Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Alberto Rodríguez, Modelo 77, España, 2022.


El número 7 se ha considerado mágico tradicionalmente. Siete son los días de la semana, siete las notas musicales, siete los colores del arcoíris. Las siete maravillas del mundo antiguo se renovaron hace apenas quince años con la elección de las siete del mundo moderno. En la Biblia resulta un número recurrente: desde los siete días en que Dios completó la creación –en realidad, seis, porque el séptimo descansó– hasta la recomendación de perdonar las ofensas “70 veces 7”, que Jesús le hace a Pedro. Las cualidades especiales atribuidas al número 7 podrían proceder de que en la antigüedad se hablara solo de siete planetas (o cuerpos celestes): los visibles a simple vista desde la Tierra, a saber, el Sol, la Luna, y con propiedad los planetas Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, que dieron nombre a los días de la semana en la mayoría de culturas de origen grecolatino como la nuestra.

El médico griego Hipócrates llegó a decir: “El número siete, por sus virtudes ocultas, tiende a realizar todas las cosas; es el dispensador de la vida y fuente de todos los cambios, pues incluso la Luna cambia de fase cada siete días: este número influye en todos los seres sublimes”. Sublimes o no –en lo cinematográfico bastante–, 7 ha sido el número escogido por el director Alberto Rodríguez y el guionista Rafael Cobos para que aparezca en el título de tres de sus películas, lo que seguramente no es casualidad. La última, Modelo 77, se presentó fuera de concurso en la pasada edición del Festival de San Sebastián, la número 70, para sumar otro 7 a la ecuación y donde fue un placer encontrarla.

En Modelo 77, los dos dígitos remiten a uno de los años en que se ambienta el filme: 1977, si bien su arco narrativo transcurre de febrero de 1976 a junio de 1978. Así, 1977 es el único año que se incluye íntegramente en la trama de esta historia, pero al no situarnos de forma exclusiva en él, es probable que la elección del título se deba a la predilección de los autores por el número 7.

Rodríguez y Cobos empezaron sus colaboraciones como realizador y libretista, respectivamente, con 7 vírgenes en el año 2005 (que también suma 7). Antes el director, originario de Sevilla, ya había rodado dos largometrajes con guiones escritos junto a otro paisano suyo, Santi Amoedo. El primero fue El factor Pilgrim (2000),una desenfadada comedia igualmente dirigida a cuatro manos y que sirvió para colocar a ambos en el mapa. Volverían a reunirse en El traje (2002), una dramedia con tintes de crítica social, compartiendo autoría, pero solo con Alberto Rodríguez en la realización.

A partir de ahí sus caminos se separan, y Santi Amoedo emprende una ruta más experimental e irregular como director y guionista, en la que llaman la atención títulos como Astronautas, ¿Quién mató a Bambi? y la más reciente Las Gentiles. Entre tanto, Alberto Rodríguez construye una filmografía más sólida y reconocible, partiendo del drama social –7 vírgenes, After– e instalándose definitivamente en el thriller desde Grupo 7. No obstante, sus derroteros se han cruzado varias veces: ora compartiendo guionista –Rafael Cobos lo ha sido de todos los largos y series con Rodríguez al frente, y de las dos últimas películas de Amoedo–, ora protagonista: Juan José Ballesta encabezaría el reparto de Cabeza de perro (2006),de Amoedo, un año después de hacer lo propio en 7 vírgenes, de Rodríguez.

Y detengámonos aquí un momento, porque esa fue la primera colaboración de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, y el primer número 7 de sus filmografías. Ballesta, que con apenas 12 años había irrumpido en el panorama cinematográfico con El bola (2000),fue llamado por Rodríguez para dar vida al personaje ya adolescente de Tano en sus 7 vírgenes. Con un ritual que se hace con siete representaciones de la Virgen como leitmotiv, y de la mano de Cobos, Rodríguez abandona sus escarceos con la comedia de la etapa de Amodeo y nos ofrece un drama social en que ya aparecen algunos de los elementos de Modelo 77. He ahí la cárcel, aunque de manera tangencial, y Jesús Carroza como coprotagonista: reconocido entonces como mejor actor revelación en los Goya, y que en la última obra del director sevillano vuelve a destacar con el suculento papel del Negro.

Cuatro años habría que esperar para el siguiente filme del tándem Rodríguez-Cobos. After vería la luz en 2009 con un notable elenco (Tristán Ulloa, Blanca Romero, Guillermo Toledo y otra vez Jesús Carroza), pero pese al habitual buen hacer con los actores, este drama generacional tuvo menos repercusión que 7 vírgenes, resultando posiblemente el trabajo menos logrado de sus autores.

