pacientemente el rompecabezas sin preguntarse hasta el final si el esfuerzo valió la pena.

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