Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Dahlia de la Cerda, Perras de reserva, Sexto Piso, Ciudad de México, 2022, 144 pp.


Primero, una obviedad necesaria: un texto literario debe cumplir con la función poética del lenguaje. Si no lo hace, no es literatura. Quiero recordar brevemente la estela trazada por cierta clase de periodismo que logró izarse como literario, pues nos ayudará a ilustrar esta cuestión. En los años 20 del siglo pasado, Harold Ross, director del The New Yorker, decide crear Profiles, una sección sobre historias de vida. Su estándar era exigente: investigaciones acuciosas y de prosa esmerada. Entre sus páginas se encontraban unos cuantos grandes, como Truman Capote, Lillian Ross, Alva Johnston o Norman Mailer. Con este riguroso modelo, así como con la inclusión de recursos literarios ­–como el monólogo interior, la ruptura de la linealidad o el juego de narradores–, se siguió haciendo este periodismo, no solo en Estados Unidos, sino también en América Latina, con voces como las de Miguel Ángel Asturias, Rodolfo Walsh, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, cuyos textos consiguieron erguirse como género y alcanzar el reconocimiento de la crítica.

Con ambición literaria, la actual narrativa social o de denuncia –por llamarla de alguna manera– vive un auge editorial. Sin embargo, la carencia de técnica y estilo en su voz le impide alcanzar dicha pretensión. Ella por sí misma no tendría que hacer desmerecer los textos, que ocupan un lugar en la cultura. Acudo a un ejemplo extremo, arraigado en la memoria popular, para contrastar: Alarma! Esta revista mexicana de estructura frontal perseguía la denuncia de la violencia social y dejaba asomar en sus crónicas la estela del realismo mágico. Pero ni estas cualidades ni sus tirajes exorbitantes –2.5 millones de ejemplares semanales– pudieron acercarla al terreno de lo literario.

Dahlia de la Cerda (Aguascalientes, 1985) es filósofa, escritora y una activista invaluable en la organización feminista Morras Help Morras, en la que empezó a hablar abiertamente sobre cómo abortar de forma segura, con misoprostol, en México. La suya ha sido una vida complicada por la opresión económica, la discriminación y el racismo, en un ambiente particularmente violento para las mujeres del país. Es admirable, pues, la vitalidad y la fuerza, y el tamaño del empeño de Dahlia. Pero la discriminación positiva no obra milagros literarios.

Su libro Perras de reserva se compone de trece ficciones cortas. Algunas de ellas comparten lazos con voces distintas, siempre femeninas, binarias, y en primera persona; su lenguaje y sus referencias son de un regionalismo absoluto. La autora, también, echa mano del recurso de romper la cuarta pared para acercarse al lector. Esto, pensé en su momento, puede aportar frescura a la voz, frescura que era la mayor promesa de este libro de cuentos. Pero no. No me encontré con una voz cercana que estuviera contando su experiencia, sino con una voz impostada, que alude a clichés locales y que no se moja, sino que se queda en la superficie. Vaya, casi como leer notas periodísticas de corte amarillista.

Mientras reunía información sobre la autora, encontré una entrevista en la que afirmaba que su labor no era espontánea: “hago mucho trabajo técnico y de estructura antes de ponerme a escribir: pulo la anécdota, hago la escaleta, la atmósfera, la biografía de los personajes, los campos semánticos. Cuando ya tengo todo estructurado lo traslado a la literatura […] Decidí hacer un trabajo etnográfico antes que literario […] Por ejemplo, para mis cuentos de las mujeres del narcotráfico busqué y seguí a varias buchonas en Instagram –son muy privadas y no aceptan a cualquier persona–. Si una te acepta, las demás también lo hacen. Les mandé mensaje para preguntar si podía entrevistarlas y únicamente dos accedieron. Construí los personajes con la información que ellas me dieron”. En ese momento entendí la fuente de mi decepción, a la que se suma el criterio naif que la autora demuestra al pretender abarcar personajes complejos con tan escaso trabajo de investigación. ¿Qué hubiera sido de haberse centrado en uno solo de ellos para aplicarse a fondo? Uno de los retos de la literatura es alcanzar la verosimilitud, tanto en la no ficción como en la ficción, y esta no se consigue diciendo que el personaje es de la vida real.

