Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Mariana Enríquez, Nuestra parte de noche, Anagrama, Barcelona, 2019, 672 pp.


Los terrores propios hacen a uno cerrarse sobre sí mismo y escudarse con cualquier recurso, con el propio cuerpo, como uno de esos insectos de caparazón flexible que esconden así, doblándose, sus zonas blandas de alguna potencial amenaza. 

Los terrores literarios, en cambio, sobre todo cuando son propios (e incluso si son colectivos), cobran fuerza y se desatan y lo inundan todo; nublan el ánimo cuando domina la incertidumbre, cuando el cuerpo angustiado somatiza y canaliza ese terror encogiéndose de miedo. Los literarios, como decía, ejercen entonces de verdadera bendición oscura, de atrayente instrumento que hace que el atemorizado se abra, se exponga por voluntad propia e incluso con avidez a los horrores narrativos expuestos en el papel a través de la mágica mediación de la ficción: son lo suficientemente ajenos como para no dañarte pero están ahí, en la mano, delante tuyo, lo suficientemente cerca como para despertar un miedo controlado, inmersivo pero distante.

En el caso de Nuestra parte de noche (2019), que llegó a mí en el otoño del primer año de la pandemia, y de la manera descrita en el párrafo anterior, fue este el que, efectivamente y con una eficiencia inaudita cuando nada parecía capaz de calmar la ansiedad que se ramificaba y crecía sin aparente control, sirvió de bálsamo para mi agitado estado de ánimo.

No me refiero únicamente, aunque también, a que la narración me distrajera de la propia realidad con sus misteriosos planteamientos iniciales cuyas preguntas van respondiéndose a lo largo de la estructura. La trama, lo ocurrido, va desgranándose cuidadosamente, con saltos temporales, y los descubrimientos, los porqués, se desvelan con calma, a su justo tiempo. Hablo sobre todo de que la novela funciona como un auténtico catalizador de los miedos contenidos, de que se trata de un artefacto capaz de despojarnos de nuestros propios miedos para sustituirlos por la inundación de un delicioso terror lírico y catártico, continente de una ficción a veces poética y por lo general bella, incluso cuando más repugnante resulta lo narrado.

Es además esta novela, por derecho propio, un dispositivo de gestión de la comprensión, por extrapolación de lo expuesto a la vida corriente, de cómo funcionan los mecanismos del mal. Trata, ficcionándolas, claro, dos ideas clave al respecto. La primera es que lo oscuro, lo terrible, se manifiesta siempre de una manera mucho más orgánica y más terrena de lo que cabría esperar. En el libro, concretamente, el mal es un elemento perfectamente integrado en la cotidianidad de los personajes, y, aunque esta tendencia recorre toda la novela, un ejemplo muy claro es la tercera parte: La cosa mala de las casas solas, Buenos Aires, 1985 – 1986: “Siempre le pasaba lo mismo cuando veía, accidentalmente o no, algún fragmento del mundo secreto donde vivía su padre. ¿Por qué le mostraría esas cosas? Después parecía arrepentido. O peor: Gaspar tenía la sensación de que era como en las películas de poseídos, como que algo se le metía adentro y se transformaba en otro; el que le había mostrado la caja no era su padre. No podía explicarlo. La caja con párpados había sido uno de los souvenirs más horribles que le había dejado ver, pero, como otros, se iba transformando en un sueño, el recuerdo se retiraba a una región de donde resultaba difícil rescatarlo, donde perdía fuerza. Gaspar se daba cuenta de que eso también era extraño, aunque al mismo tiempo ese olvido, ese adormecimiento, lo reconfortaba”.

La otra idea es que el mal genera una atracción, una querencia en el poder entendido como las personas con capacidad despótica para ejercerlo, o, mejor dicho, es la institucionalización, la sistematización del mal, que, a fin de cuentas, es común, potente y telúrico, lo que atrae al poderoso, que ambiciona siempre una privatización de lo común en beneficio propio, tal y como la Orden (Mercedes y compañía) se apropia del cuerpo mediador de la oscuridad, de la vida del medium, de su persona y su destino, en aras de la búsqueda, en este caso, de una suerte de inmortalidad, de eterna existencia.

Los paralelismos con las dinámicas de poder de la dictadura argentina son evidentes, aunque esta solo aparece en el trasfondo del relato, sirviendo como escenario, como el marco genérico en el que se desarrolla esta acción particular pero de tendencia universal y rica en fenómenos cuyos efectos son reconocibles en lo ordinario. La mujer que amenaza con descubrir la Orden “había sido arrojada, con piedras en los pies, al río Paraná. A que fuera parte de todos los muertos que se esconden en los lechos de los ríos argentinos. Los crímenes de la dictadura eran muy útiles para la Orden, proveían de cuerpos, de coartadas y de corrientes de dolor y miedo, emociones que resultaban útiles para manipular.”

