Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Francisco Tario, Obras completas I. Cuento. Varia invención, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, 598 pp.


En una fotografía de la serie que Lola Álvarez Bravo tomó para la creación de Acapulco en el sueño, aparece Francisco Peláez –Tario para su creciente número de lectores– sobre un fondo rocoso: la ropa impecable (como siempre), la cabeza al rape recibiendo casi de frente la luz del sol, la mirada perdida en algún punto desconocido. Tario aparece a la vez mundano y ascético, uno de esos hombres que han recorrido todos los lugares – “Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches…” hace decir a su buque suicida– y que se sienten, en la misma medida, cómodos y ajenos en todos ellos. Es evidente su devoción por la actividad física: Tario se yergue masivo e imponente, como uno de los ídolos prehispánicos a los que su nom de plume hace referencia. Pero lo más inquietante de todo es su mirada, que se posa en algún punto remotísimo y transmite una sensación de grandes y desoladoras distancias, de un misterio agudo e indescifrable. Tario está y no está, o más bien está en un lugar que nosotros desconocemos. El primer volumen de sus Obras completas, que incluye sus tres colecciones de cuentos así como varios textos en prosa de naturaleza heterogénea, representa una gran parte de esa mirada y ese lugar distante, la mansión de fantasmas que Tario construyó a lo largo de treinta años de labor creadora.

       El punto de partida de la obra de Tario es La noche, colección de quince relatos publicada en 1943. La noche es primordialmente un libro sobre la distancia, sus personajes son féretros, gallinas, buques, trajes de vestir, locos y ermitaños –seres marginados del campo de lo humano. Miran siempre desde lejos: “entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos” (p. 25). Pero el papel que la distancia juega en La noche es mucho más profundo. Ya en este libro inicial se manifiesta uno de los rasgos distintivos del espíritu de Tario: un vaivén radical entre el deseo de plenitud y comunión y la consciencia de la imposibilidad de la plenitud y la comunión. Creo que esta afirmación es de gran importancia para entender correctamente el lado nocturno y grotesco de Tario. La experiencia fundamental en Tario, a pesar de las apariencias, no es la experiencia de la noche, sino la experiencia de la luz. Su obsesión no es la enfermedad sino la salud, una salud perfecta e inalcanzable, un bienestar absoluto. Su dialéctica plenitud-ausencia parte de una estado de exaltación casi mística. Dice el narrador en “La noche del hombre”: “Cierro los ojos. No pienso. Miro, miro hacia adentro y todo en mi interior se va volviendo fresco, saludable, flexible. La juventud me es devuelta a grandes tragos, y mis percepciones, por tanto, son mucho más intensas: más ronco el batir de las olas, más infatigable la circulación de mi sangre, más lejana la lejanía de la Nada…” (p 106). Pero a estos momentos de exaltación sigue siempre la constatación de la pequeñez y la fragilidad del ser: “Por la noche –la monstruosa e ignota noche del hombre– volví a la playa. Reconocí y seguí las huellas: las tristes huellas de los zapatos blancos. Y el mar rugía, y callaba el cielo, y el islote, en la oscuridad alucinante, hablaba al alma de lo más confuso, de lo más brutal, de lo más inútil de la vida tonta…” (p 111). Así, los relatos de La noche se configuran por este doble movimiento: el ascenso lírico y la caída a veces trágica y a veces cómica. Hay en estos primeros cuentos de Tario algo que no recuperara después, incluso en sus mejores cuentos de madurez: un tremendo entusiasmo aunado a un tremendo desdén, una mirada que al mismo tiempo arde de amor y de humillación, una sensación de grandes vuelos y de caídas vertiginosas. La noche adquiere una unidad profunda por medio de la voz de Tario (no es casual que todos los cuentos utilicen la primera persona), oscilando siempre de forma exaltada entre el grito y la canción.

     A partir de La noche, la escritura de Tario tomará dos caminos: uno llevará hacia relatos menos líricos, más extensos y de construcción más compleja; el otro llevará hacia textos fragmentarios de carácter heterogéneo. De estos últimos, quizá el más rico sea Acapulco en el sueño (1951): rico en invención, rico en imágenes, pero sobre todo rico en la comprensión que aporta a ese carácter creador tan peculiar (a esa mirada específica de Tario) del que ya hemos señalado como atributo principal un movimiento alternativo entre la afirmación y la negación más enfáticas. Acapulco en el sueño nos dará la oportunidad de ahondar aún más en este movimiento y por tanto en la personalidad de Tario como hombre y como escritor.