El paso al thriller lo marcaría de nuevo el número mágico. Con Grupo 7 (2012), la dupla que algunos, quizá demasiado pronto, han llamado “la versión actualizada de Luis G. Berlanga y Rafael Azcona” se adentra en el cine histórico para bucear en su ciudad, Sevilla, y cómo se preparó para la Exposición Universal de 1992. La trama transcurre cinco años antes y nos muestra a una brigada de cuatro policías que se dedica a limpiar las calles de droga, a veces con métodos poco expeditivos. El ritmo por momentos trepidante y, de nuevo, el gran quehacer interpretativo convierten un buen libreto en una película sobresaliente. A la cabeza del reparto están Antonio de la Torre y Mario Casas, distinguidos con diversos galardones, pero los premios gordos se los llevarían Joaquín Núñez, como mejor actor revelación, y Julián Villagrán, como mejor actor de reparto.

Si Grupo 7 había dejado buen sabor de boca, Rodríguez y Cobos se superarían con La isla mínima (2014).El ambiente asfixiante que construyen alrededor de una investigación criminal nos sitúa de nuevo en el sur de España, esta vez en el ámbito rural, años 80, cuando muchos vicios de la dictadura estaban aún presentes también en las fuerzas del orden. Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo forman una pareja de policías que investiga la desaparición de unas adolescentes, y en el excelente reparto les acompañan, entre otros, Antonio de la Torre, Nerea Barros, Jesús Castro, Mercedes León, Manolo Solo y el inefable Jesús Carroza.

La isla mínima colocó a Alberto Rodríguez en un cierto olimpo de los directores españoles y a Rafael Cobos como guionista de referencia. La cinta deslumbró a crítica y público, y fue reconocida con múltiples premios. Solo por quedarnos con los Goya, obtuvo 10 de 17 nominaciones, a saber: mejor película, mejor director, mejor guion original, mejor actor protagonista (Javier Gutiérrez), mejor actriz revelación (Nerea Barros), y un puñado de premios técnicos: música original (Julio de la Rosa), fotografía (Alex Catalán), montaje (José M. G. Moyano), dirección artística (Pepe Domínguez del Olmo) y diseño de vestuario (Fernando García). Ocho años después, el filme es el tercero más premiado de los Goya por detrás de Mar adentro, con 14 cabezones, y ¡Ay, Carmela!, con 13, y empatado a 10 con Blancanieves y Handía. Que si bien esto del cine no es una competición deportiva, algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Después de La isla mínima, Rodríguez y Cobos trabajarían por separado en sendos escarceos: con un cortometraje publicitario –Las pequeñas cosas el primero, y con un largometraje dirigido por Kike Maíllo y coescrito junto a Fernando Navarro –Toro el segundo. La separación duraría poco tiempo, ya que en 2016 los reuniría otra película de época, esta vez ambientada en los años 90: El hombre de las mil caras.

Con este nuevo proyecto, los autores se embarcaron en la narración de uno de los episodios más sonrojantes de los últimos años del Gobierno de Felipe González. La historia gira alrededor de Francisco Paesa, ex agente de la inteligencia española, que tiene que huir del país por un caso de chantaje y a quien años después, ya de regreso, se le presenta la oportunidad de vengarse del ejecutivo. Le brindan la ocasión el ex director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, y su mujer, Nieves Fernández, quienes ofrecen a Paesa un millón de dólares a cambio de poner a buen recaudo 1.500 millones sustraídos a la Hacienda pública.

A partir del libro Paesa, el espía de las mil caras, de Manuel Cerdán, el binomio Rodríguez-Cobos maquina una trama con múltiples aristas, que arroja luz sobre cómo uno de los hombres más poderosos del Estado español poco antes, Luis Roldán –al frente de la Benemérita de 1986 a 1993–, acabaría siendo destituido tras conocerse su enorme aumento de patrimonio, y fugado de la justicia pocos meses después. Aunque la cinta resultó un interesante documento sobre las bambalinas de la política de esos años, y de nuevo fue premiada a nivel de guion e interpretaciones –Goya a mejor guion adaptado y a mejor actor revelación, Carlos Santos, como un verosímil Roldán–, no rayó a la atura de La isla mínima, sin desmerecer títulos anteriores como 7 vírgenes o Grupo 7.

