Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Andrea Abreu, Panza de burro, Barrett, Sevilla, 2020, 176 pp.


“Ya ni siquiera sé si las conozco realmente”, dice Andrea Abreu (Tenerife, 1995) en una entrevista. La autora hablaba de las que comenzaron siendo sus niñas –Isora y la protagonista, tan cercanas a Abreu, de una infancia lejana–, pero acabaron por convertirse en aquello que quizá todo escritor anhela: personajes propios, vivos, extrañamente palpables. Panza de burro es la historia de un verano de 2005 en las Islas Canarias, pero no nos confundamos: estas no son las Canarias resplandecientes, tapizadas de sol y de arena. Más bien, y como dijo Abreu, Panza de burro es la cara B de este escaparate turístico, la cara que, al fin y al cabo, termina por ser la única que existe para aquellos que viven en las Canarias rurales del norte de Tenerife. Ahí, entre una masa de nubes grisáceas que parece no tener fin (fenómeno al que se le conoce como “panza de burro”), están Isora y una protagonista sin nombre –a quien Isora apoda shit de cariño–, dos mejores amigas de 10 años que navegan la cotidianidad de sus días con una intensidad y entrega que solo parece ser posible durante la niñez. Acompañadas de perros callejeros, juegos de barbis en el piso y música de Aventura, las dos niñas se entrelazan sin dirección ni definiciones, pero, justo como el vulcán que está siempre presente en el barrio, con la sensación cada vez más latente de que algo está punto de explotar.

Bien confesaba Sabina Urraca, editora de Panza de burro, en su introducción: “También, y esto es importante, sentí envidia. Una envidia por la imposibilidad de escribir yo algo así”. Y es que esa es una de las muchas sensaciones que Abreu nos entrega en su primera novela, la certeza de que se ha leído algo que suele quedarse en la penumbra, algo que muy bien podría habitar los recuerdos tímidos y empolvados de lo que Abreu ha llamado “una niñez asalvajada”. Panza de burro es una novela específica, que no intenta otorgarnos ninguna verdad universal sobre la amistad entre niñas o la niñez, sino que abraza lo grotesco y único de la historia de Isora y la protagonista y nadie más. Sin embargo, tras las plantas de los pies negros como un tizón después de jugar en las güertas, las santiguadoras curando el mal de ojo y los besos “de novios” detrás del centro cultural, se atisban muchas otras niñeces criadas por abuelas, hechas en barrios y con heridas en las canillas, que muy pocas veces se han considerado dignas de ser contadas. Y, a su vez, es ahí donde se descubre que la forma en la que se cuenta este pedacito de mundo es una historia por sí misma, un acto de preservación y resistencia. Abreu utiliza un español canario completamente suyo, hecho entre las casas a medias “como mostruos incompletos”, donde se escribe como se habla, sin reservas: las amigas juegan a las “beibiborns con huequito pa la pipi”, comen “sangüis” de jamón y queso, desechan los signos de puntuación porque no hay tiempo para escudriñar lo que demanda ser sentido. Así, capítulos enteros se sienten como pequeños santuarios de palabras compuestos por una prosa poética que es tan urgente y cruda como cálida: “Yo quería comerme a isora y cagarla pa que fuera mía guardar la mierda en una caja pa que fuera mía pintar las paredes de mi cuarto con la mierda pa verla en todas partes y convertirme en ella yo quería ser isora dentro de isora isora isora…”. Y así, somos testigos de una prosa que solo podría salir de la mente de una niña, aquella que todavía vive en el privilegio de solo sentir lo bonito y lo “escandaloso”, sin la necesidad de hacer caso de sus rumiaciones y pasiones.

