Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Elisa Díaz Castelo, Proyecto Manhattan, Antílope, Ciudad de México, 2020, 101 pp.


El tercer libro de Elisa Díaz Castelo, Proyecto Manhattan, atiza un interés que lectores y medios literarios han mostrado por la autora desde la publicación de El reino de lo no lineal (2020) y Principia (2018). Permea en nuestra actualidad una atmósfera de tensión política de corte pasivo-agresiva, por lo que recordar un suceso inquietante como la construcción de la bomba atómica —y hacerlo leyendo un poemario— es un acto reflexivo que no puede sino de una u otra forma sacudir la conciencia. Elisa escribe contra el miedo y sus amenazas a la memoria. Entendiendo esta última como el territorio donde un tiempo destruido, por pasado, se rebela y alcanza a tener una presencia fantasmagórica capaz de constituirnos: la historia, el desarrollo de la técnica, los túneles de asombro cavados por el conocimiento no existirían si no recordáramos. Este es un libro triste, de una radioactividad que mina pronto no el cuerpo físico sino el cuerpo almático del que lee porque, a modo de un tour orquestado por una agencia dedicada al turismo oscuro, nos lleva a recorrer la intimidad infértil —esas islas de monólogos sin eco— de las vidas de Kitty Oppenheimer, Leona Woods, Jean Tatlock, las mujeres de Oak Ridge y Robert Oppenheimer.

Con el objetivo de que la experiencia estética surta efecto, la autora se apoya en el lenguaje teatral. Las acotaciones llenan todo el libro, algunas son lúcidas y guardan una correspondencia simbólica (Robert viste un traje gris que equivale según la descripción a la desmemoria, por citar un ejemplo) y otras son confusas pero reunidas delatan el noble esfuerzo de conjurar un escenario teatral en la mente del lector. No con la pretensión práctica (por realizable) de algunos textos dramáticos; la intención de Díaz Castelo es abrirse paso a través de la escritura por las diversas posibilidades que otorga la existencia de un teatro mental más cercano a la expresión de los sueños y no estrictamente a lo representable:

 

Entra Kitty Oppenheimer al escenario vacío (…) Se desliza de su mano un vaso de vidrio y queda suspendido a la mitad de su caída unos instantes. Cuando intenta tomarlo de nuevo, el vaso termina de caer y se hace añicos

(…)

Pasan los años. El viejo jardín es una tumba. Los sordos comen caracoles junto al río, la sangre olvida su pulso, se descascara. Jean observa el hambre diminuta de los insectos. Cosas que se rompen

 

La elección tal vez quiere reconciliar al teatro con la poesía, pero, hay que decirlo, el uso de las acotaciones da pie a la zona más débil del libro. La lectura se entorpece en complejidades y aunque el uso de este recurso propio del texto dramático ayuda a establecer cierta atmósfera onírica, obstaculiza el encuentro con los monólogos (a los que antecede y los cuales son el punto más álgido del poemario). El juego, la aventura híbrida de usar herramientas de distintos géneros literarios le da un tono fresco, novedoso con relación a los dos libros anteriores, pero siendo este un libro de nuestra época: es decir, un libro-proyecto, la repetición del tono empleado en las acotaciones —su larga extensión apenas matizada en las páginas del monólogo coral de las mujeres de Oak Ridge que quieren ser más dinámicas: “(Dan un paso al frente.)”; “(Dan un paso atrás.)”; “(Coléricas.)”; “(Buscan.)”; “(Señalan hacia el frente.)”; su ritmo entrecortado en busca del asombro— acaba por ensordecer el ánimo del lector en su afán de crear cierta unidad. En cambio, la construcción de los monólogos de cada personaje revela la capacidad que tiene Díaz Castelo para dar voz a una historia y emocionarnos con las posibilidades del pensamiento y las preguntas que hace en torno a la vida y a la ciencia.

Esta voz, fiel a la poesía, se atreve. Intenta recrear el mundo interior de los protagonistas. Hace un esfuerzo por representar la intimidad, esa soledad regulada por las emociones que nos hace humanos. Por ello a algunos podrá parecerles una voz desordenada, fragmentaria; esto responde a que la trama del poemario está situada, como dije antes, en el terreno de la memoria. La poeta, al escudriñar este espacio simbólico, también lo desmitifica. Quien se acuerda intenta materializar un pasado físicamente inaccesible en el que dejó algo de sí mismo, este intento muchas veces provoca cierta insatisfacción. Al rememorar estamos con los pies bien puestos sobre el vacío y haremos lo que sea para negar su potestad, para explicarnos por qué lo que fuimos guarda una relación estrecha y mágica con lo que somos y seremos.