     Acapulco en el sueño tiene una génesis extraña: es escrita en 1951 por encargo del presidente Miguel Alemán para promover el renovado puerto de Acapulco, en donde además Tario reside y ha invertido su dinero. Se trataba de un proyecto lírico y visual: Tario eligió a la fotógrafa Lola Álvarez Bravo para la serie de fotografías que acompañaría a su texto. El encargo presidencial tuvo como resultado uno de los textos más extraños de la literatura mexicana. Acumulación de arrebatos líricos, aforismos, anécdotas, descripciones mágicas y crónicas históricas, Acapulco en el sueño funciona más como una topografía del espíritu de Tario que como una descripción real de un lugar específico. Acapulco aparece como un lugar mítico: presente puro, como diría Octavio Paz. Esta ilusión de novedad y de comienzo es uno de los atractivos de Acapulco para alguien con un espíritu como el de Tario. En los fragmentos iniciales se habla ya de “el mar de todos los mares, el primero” (p 574) y se señalan las diferencias de la luna de Acapulco con “las demás lunas catalogadas” (p 574). En Acapulco, ese lugar que existe aparentemente sin historia, a un lado de la historia, porque “la incauta Historia a que se refieren otros pueblos aquí no cuenta” (p. 573), Tario encuentra o cree encontrar la imagen de la autenticidad, de lo original y primigenio. Un hombre distinto existe en esta realidad distinta, en donde lo secreto es manifiesto y transparente: “Yo diría que este hombre que nos contempla es exclusivamente una floración desmesurada que arranca de entre las rocas más antiguas y crece vertical e impasible…” (p. 573). No la consciencia desgarrada entre el anhelo de ser y la imposibilidad de ser, sino un hombre que es existencia pura. Existencia vegetal, sin consciencia, porque la consciencia implica una distancia entre el sujeto y el mundo, y aquí finalmente se ha dado el contacto y la continuidad del sujeto con el mundo: “Oh, vegetal vida de voluptuosas flores tiernas, ya abiertas. Sabiduría insensata y arrebatadora. Sumisión al placer, a todo lo que es lento, de hoy, y se dilata; al hechizo” (p. 590). Pero esta fe en la vida simple, a un tiempo deseo de renovación y anhelo de regreso, no se encuentra a salvo del Tario irónico, que nunca desaparece realmente. Una de las secciones del texto lleva por nombre, precisamente, “Primitivismo” y en ella se mezcla la ironía y el entusiasmo. No se le podía escapar a un humorista como Tario el hecho de que solo un refinado como él podía desear de tal forma un retorno a la inocencia. No se le podía escapar el hecho de que sólo un refinamiento exhaustivo, agotado de sí mismo, podía desear con tal fuerza el último refinamiento, la última ilusión: la vida simple, el regreso a lo auténtico.

     El otro camino que sigue la escritura de Tario pasa por Tapioca Inn. Mansión para fantasmas (1952) –una colección desigual, más bien deficiente– para llegar a Una violeta de más. Cuentos fantásticos (1968). Encontramos aquí a un Tario que se ha convertido en maestro de sí mismo y de sus impulsos. Han pasado veinticinco años desde la publicación de La noche  –su mujer, Carmen Farell, ha muerto en  1967 y solo nueve años lo separan a él mismo de la muerte– y Tario tiene una voz más serena, que tiende menos a los extremos radicales, pero que en cambio ofrece una sutileza y una complejidad hasta ahora no logradas en su obra. Muchos de sus mejores cuentos se encuentran en Una violeta de más: “El mico”, extraño relato sobre la maternidad y la transformación; “Un huerto frente al mar”, en donde el mar es el verdadero protagonista; “Como a finales de septiembre” y “Asesinato en do sostenido mayor”, ambos sobre la infidelidad; “El hombre del perro amarillo” y “Entre tus dedos helados”, muestras cabales de las virtudes de Tario que logran un casi imposible equilibrio entre el sueño y la vigilia, la alucinación y la realidad, el sinsentido y la lógica. Ya no se trata del Tario de la juventud, desbocado y casi fuera de sí mismo, que se regocijaba en la pintura de los claroscuros del alma: la luz más intensa y la oscuridad más impenetrable conviviendo en el mismo cuadro. Ahora todo se hace con más tacto, con mayor pudor, pero sin perder nada de fuerza: lo misterioso sigue palpitando por debajo de lo cotidiano, pero ahora se insinúa de forma menos hostil; el sueño y la realidad continúan siendo indistinguibles, pero una suerte de impavidez filosófica sustituye la anterior actitud de angustia y desesperación; lo inexplicable persiste en trastornar la vida de los hombres, pero un humor menos corrosivo y más fraterno permea estas historias. Se trata de un Tario resignado: el mundo le sigue pareciendo tan extraño y chocante como siempre, pero ha llegado a una suerte de aceptación, o al menos de distanciamiento sereno y contemplación de lo absurdo. Esta tensa convivencia entre los opuestos, esta conquistada calma bajo la cual se adivina aún una lucha inacabada, es la nota dominante de los últimos cuentos de Francisco Tario.

      Francisco Peláez Vega fue un hombre misterioso. Descendiente de asturianos, aristócrata, plenamente mexicano y castellano; portero del Club Asturias durante la década de los treinta, amante a un tiempo del esplendor físico y del ascetismo espiritual; escritor “amateur”, socialité de las veladas literarias en la Ciudad de México; hombre de negocios y hedonista místico en Acapulco; ermitaño y devoto del silencio en sus últimos años en España. Se dedicó afanosamente a la creación de una obra original y valiosa, pero también llegó a decir que “propiamente no creo haber hecho nada mejor que amar profundamente la vida y obtener de ella todo cuanto me fue posible”. Su figura es irreducible a una sola configuración: por debajo de su mirada fija y distante se esconde un movimiento frenético entre los puntos opuestos de la existencia. Sueña con la inocencia y la felicidad, pero sabe (o cree saber) que ninguna de estas es posible. Intenso y ausente, nos mira desde la distancia.

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