Es así como se nos adentra en un mundo sin tapujos, donde Juanito también es Juanita Banana y anhela jugar con barbis incluso si solo quedan las que son feas, e Isora y la protagonista se “estregan” a todas horas. Y es que Abreu nos apunta hacia una de las cosas que más cuesta admitir sobre tantas niñeces: que los niños son personas completas, complejas, que llegan a conocer más de lo que aceptamos, y cuyas vidas duelen aún más de lo que imaginamos. Desde un inicio, la devoción de la protagonista por Isora traspasa el papel; Isora, quien, a diferencia de ella, sabe cómo hablar con la gente grande, es capaz de discernir entre una verdad y una mentira, come mojo rojo, del picón, porque es “tan echadita palante, tan sin miedo”. Sin embargo, junto a esa Isora que alguna vez probó la comida de perro para ver qué se sentía, está la Isora que vomita como un gato cada que lo siente necesario, es decir, todo el tiempo; a la que su abuela Chela pone bajo regímenes alimenticios; la Isora sin madre, que usa su cadenita de la Virgen de la Candelaria religiosamente porque es lo último que le queda de ella, pero a la que también le gusta apretarla contra la garganta “porque así era más secsi”. Y así como fácilmente se puede ver a una Isora escuchando bachata junto a la protagonista para saber mucho más del amor que los demás, a una Isora libre, también se le puede ver alienada, sin palabras, casi adulta: “Cuando se acababa la novela y las nubes nos golpeaban el tope de la frente, a Isora le invadía una tristeza extraña, como lejana, así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez”.

Y la protagonista se duele por Isora aunque no la comprenda del todo. Su entrega hacia ella va más allá de su incapacidad de decirle adiós, de muchas veces envidiarla por la manera tan fácil con que parece desenvolverse en el mundo, pues se antepone el ferviente deseo de cuidarla y protegerla. Cuando las amigas lloraban, la protagonista cuenta que les gustaba dar vueltas sobre ellas mismas hasta marearse y caerse juntas al suelo, ambas llenas de heridas en las manos, los codos, las canillas. En una ocasión, la protagonista recuerda la historia que le contó su abuelo antes de dejar a la abuela y su familia, aquella de San Antón y el perro que le curó las heridas cuando estaba a punto de morirse. Al mismo tiempo, con esa inocente y casi extravagante naturaleza de la niñez, ambas se lamían la sangre con la lengua: “Yo soñaba con curarle la tristeza a Isora, quería ser su perro y ella mi santa con heridas en las rodillas.” Es tal vez esa tristeza latente, existiendo entre los besos detrás del centro cultural y las papas con tazos dentro, la que evidencía una de las brechas más grandes entre las dos amigas. Isora no solo tenía días en los que quería morirse, sino que decía que la mejor forma de hacerlo era llenar la bañera de agua caliente y “sajarse las venas”. Mientras tanto, la protagonista se veía y reconocía que ella no quería morir, ni sabía el procedimiento recomendado: “Yo me preguntaba cómo ella sabía tantas cosas que yo no sabía y entonces me ponía triste porque pensaba que yo no tenía tristeza propia, que mi tristeza era la de ella pero dentro de mi cuerpo, una tristeza como de imitación, dos tristezas duplicadas, la marca falsa de una tristeza, esa era yo, porque yo no tenía razones por las que estar triste pero me las inventaba”. Y a pesar del aburrimiento de esos días, cuando la tristeza “abrutaba” a Isora, la dejaba sentada, viendo sin ver, shit se quedaba ahí, siempre devota, “escuchando su silencio.”

