Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Xita Rubert, Mis días con los Kopp, Anagrama, Barcelona, 2022, 152 pp.


Mezcla de varios géneros -novela, ensayo e incluso poesía-, Mis días con los Kopp de Xita Rubert aspira a ser una de esas obras híbridas que tanto abundan en la literatura contemporánea. Sin embargo, el exceso de florituras, personajes francamente planos y una trama que no termina de cuajar por completo producen la impresión de que la autora quiso profundizar en tantos temas que terminó rascando solo la superficie de unos cuantosMás allá de los huecos argumentales (eso sí, bien escritos, al menos en términos estilísticos) que permean todo el libro, tiene aciertos que a menudo se ven opacados por escenas superfluas, por no decir absurdas e inverosímiles, y una narradora pretenciosa que no cesa de brindar al lector indeseadas lecciones de vida.

En Mis días con los Kopp, Xita Rubert nos muestra a una alta sociedad envuelta en un velo de fingimiento para quien lo que no se ve, no se mira (“esta fue la segunda vez que los Kopp actuaron como si no presenciásemos una anomalía por culpa de Bertrand”); una alta sociedad acostumbrada a ser servida sin ser juzgada (“y por eso se iba acercando a nosotros lentamente, para que, como «clientes estrella», nos sintiésemos lo menos culpables posible de nuestra culpa”). Queda clara la actitud despreocupada con que los personajes se mueven en esta burbuja que los protege. Esto sería un acierto si no tuviéramos, además, un desfile de personajes con comportamientos inusuales y forzados, con actitudes que no cuadran con su caracterización, y con tramas metidas con calzador que rompen con el ritmo de la novela.

Mis días con los Kopp está conformada por seis capítulos en los que podemos encontrar tópicos interesantes como la enfermedad mental, el descubrimiento sexual o el incesto. De haberlos abordado con cautela, hubieran podido devenir una propuesta original; no obstante, tal como están planteados despiertan una sensación de desparpajo y superficialidad.

Ya en el primer capítulo tenemos la impresión de que los personajes son tratados cual marionetas. Uno podría pensar que se debe a un comienzo desafortunado y que poco a poco estos se desenvolverán con libertad, pero durante el resto de la historia, Virginia, su padre y los Kopp son dispuestos y movidos por hilos invisibles de los que ellos mismos no pueden soltarse, aunque quisieran. En este mismo capítulo se nos revela la finalidad de la historia: Virginia trata de rememorar una época pasada (que duró dos o tres días) en la que conoció a una mujer llamada Sonya y a la que en todos los capítulos menciona como el motivo de su escritura (“a veces pienso que escribo solo para ti, en lugar de sobre ti…”). Este misterioso personaje se nos presenta como una mujer inglesa y “por supuesto judía” (así, como si se tratara de una obviedad para el lector); una mujer mayor con cara de circunstancias en la mayoría de las escenas descritas, que se cuelga de la trama sin que uno llegue a entender su función. A pesar de que Sonya es el ancla de la narradora, no se le describe como alguien de quien valga la pena hablar, sino más bien como la sombra de lo que pudo haber sido. Poco después se introduce al personaje medular de la novela: Bertrand, un enfermo mental que es disfrazado como artista por sus padres, los Kopp, para que ellos puedan pasar por personas ordinarias en una sociedad que controlan a su antojo. Es en este punto que la narración comienza a parecer un compendio de frases célebres. Basten un par de ejemplos: “A un amigo se le perdona que no te enseñe a nadar, si él es barco” o “el éxtasis de lo mundano existe para hacernos olvidar la muerte”.

En otro punto, el lector podría preguntarse: ¿es este libro un thriller? La narradora, que parece dotada de un excelente manejo de la exageración, se esmera en crear una tensión que luego deja sin resolver: “El me pedía que me protegiese, pero con miradas de compasión”. Todo a partir de la trama de un enfermo mental que, para los de clase alta, pretenden hacer pasar por un creador iluminado.

La narradora, que es una mujer en proceso de descubrirse, conocerse y despertar sexualmente, nos abre el camino a la pérdida de la inocencia a través de situaciones incestuosas que se volverían comunes en el mundo de Virginia. Pero nuevamente nos decepciona dejando de tirar de este hilo que pudo llevar a historias más interesantes. En lugar de ello, nos describe a Virginia de niña elaborando abstracciones difíciles de creer, a pesar de que el lector sabe de antemano que ha hecho un pacto con la ficción: “Una idea recurrente cuando era pequeña… Los enfermos reorganizan su mundo, pensaba, lo viven de un modo propio e impenetrable, su cuerpo es un secreto del que surge lo único verdadero: lo que no se puede decir”.

Hacia el final descubrimos que no hay thriller, ni misterio ni asesinatos; no hay la inocencia rota de Virginia a causa de las enfermedades mentales de la gente que la rodea; no hay mucho que decir sobre una Sonya con “cara de circunstancias y por supuesto judía”. Lo que sí hay es un adulto de sesenta y cinco años que se comporta como un niño de diez. Lo que sí hay es un plan que no solo es infantil, sino que no aporta nada a la trama. Lo que sí hay es un enfermo mental que es hijo de una psiquiatra pero que no es atendido de ninguna forma. Lo que sí hay es un final abrupto que termina de una “santa vez”, como bien dice Sonya (cuando por fin habla).

En fin, no encuentro aquí a la Xita Rubert que escribió Flores para el bailarín (finalista del Premio Ana María Matute de Relato), en el que en pocas páginas nos deleita con personajes que se mueven y fluyen con la historia. Podría decirse que la misma autora, usando la voz de la narradora, nos dice qué piensa de su historia: “mis días con los Kopp fueron del tipo de período que se siente, antes de ser contado, como una función teatral, como una especie de broma aceptada o mentira celebrada, sin futuro ni pasado, sin consecuencias inmediatas, con escenas, escenario, vestuario, guion solamente”.

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