Estos procesos de identificación, de mundanización de las manifestaciones del mal, quedan bien plasmados en la corporeidad, en lo tangible, en la propia humanidad del médium. La bestia en la que se transforma Juan durante los Ceremoniales no parece ser más que una metamorfosis de la propia animalidad humana, una extensión, una evolución física de la persona: “Cuando salió del perímetro de Puerto Reyes y entró en el camino ganado a la selva, se miró las manos: ya no eran suyas. Ya eran negras, como si las hubiese hundido en un pozo de brea. Totalmente negras hasta por encima de las muñecas. Y la forma también cambiaba. De a poco y sin dolor, los dedos se agrandaban: al principio parecían afectados por un súbito reumatismo y en un parpadeo las uñas se hacían largas y fuertes, corvas, dagas doradas. Esa era su marca de médium, la metamorfosis física que lo señalaba y condenaba. El dios de las uñas de oro”. Y los efectos inmediatos de la convocación de la Oscuridad a través de ese cuerpo son los cercenamientos de los miembros de los Iniciados o la consumición íntegra de los mismos, haciéndolos desaparecer materialmente, físicamente. También estos Ceremoniales dejan el propio cuerpo de Juan enfermo, agotado, intervenido, adulterado, y es con estas circunstancias con las que convive Gaspar en una red de adaptaciones a estas situaciones particulares que consiguen, hasta cierto punto, hacer de la vida del hijo un transcurrir normalizado de amigos, clases y ocio en el que, no obstante, de un modo u otro, el mal ejerce una presencia regular y persistente en forma de fantasmas de muertos, párpados cortados, niñas desaparecidas.

Este mismo proceso de humanización de lo inhumano, o de lo a-humano o de lo que no es intrínsecamente humano, se da también, en clave expresionista, en los espacios recogidos en la novela: el bosque, la carretera del inicio, las estancias de las casas (la de Mercedes, la de Tali, la de Juan, la de Rosario en Inglaterra, la casa abandonada donde desaparece Adela) son extensiones orgánicas de las personas que las habitan o que las ocupan, proyecciones del universo interno de los personajes, identificándose estos mismos, en sentido inverso, con espacios en sí: Tali es un refugio, Mercedes es el sitio pavoroso donde tiene encerrados a los niños mutilados, y Rosario es el fin de todo, el puerto de llegada, el lugar de destino, el objeto de la búsqueda.

Y también el libro tiene algo de orgánico, algo casi animal. La novela tiene un pulso arrítmico que, como el corazón herido de Juan, se pausa y se acelera, retumba con fuerza o se debilita hasta convertirse apenas en murmullo. Es cuando la trama remonta que el texto adquiere las dimensiones ponzoñosas de una gruta muy profunda y se va haciendo libertinamente oscuro, impúdicamente terrorífico, mientras que, no obstante, consigue mantener en todo momento una dulce familiaridad acogedora, creando así una espectacular tensión simbiótica entre la oscuridad escalofriante y a veces repulsiva, y la espléndida luz cálida del bien, de Juan enseñando a nadar a su hijo cuando se encuentra mejor, de Tali enamorada, de los amigos preadolescentes de Gaspar queriéndolo y de la juventud psicotrópica, luminosa y viva de Rosario.

No hay en Nuestra parte de noche, en cualquier caso, una polarización moral estricta o una perspectiva ética o religiosa severa sobre los extremos mencionados: el bien o la luz y el mal o la oscuridad. Y no la hay porque, como en la vida misma, el mal es un aspecto más, integrado en el día a día, inherente a todo. Como en Juan, en todo hay mal y en todo hay bien, y ambos son parte natural del todo. Pero sí hay un tratamiento religioso en los aspectos performativos de la novela. Como en los sacramentos católicos, igual que en el ejercicio de decidir no ver a los muertos, tal y como enseña a hacer Juan a Gaspar, el amor, que en el libro adopta una función protectora, protege porque el amante (el que ama, que es el padre) quiere proteger al amado (el hijo), y es precisamente en la voluntad, en esa voluntad expresa de proteger por amor donde está, pleno y brillante, el acto mismo de preservar lo que se ama.

Y de la misma forma, en otro despliegue performativo, la autora nos deja ir dándonos una bendición sacramental mediante la que crea un final en el que existe la esperanza de que el mal, representado aquí por la hacienda, que me imagino mastodóntica, de la familia de Rosario, epicentro operativo de la Orden, pasa a pertenecer a Gaspar, querido, protegido, médium ahora ya no de la Oscuridad sino del conjunto de todos los símbolos eternos, por trascender tiempo y muerte, presencia y ausencia, del amor que ha recibido y emitido a lo largo del camino. 

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