En los años siguientes, Alberto Rodríguez y Rafael Cobos harían su correspondiente incursión en el ámbito de las series de televisión con La peste (2018-2019). Y si ya se habían aventurado con episodios históricos aunque relativamente recientes durante su trayectoria cinematográfica, esta vez darían un paso más y nos llevarían a la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVI. Ambientado en ese tiempo en que la ciudad que les vio nacer era una de las capitales del mundo, este drama pandémico –cuando la pandemia más reciente aún no había llegado– fue una demostración de que los cineastas estaban sobradamente capacitados para elaborar una ficción de largo recorrido y a la vez de alta calidad. Lo suscriben las dos temporadas de 6 capítulos cada una que los contemplan como creadores y coguionistas –junto a Fran Araújo y Fernando León de Aranoa, entre otros–, y en que Rodríguez además dirige la mitad de los episodios.

Y así llegamos a la última obra de los dos autores andaluces para la gran pantalla, que prácticamente se ha estrenado en paralelo a su última colaboración para televisión –uno de los capítulos de la serie Apagón. Pero volviendo a lo que nos ocupa, ¿por qué Modelo 77 vuelve a marcar un hito en la carrera de Alberto y Rafael, Rafael y Alberto?

Para empezar, como en algunas de sus mejores películas, vuelve a aparecer el 7 en el título, y esta vez por partida doble. Como ya se ha dicho, tiene que ver con uno de los años en que transcurre la historia: 1977, si bien esta abarca también parte del 76 y del 78. Y como ocurría con La isla mínima, el régimen franquista y sus últimos coletazos están muy presentes, aquí aún más si cabe porque la cercanía con la muerte del dictador es mayor.

En su línea de revisar momentos históricos recientes a través de su cinematografía, podríamos decir que con Modelo 77 Rodríguez y Coboscompletan un repaso por la España de la transición, que iría desde poco después de la muerte de Franco –“tres meses después”, para ser más exactos y según reza uno de los rótulos al inicio del filme– hasta las postrimerías del mandato de Felipe González –etapa reflejada en El hombre de las mil caras–, cuando algunos consideran que finaliza el período de transición política, al producirse el regreso al poder de una derecha democrática (lo que se produciría en 1996 con la victoria del PP en unas elecciones legislativas nacionales), por primera vez desde la Segunda República. Y entre los 70 y los 90, tendríamos dos películas ambientadas en los años 80: La isla mínima, a principios de la década, y Grupo 7, en 1987. Por su parte, sin ser cintas de época, 7 vírgenes y After muestran la voluntad de tocar ciertos temas de carácter social –las cárceles, las drogas, la amistad–, que en mayor o menor medida las conectan con las demás.

Según empieza Modelo 77, podemos leer que está “inspirada en hechos reales” y se nos anuncia: “Barcelona, febrero de 1976…”. Si al título y a las coordenadas espacio-temporales les sumamos las primeras imágenes de unos detenidos bajando de un furgón policial para ingresar en prisión, no es difícil deducir que la trama ocurre en la cárcel Modelo de la ciudad condal y, como ya se ha dicho, en un momento muy concreto: los albores de la actual democracia española, tras la desaparición de Franco.

Para ello, los guionistas nos llevan de la mano del protagonista, Manuel, que está en todas las escenas de la película y desde cuyo punto de vista, prácticamente en exclusiva, conocemos los entresijos de esta historia. Contadas son las ocasiones en que él no está ahí –por ejemplo, en algún momento cuando se inicia el motín que termina con los presos en el tejado– para mostrarnos lo que pasa. Esa omnipresencia del personaje interpretado por Miguel Herrán, al que se dota de las dosis precisas de vulnerabilidad y fuerza, hace que nos identifiquemos plenamente con él en su viaje y que nos duela cada golpe, cada paliza, que recibe.  

Paladín de una causa justa en un mundo lleno de abusos, este Manuel podría entroncar con algunos personajes del cine clásico norteamericano, llevados a la pantalla por directores de la talla de Frank Capra o Alfred Hitchcock, e interpretados por actores como James Stewart –Mr. Smith Goes to Washington o Montgomery Clift –I Confess. Salvando las distancias, el joven Miguel Herrán –con una corta pero más que prometedora carrera: A cambio de nada, 1898. Los últimos de Filipinas, La casa de papel– realiza un trabajo solvente y verosímil, y transmite las cualidades de integridad, ingenuidad y coraje inmanentes al personaje; desde la escena inicial en que rechaza vender su traje, hasta su salida de la cárcel y el reencuentro con la única persona del exterior que se ha preocupado por él, pasando por la escena junto a Boni, en que este le pone la mano sobre la pierna.