Elisa sigue ahondando en sus obsesiones temáticas —el tiempo, lo divino, la pasión y la muerte— como hizo desde lo personal en Principia y mediante la figura de Lázaro en El reino de lo no lineal. Proyecto Manhattan guarda estrecha relación con su segundo libro. De este último el lector sale con el ánimo de Malva Flores en el momento de escribir en su reseña en Criticismo sobre El reino de lo no lineal: “Yo he visto el alma de los muertos en las letras de Elisa, y a esos mismos muertos, de regreso, convertidos en Lázaros domésticos. Los he visto, pues, en su intimidad, en su agobio, en su miedo”.

Pero a diferencia de ese segundo libro, donde la autora se centra más en el acontecimiento vivido por sus Lázaros (es decir, en la experiencia cercana a la muerte y el regreso a la vida); en Proyecto Manhattan le preocupa lo que guarda de secreto una vida humana, por ello reflexiona sobre la relación afectiva que hay entre Robert Oppenheimer y su esposa Kitty pero también —debido a su doble vida— en la que mantuvieron él y su amante, Jean Tatlock. Los monólogos femeninos dejan abiertas muchas interrogantes y el desarrollo de los eventos produce una suerte de reacción en cadena de cuyo caos y descontrol nadie sale ileso. Este proceso privado, el drama de los involucrados, es lo que intenta recrear Díaz Castelo. Lo hace acudiendo al inventario, un efecto de imágenes cascada que permite al lector imaginar a los personajes en escenas cotidianas y hallar en sus actos descritos cierto atisbo de personalidad. Digo atisbo porque lo incompleto, lo inconcluso, son centrales en la propuesta estética del libro.

Estamos frente a una realidad extinta. La escritora mexicana entrega su libro más arriesgado hasta ahora, no el mejor escrito. Para lograr dicha reconstrucción cruzó el umbral de la poesía de investigación. Hace un tiempo escuché el concepto en un artículo donde hablaban sobre The Family (2002), libro de tintes biográficos escrito por el poeta, historiador y músico norteamericano Ed Sanders, quien decidió perderse en los pasadizos no por retorcidos menos poéticos de la historia de una de las mentes criminales más famosas de las últimas décadas, la de Charles Manson.

Como lectores accedemos a los frutos literarios de la investigación de Elisa. Los monólogos dan cuenta de esa trama sentimental donde importan pese a su presencia sutil los cálculos y las traiciones nacidos del tedio y las pasiones. Hay algo que punza en toda desaparición, como afirma Robert Oppenheimer al recordar a su amante Jean, esa mujer que tanto vivió a su sombra:

 

La llamaba de cariño mi radical libre (…)

Estaba loca. En resumen, era como las otras,

pero tenía los ojos amarillos.

(…) La diferencia radica en que se mató una tarde

y dejó para siempre de buscarme. No hay forma

 

de constatar a ciencia cierta el sitio

exacto de ese lunar, la longitud

del húmero, el tono de su voz.

 

Ya no me queda ni un átomo

de su materia. Y yo que nunca aprendí

a pedir las cosas de buen modo.

 

La poesía de investigación exige un compromiso entre el autor y la vida de los protagonistas del sucedo narrado. No es un compromiso con la realidad de los datos que brindan las fuentes de información, es un compromiso con la búsqueda de la verdad que nunca es una sola. Elisa elige dar voz a mujeres prácticamente desconocidas: Leona Woods, “la única mujer [y la persona más joven] involucrada en la construcción y el funcionamiento del reactor nuclear en Chicago”; Kitty Oppenheimer, esposa de Robert; Jean Tatlock, “psiquiatra, comunista, suicida”; las tres y las mujeres de Oak Ridge (contratadas para “aislar el isótopo de uranio” y construir la bomba atómica sin darse cuenta) tuvieron un papel fundamental en la trama de uno de los eventos más perturbadores de la historia. Proyecto Manhattan es un ejercicio de imaginación literaria que provoca una dosis de asombro e incomodidad. Hay una crudeza entre sus páginas. Reflexiones sobre el silencio al que mujeres como Jean y Kitty se entregaron por diversos factores de orden social, reflexiones sobre la prisa producto del ansia de poder y sus consecuencias, reflexiones sobre el significado de criar/crear y destruir algo —es decir, sobre el amor, la voluntad, el orgullo, la culpa y el remordimiento.