En ese sentido, “Perejil y Coca-Cola” es un relato sobre un aborto autoinducido, el cual resulta creíble y en el que excepcionalmente encontramos una voz fresca. Si acercamos la lupa, observamos que la autora se excede en adjetivación, que no desarrolla las escenas lo suficiente y se limita a nombrar la acción: “El dolor llegó, era como de una menstruación dolorosa, pero no exagerada. Tomé un ibuprofeno y me acosté en la cama con un trapo caliente sobre el vientre. Un jalón dentro del útero y unas ganas incontrolables de pujar me hicieron correr al baño. Pujé y una corriente de sangre y de coágulos tiñó de rojo la cerámica del escusado. El dolor encrudeció: ya nada tenía que ver con una menstruación, era peor. El sangrado intenso duró cerca de un minuto. Me dio un ataque de pánico y vértigo. Lloré desconsolada. Estaba aterrada y no quería morir, no entre sangre y excremento”.

Un tropiezo más lo encontramos en su cierre, que evidencia a una autora insegura de haber tocado a su hipotético lector, en el cual echa mano de un efectismo innecesario: «Me senté en el piso y metí la mano en el escusado. En poco tiempo encontré una bolsita del tamaño de mi dedo meñique con un frijolito de color rosa pálido en su interior. Suspiré aliviada y sonreí. La arrojé a la taza y jalé la palanca”. Una escritura aún inmadura –algo comprensible al iniciarse–, pero que, pese a ello y con un trago de indulgencia, se puede leer.

En “Yuliana” relata la amistad de la hija de un narco con una compañera de la escuela secundaria, amistad que se desarrolla en el bachillerato. En algunos pasajes incluye detalles que contribuyen a la verosimilitud de la historia –historia que se entrelaza con otras del mismo libro–, como la amoralidad con la que se conduce la narradora y protagonista. Esta amoralidad es atractiva, pero su presencia es débil, casi como una ocurrencia en su discurso: “y se quebraron a mi exmarido, que me maltrataba. Yo no maté a nadie, lo mandé matar”.  Para que ese rasgo funcione, debía estar arraigado en el carácter del personaje por medio de detalles cotidianos y apelar a la romantización del criminal o a la justificación del odio de clase o al espíritu de Robin Hood: “mi apá no es asesino. Él no se ha quebrado a nadie, tiene mucho dinero para pagar quien mate por él. Además, todos cometemos pecados. Unos mienten, otros roban; lo que puedo decir a favor de mi apá es que nunca ha mandado asesinar a un inocente, puro ojete que se lo merecía, la verdad […] Ahora el pueblo está irreconocible. La gente por eso quiere harto a mi viejón, porque así como le va bien en los negocios, él comparte. No es un santo, tampoco. Y quizás para mucha gente es un delincuente; para mí es un apá”. La prisa al narrar o el formato breve –bien daría para novela si profundizara en serio–, no ayudan.

Por más asesinatos que relate la autora, por más que quiera dirigirse a quien la lee, la pared sigue intacta. Las acciones combinadas con efectismos no consiguen recrear la tensión. Lejos de que el lector se relacione con los sobresaltos de las protagonistas, termina anestesiado, insensibilizado y muerto de aburrimiento: “Me emocionaba imaginar la cabeza del vato que mató a mi amiga colgada en un puente o dentro de una hielera, o dársela de comer a los cocodrilos. También pensé en los corridos que me iban a componer. Y quién sabe, a lo mejor y salía una narcoserie. Me emocioné. Y pos me tomé muy en serio mi trabajo […] Mi hermana le dio un sartenazo en la mera chompa. Yo entré en crisis, agarré otra sartén y le hice segunda. Le dimos como diez sartenazos en la cabeza […] Me violaron entre los cinco. Se turnaban para violarme. Me amarraron las manos y los pies. Me quemaron con cigarros, me golpearon hasta que se cansaron. Me soltaban y jugaban a cazarme. Me mordieron los senos […] Me violaron con sus asquerosas vergas, con un objeto metálico y con sus dedos infectos”.

