Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Amin Maalouf, Nuestros inesperados hermanos, Alianza, Madrid, 2019, 295 pp.


¿Qué es lo que define la identidad de una persona? ¿Sus creencias?, ¿su nacionalidad?, ¿su religión?, ¿sus amistades y familiares?, ¿el lugar en que se crio?, ¿donde ha vivido posteriormente? Podríamos afirmar –presumo que con la complicidad de los lectores– que es, en realidad, la suma de todo esto.

Amin Maalouf nació y vivió sus primeros veintisiete años en el Líbano. La Guerra Civil libanesa lo forzó a emigrar a Francia, donde ha residido durante más de dos décadas. Su madre era francófona de familia proveniente de Estambul; su padre, libanés; su abuelo, egipcio; sus antepasados, de diversas religiones. ¿Podríamos decir, entonces, que es libanés; o el hecho de tener la nacionalidad francesa y haber criado y visto crecer a sus hijos allí lo convierten en francés? Y, de ser afirmativa la respuesta, ¿tiene una identidad más relevancia que la otra? Esta cuestión, dejando un poco de lado el caso personal del autor, es extensible a cualquier ámbito de la sociedad. Y es una cuestión que, planteada de forma desafortunada, puede conducir a temores, desconfianzas y verdaderos horrores entre nuestros semejantes.

Estos son los ingredientes que alimentan Nuestros inesperados hermanos y que también ha abordado profundamente en otros títulos como Identidades asesinas (1998) o El naufragio de las civilizaciones (2019). En esta novela, Alec, un dibujante de mediana edad, vive en una tranquila y voluntaria reclusión en un pequeño islote de la costa atlántica. Un inexplicable incidente ha estropeado todas las comunicaciones de su hogar y, ante un más que justificado temor por un cataclismo nuclear, contacta con Eve, al otro lado de la isla y a quien había evitado durante años. Su situación es la misma. Cuando las comunicaciones se restablecen la sorpresa es aún mayor que al principio. Parece ser que una escisión de la humanidad, los “seguidores de Empédocles”, que han vivido al margen de la población mundial, han desarrollado todas las ciencias y conocimientos humanos hasta unos niveles muy superiores a los nuestros. Se han mostrado ante todos por un motivo: evitar nuestra autodestrucción.

Los “seguidores de Empédocles” son para Maalouf la esperanza que desea ver en nuestra realidad. Y su existencia en la novela transmite a la vez pesimismo y esperanza. Estos herederos del milagro de la antigua Grecia –todos ellos de nombres helenos– no son solo una sociedad increíblemente avanzada tecnológicamente, sino que también han logrado superar todas las barreras sociales. La desconfianza, el miedo, el racismo o el egoísmo entre ellos son conceptos del pasado; han logrado una cohesión utópica. Las reflexiones de nuestro protagonista, Alec, nos llevarán a plantearnos profundamente qué supone para nosotros la llegada de un colectivo tan superior como este. Ante una sociedad tan avanzada no nos queda más que esperar a que “nosotros” seamos absorbidos por “ellos”. Nuestras creencias, tradiciones, conocimientos, cultura, lenguas, religiones, leyendas… todo quedará repentinamente obsoleto. Y, según nuestra historia, cada vez que algún rasgo identitario de los pueblos se ha visto amenazado, se han desatado distintos conflictos y tensiones. En Nuestros inesperados hermanos lo que está en conflicto es toda la sociedad humana conocida hasta el momento. En suma, ser partidario de esta nueva sociedad es, básicamente, ir en contra –en mayor o menor medida– del desarrollo de la humanidad.

A lo largo de la novela se abordan estas y muchas más cuestiones referentes al comportamiento del individuo en la sociedad y cómo reacciona este cuando ve que su identidad está en peligro. Y, sobre todo, cuando lo que está en peligro son rasgos que nos definen como seres humanos. Maalouf sostiene que “no estamos en la era de las masas, sino en la era de los individuos” y que “si afirmamos con tanta pasión nuestras diferencias es precisamente porque somos cada vez menos diferentes”. Estos conceptos hacen que cada vez veamos menos matices en las realidades y acabemos apoyándonos con dejadez en el clásico “blanco-negro”, como cuando los entrevistadores preguntan al autor si, en el fondo de su ser, se siente más libanés o más francés.

En esta burbuja de esperanza que es Nuestros inesperados hermanos vemos los comportamientos imperfectos, desagradables, disímiles –aunque realistas– de sus personajes, personajes que, a fin de cuentas, son un reflejo de nosotros. Tal vez en estas diferencias reside nuestra esperanza.

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