En los monólogos del poemario cada voz teje un discurso absurdo, pensamos, ¿quién habla así?, porque acaso el objetivo del poema es reflejar una voz más cercana al pensamiento y sus laberintos. Esto lleva a Elisa a trazar una poética sobre la multiplicidad: profundiza en lo inalcanzable, lo incompleto, lo fragmentario de la memoria porque así (asumiendo su dispersión, su vacío) busca representar el todo. Su escritura pretende burlar al tiempo, su linealidad; contrastar lo cotidiano de la acción —sus costumbres en apariencia inofensivas— con un hecho extraordinario como la creación de la bomba atómica:

 

Cuando un futuro es ineludible,

¿lo es realmente? Futuro, quiero decir.

Tal vez sea absurdo conjugarlo,

tal vez sea sólo un presente que se oculta

y estos campos ya están envenenados,

arreciados por la lluvia negra de los isótopos

y, para esto, todos los niños allá afuera,

sus voces escondidas detrás de los arbustos,

sus pasos apenas escuchados,

ya son recuerdos,

menos que eso

y estamos todos muertos de algún modo.

 

El 16 de julio de 1945, a las 5:29 a. m. tuvo lugar la prueba Trinity, primera detonación nuclear estadounidense llevada a cabo a 97 km de Álamo Gordo, Nuevo México. El éxito del ensayo sirvió de preludio a la explosión de la bomba atómica semanas después en Hiroshima y Nagasaki. Demostró la capacidad que tenía la especie humana de desafiar a la muerte, de imponerse ante otro que amenazaba su comodidad y esplendor. El monólogo de Leona Woods es el más puntual, aborda el dilema moral de la bomba. A un tiempo nos recuerda el papel que tienen las ilusiones, la importancia del deseo de crecer y superar los límites del conocimiento. La científica brillante dice al lector: “Toda la vida me morí tan rápido, rebasé/a mi intención, llegué antes a la meta que yo misma”. El que crea y después reniega de su creación, nos dice, es un hipócrita. En el terreno del “bien” eso ocurre poco, si bien hay un rechazo constante al halago por parte de quienes lo ejecutan; pero en lo que concierne al “mal” —por quienes así lo juzgan— se espera que quien lo hace vuelva hacia atrás y cambie de intención por lo menos en el discurso. Digamos que la bomba fue un logro de la ciencia, una provocación y una amenaza. Sin adornos su efecto se reduce a una:

 

Transmutación de carne en sangre,

sustancia que no dura sino duda

se reblandece y perpetúa su mancha.

 

Elisa Díaz Castelo da voz a esa otra parte que tanto trabajo nos cuesta escuchar. Y análoga esa ambición de Woods o de Oppenheimer, esa prisa, con la radiación:

 

La radiación es el intento de los atómos

por vivir lo más rápido posible, En esa época,

yo también lo intenté. Terminé la preparatoria a los 14, la carrera

a los 18. Una vez me expuse a 200 roentgens.

Al despertar, en el hospital, sólo me importaba

saber si había soldado bien la maquinaria. ¿Que qué es la radiación?

Átomos que quieren dejar de serlo. La prisa

de la materia. Nuestra prisa.

 

No digo con ello que la poeta celebre un logro tan letal; lo hace de algún modo Leona Woods, en el espacio que el poema le presta. Convive aquí el bien y el mal, el amor y el odio. La vida no es tan simple. Y la naturaleza del tiempo sigue siendo para nosotros un poco ajena en comprensión, por ello lo desafiamos afirmando y preguntando. Estamos pues ante un libro curioso y por cerebral de difícil lectura. No hermético, hay múltiples claves a la vista para comprenderlo, pero su ritmo y composición exigen la relectura, ir precisamente contra la prisa, y sobre todo aceptar un estilo que sugiere: abre vacíos para participar como lectores. Consciente de esto último Elisa escribe: “No hay tiempo para decirlo todo. No cabe todo el tiempo en este espacio”. Pero hay el intento, la libertad del juego creador. Proyecto Manhattan es una prueba de que para quien escribe poesía la búsqueda no debe agotarse a definiciones, no debe ahuecarse a certidumbres.

 

 

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