En “La sonrisa”, narra la historia de una “mulatita” (el diminutivo es de la autora), mexicana y migrante, que se sube a la “Bestia” y consigue trabajo en una maquiladora. Como es de esperar –es que ya no hay sorpresa–, la violan y la matan con crueldad y con todo detalle. Pero Dios le da superpoderes, por medio del Charro Negro, que “me pasó el chisme de todo lo que había que saber de los no-muertos”, y la muerta consigue vengarse: “Quizá por el sufrimiento me convirtió en mártir y ahora dios se estaba poniendo al corriente y me había dado superpowers”. En esta ficción la autora introduce elementos fantásticos sin haber construido un sólido universo que lo soporte, lo que no la hace renunciar a describir con minuciosidad la descomposición del cuerpo. Salta entre alusiones al vampirismo y al dogma de fe. El resultado es francamente chapucero.

En “Dios no hizo el paro”, las frases levitan sobre la superficie, se quedan en tigre de papel, como los otros relatos del conjunto; generalidades y lugares comunes pintan de negro las páginas, que se terminan leyendo como el electrocardiograma de un muerto: “Mi jefa mal que bien se la discutía chambeando para que fuéramos a la escuela y para los alimentos […] En el barrio se trata de rifártela para sobrevivir. En este lado uno se da cuenta de que quienes le patean la jaula a la perra progresan. Poquito, pero sí […] Por eso hay que patearle la jaula, aunque sea brava la hija de la chingada”. El resto de las ficciones van por el mismo camino, por lo que solo quiero agregar que también resulta fallido su intento por abarcar una amplia variedad de personajes: una costurera homicida, una aspirante a primera dama, otra ladrona, otra más halcón, sin faltar la demoniaca, la buchona, la madre soltera, la mulata en maquiladora, la influencer, etc., por la sencilla razón de que su “trabajo de investigación”, como la autora lo llama, no es profundo ni acucioso, y solo empaña de trivialidad un tema tan sensible como la violencia de género al designarle el mismo lugar que los asesinatos producto de la delincuencia organizada y del narco, casi todos de hombres jóvenes.

Dahlia de la Cerda ha pasado y sigue pasando grandes dificultades, ha conseguido emerger de la pobreza, licenciarse en Filosofía, fundar una organización para el aborto seguro, ha hecho “muchas lecturas sobre narratología y mamadurías de ese estilo”, lidia con una enfermedad genética y con un trastorno límite de personalidad, y es activista. Como persona, particularmente en su condición de mujer, repito, Dahlia es admirable. Pero los méritos personales no la convierten en una buena escritora, ni tampoco los temas, por más explosivos que sean, ni su personalidad mediática.    

Sexto Piso no es cualquier editorial, así que me pregunto cómo es que ha decidido dar el espaldarazo a estos libros sin carácter literario. Porque el de Dahlia no es el único, hay varios más lanzados con la ingrata ambición de apelar a las modas para ser vendidos masivamente. Se puede hacer literatura dentro de la narrativa social o de denuncia. Es decir, el testimonio y el testimonio ficcionalizado no son a priori literatura, pero pueden llegar a serlo. Para ello es conveniente separar dos conceptos: la escritura literaria y el aparato mediático, ya que este hace ventas, pero las ventas, por más mayoritarias que sean, no hacen literatura.

  • Katia agosto 21, 2023 at 7:47 pm / Responder

    No he leído (ni pienso leer) «Perras de reserva» pero ya desconfiaba de este libro debido a la personalidad mediática de la autora y de la aparente decadencia en la que ha caído Sexto Piso.
    Como dice la autora de la reseña, se puede hacer literatura de no ficción con verdadero arte que vaya más allá del morbo y del tono de instructivo que intuyo que hay en el cuento sobre la chica que aborta (o al menos, intuyo eso por las citas que incluye la reseña). Para mí, un ejemplo de literatura de no ficción o novelas de no ficción es Emmanuel Carrère, sobre todo «El adversario» y la reciente «V13».
    ¡Me encantó la reseña!

  • Marisol agosto 27, 2023 at 12:55 am / Responder

    ¡Qué buena reseña!

  • Melissa agosto 28, 2023 at 9:24 pm / Responder

    ¿Qué haríamos sin la crítica literaria? Pero de aquella que no busca “congratularse”.

    ¡Felicidades por esta gran reseña!

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