Lo de Herrán tiene más mérito si consideramos que el segundo de a bordo de esta película es el ya consagrado Javier Gutiérrez, en el rol de Pino. Con la particular apariencia que le dan unas voluminosas gafas de pasta oscura y la poblada barba blanca, Gutiérrez nos regala una inolvidable caracterización. Ya su presentación resulta reveladora: es un preso que come tranquilamente con su botella de vino; sobre cuya litera no hay otra, sino que cuelgan sus camisas estampadas, y que dispone de una colección de novelas, que si Manuel quiere leer tendrá que alquilar, según le aclara desde el principio.

Ese reo acomodado, que solo piensa en sí mismo, irá experimentando una transformación a lo largo del filme que lo llevará a integrarse en la Copel, el movimiento de presos que reclama mejores condiciones para ellos, así como “amnistía y libertad”. De nuevo salvando las distancias, el personaje tiene algo de ese Rick interpretado por Humphrey Bogart en Casablanca, en que el cínico que no cree en nada, salvo en su causa, acaba involucrándose en la que determinará como una lucha justa, y será decisivo en su devenir.

De este modo, de las risas de Pino al principio de la cinta cuando oye los gritos de “¡Amnistía!” pasaremos, con el tiempo, a su petición a Manuel de que le apunte a la Copel, pese a que este le diga que a eso no hay que apuntarse y, según el veterano, “aunque solo sea para ver cómo me defraudas”. Estas palabras resultarán proféticas, ya que Gutiérrez se las recordará a Herrán hacia el final de la película, cuando en un intercambio de roles el primero decida unirse a la huelga de hambre que propone la Copel, mientras que el segundo se desmarca.

Es mérito de Rodríguez y Cobos que, en un ambiente claustrofóbico, aparentemente destinado a pocas interacciones y cambios, las distintas vivencias de los personajes lleven a cada cual a evolucionar en sentido opuesto al otro. Sin embargo, durante buena parte del metraje ambos están en el mismo barco, a favor de las reivindicaciones de los presos y, en ese sentido, el momento álgido seguramente se alcance cuando ambos se reúnen junto a Boni con el Marbella.

El Marbella es el capo de los reclusos de la sexta planta, y cuando se trata de negociar que se unan al motín que prepara el resto, el indicado para hacerlo es Pino. En ese duelo entre dos actores de la altura de Fernando Tejero y Javier Gutiérrez, la tensión se masca en el ambiente y vivimos la escena cumbre de la película a nivel interpretativo. Hay otras de ritmo vibrante –como la de los cortes de venas o la del motín en el tejado–; las hay que ponen los pelos de punta, como las sucesivas palizas a Manuel o los accesos de delirio de Pino, pero ninguna llega a los niveles de calidad actoral y suspense de esta.

El cuasi tête-à-tête entre Tejero y Gutiérrez se resuelve además de forma brillante, a través de un objeto fetiche que perteneció a uno de los chicos predilectos del Marbella, y que Pino le ofrece como elemento decisivo para el trato. Cuando los que han subido a verle dejan la celda de un afligido Marbella, por sus lágrimas sabemos que los de la sexta están dentro y el plano detalle del anillo, “marcado con unas iniciales” –como se encarga de subrayar Pino–, queda para el recuerdo.

Esta escena nos permite observar que el plantel de actores de Modelo 77 va mucho más allá de la pareja Herrán-Gutiérrez. Ahí están el mencionado Fernando Tejero; Xavi Sáez, encarnando al combativo médico homosexual Boni, o Catalina Sopelana, en el único papel femenino de cierta relevancia, Lucía. Las visitas de esta a la prisión suavizarán algo los tormentos que sufre Manuel, a lo que también contribuirán en el tramo inicial del filme las apariciones del Negro.

Una vez más, Jesús Carroza hace enorme un personaje aparentemente pequeño, pero magistralmente escrito. A través de sus sonrisas, de sus chistes, de su hacerle la vida más llevadera a Manuel, el Negro conquista los corazones del público y, por eso, su desaparición resulta más dolorosa. Corta es su singladura en el largometraje, pero la reminiscencia del Negro flotará en el ambiente hasta el final, cuando se haga de nuevo presente mediante algo tan simple como unos zapatos.

Esa es la capacidad que solo tienen algunos elegidos: tomar un tema en una época –la lucha de la Copel (Coordinadora de Presos en Lucha) a finales de los 70–; un puñado de buenos actores –Herrán, Gutiérrez, Tejero, Sáez, Sopelana y Carroza, entre otros–; algunos objetos que se convierten en símbolos –el anillo, los zapatos, un cartel publicitario sobre televisores que reza “Salte al color”–, y a partir de un guion extraordinario, una puesta en escena magnífica y una dirección, digámoslo al fin, sublime, regalarnos otra pequeña obra maestra. La isla mínima es menos mínima con Modelo 77.

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