Con cada día de verano que pasa, parece ser que escuchar y seguir ciegamente a Isora deja de ser del todo suficiente. En cierta manera, la protagonista comienza a sentir que se está quedando atrás, que su inocencia –e incluso su devoción–  no han hecho nada más que agrandar la distancia entre la una y la otra. El día que las amigas y Juanito encontraron a la tía de Isora con un hombre, Isora les dijo que Zuleyma la del bar “le había contado que después de follar a las mujeres se les quedaba el chocho latiendo”. Y es ahí, en una plática que parecía ser igual a muchas otras, que vemos a una protagonista aterrada, plenamente consciente de que algo se le está yendo de las manos y no lo puede detener: “Y dijo chocho y no pepe y yo me sentí tan lejos de ella… Me di cuenta de que Isora estaba en otro lugar, un sitio del que yo no alcanzaba a ver ni el principio y por un momento tuve miedo, miedo de que se diera cuenta de mi inocencia, de que se cansara de mi cabeza asintiendo y mi boca cerrándose”. Sin embargo, el momento que termina por marcar un antes y un después en su relación es cuando Isora la deja sola con Ayoze por seguir a Mencey. Pero ella no quería seguir a Ayoze, ni entrar en la cueva, ni que la cosa blanda del niño le entrara por el pepe. Al día siguiente, no fue a casa de Isora –tenía el cuerpo lleno de pulgas y garrapatas y los ojos llenos de lágrimas porque Isora la había dejado sola–: “Y yo ya sabía, dentro de mi pecho sabía, que las pulgas y las garrapatas y el susto los había cogido dentro de la cueva, cuando Isora me dejó sola, cuando Isora me dejó sola por irse por ahí con un niño jediondo”. Y aún con ese dolor, y con la promesa de niña de odiar a Isora por al menos algunos días, la protagonista no anhela más que volver a escuchar, sentir, oler a Isora, porque todo seguía siendo de ella y porque, al parecer, había descubierto que el amor y el dolor podían llegar a ser demasiado iguales.

A pesar del deseo de la protagonista por vivir de Isora, el lector sospecha que el querer ya no es suficiente. Y aunque ella no es ciega ante el dolor a su alrededor, se percata de que la tristeza ya no es prestada, sino que está plantada en ella y no la deja ser del todo feliz. De cierta forma, Isora no solo le enseña a la protagonista lo que son la amistad y el amor, sino que también le enseña a odiar y, sobre todo, a sentir ambas cosas al mismo tiempo, algo más cercano a la pasión. Y es aquí cuando la protagonista comienza a utilizar el dolor físico para intentar lidiar con el dolor interno, como si algo palpable pudiera darle forma a sentimientos que no logra comprender del todo: “Había un hierro del colchón salido pafuera que me dolía en la espalda tanto como que Isora no me hubiese llamado pa ir a la playa ni después de ir a la playa para contarme cómo le fue, y me daba la vuelta pallí y pacá por encima del hierro hasta que me ardía, hasta que me dolían los huesos como si se me fueran a partir”. Entre esa masa de emociones urgentes y contradictorias, de dolores punzantes e incesantes, existe una realidad cargada de injusticia: el saber que muchas veces la infancia no se termina porque se quiere, sino por mera obligación.

Abreu construye una novela hecha con garras y dientes, sin ataduras, donde la multiplicidad de emociones y sensaciones no es reducible a formas más lógicas y sencillas de digerir. En Panza de burro, las delimitaciones del amor, la amistad, e incluso el despertar sexual no son relevantes porque en la niñez todo puede existir en un mismo plano, sin necesidad de excusas o explicaciones. Abreu nos abre la puerta a un lugar en el que lo sórdido y grotesco, lo que guardamos muy en el fondo, también es bello. Y a su vez, nos enseña que la literatura no tiene que venir de lugares extraños o cómodos para las masas, pues gran parte de la belleza del libro –y tal vez de la literatura en general– simplemente radica en ver hacia adentro. Así, Panza de burro es un acto de honor, de redención de la niñez –principalmente la de Isora y su shit–, de las infancias que fueron forjadas sobre el piche, en casas sin terminar y jugando a los pokémon. No es que Isora desaparezca hacia el final del libro: es que así, en la memoria de la protagonista, en la playa de San Marcos, Isora será siempre Isora, siempre su mejor amiga, bajo el cielo cubierto de nubes.

  • Carla Loza noviembre 30, 2022 at 8:10 am / Responder

    Puedo decir que es una reseña que me ha gustado bastante, está bien estructurada, fácil de entender, te brinda puntos muy interesantes de la lectura y te deja con la sensación de profundizar más en la lectura.

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