Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Virginia Woolf, Memorias de una novelista, Nórdica Libros, Madrid, 2022, 64 pp.

Virginia Woolf, Matar al ángel del hogar, Carpe Noctem, Madrid, 2021, 66 pp.


Para conmemorar dos aniversarios (los 140 años del nacimiento de Virginia Woolf y los 80 de su muerte), el mundo editorial español ha sacado a la luz, entre 2021 y 2022, varios volúmenes que vienen a recordarnos que existió un dios (de la literatura) que se vestía con ropas victorianas y que exploraba obsesivamente las papelerías de Londres hasta dar con las plumillas adecuadas para herir libretas y sumar lectores. Además de Genio y tinta (Lumen, 2021) o Hacia el Sur. Viajes por España de Virginia Woolf (Itineraria Editorial, 2021), otros dos libros cuidadosamente editados nos han suministrado la dosis woolfiana precisa para dejar el agnosticismo a un lado y volver a creer, sin complejos, en la trascendencia de ciertas (pocas) expresiones literarias.

La anterior aseveración espeluznaría a Virginia Woolf, tan crítica con las hagiografías de tinte adulatorio, o quizá le halagaría en un día bueno, pero ¿qué diablos importa todo lo anterior? Memorias de una novelista y los dos textos que conforman Matar al ángel del hogar (“Las mujeres y la narrativa de ficción” y “Profesiones para mujeres”) muestran la envidiable lucidez de esta autora en dos periodos muy distintos de su vida. El primer texto lo escribió en los inicios de su carrera literaria (por cierto, fue rechazado por su editor, Reginald Smith, de The Cornhill, en 1909); los segundos, entre 1929 y 1931, cuando ya había publicado La señora Dalloway, Al faro, Orlando, y Las olas estaba a punto de aparecer. Sin embargo, la precisión de su pluma, el pulso controlado, y la destreza intelectual de Memorias de una novelista no desmerece en calidad a los otros dos textos: este (llamémosle) relato rezuma flema inglesa y libertad por los cuatro costados.

Durante toda su vida, Virginia Woolf se enfrentó con una visión que acabó definiendo tanto su manera de escribir como sus reclusiones y silencios. Esta imagen agorera consistía en “una aleta surgiendo de un ancho mar oscuro”. Su sobrino, Quentin Bell, en la biografía detallada que nos dejó de su tía, concede un gran peso a esta visión onírica y atemorizante. Las apariciones y desapariciones de esa enigmática aleta trenzan el hilo conductor de una carrera literaria que se forjó, sin borrones, durante más de tres décadas. Más allá de sus desequilibrios mentales –el nombre exacto de su trastorno no aporta más o menos valor a su obra–, esta autora escribía para apresar, con la ayuda del anzuelo afilado de sus plumas y la carnaza fresca de su arte, esa aleta que surcaba por su imaginación entre libro y libro. La criatura abisal parecía bucear en lo más profundo (¿de sí misma?). Virginia Woolf no quiso exterminarla (no debemos travestirla en un Ahab vengador), sino dominarla por medio de una escritura firme y muy personal: “Uno ve pasar una aleta a lo lejos… Todo cuanto intento es tomar nota de un curioso estado mental. Me arriesgo a suponer que puede ser el impulso subyacente hacia otro libro”.

Memorias de una novelista es un divertimento muy serio, una joya condensada y pícara, y un ejercicio metaliterario redactado hacia 1908. Narra la vida de la señorita Willatt, escritora imaginada de novelas románticas que “juzgó indecente describir cuanto había visto hasta entonces; así, en lugar de acometer un retrato de sus hermanos –y uno de ellos había llevado una vida muy pintoresca–, o unas memorias de su padre –cosa que debemos agradecerle–, se inventó unos amantes árabes que ubicó a la orilla del Orinoco”. Sabemos de la existencia de la señorita Willatt porque una narradora (¿Virginia Woolf?) continuamente le enmienda la plana a la señorita Linsett, la espuria, victoriana y cursi biógrafa de la finada, aquella que tan pronto como expiró la literata sintió que “el mundo tenía derecho a saber más de una mujer tan admirable como retraída”. Quien lleva la voz cantante del relato se queja de la señorita Linsett, porque esta silencia las calenturientas aventuras de la novelista: “Así, el acontecimiento más interesante en la vida de la señorita Willatt resulta un misterio debido a la nerviosa mojigatería y las tristes convenciones literarias de su amiga”. Ante tamaño despropósito, la narradora hace pedazos el opúsculo de la señorita Linsett con una única y elegante sentencia. No necesita más: “Solo vemos, por así decirlo, la figura de cera de la señorita Willatt dentro de una vitrina”.

Estamos ante un mise en abyme, una estructura especular en la que Virginia Woolf, más que crear tres personajes (fascinantes e insidiosas criaturas ficcionales), fragmenta su mirada de autora para elaborar una poética coral sobre el género biográfico. Esta genialidad le valió el aplauso de su cuñado y coqueto pretendiente, Clive Bell, pero también el rechazo del editor (“mi opinión es que usted ha clavado no una mariposa, sino un abejón, en una aguja. Es la inteligencia misma, pero…”). Llegados a este punto, no está de más recordar que Leslie Stephen, padre de Virginia Woolf, se halla tras el monumental Diccionario de biografía nacional (redactó nada menos que 387 entradas);ni que la pasión por el chisme fue un placer no tan culposo entre los miembros del círculo de Bloomsbury; o que Virginia Woolf rubricó una de las biografías más originales de todos los tiempos, la dedicada a Elizabeth Barrett Browning, a través de la vida de Flush, el cocker spaniel de la poeta.    

Desde los primeros párrafos de Memorias de una novelista, la narradora se pregunta: “¿Qué derecho tiene el mundo a saber de un hombre o una mujer? ¿Qué puede decirnos un biógrafo sobre una persona?, y ¿en qué sentido puede el mundo beneficiarse? La objeción a estas cuestiones viene dada no solo por el enorme espacio que ocupan sino también porque conducen a incómodas divagaciones”. Diecisiete años después de estos interrogantes, Virginia Woolf se respondió en “¿Cómo debería leerse un libro?”,ensayo que posteriormente incluyó en El lector común. Aun a sabiendas de que la cita es extensa, la reproducimos por su incuestionable valor para entender a Virginia Woolf en su faceta de biógrafa (a su Orlando lo subtituló Una biografía, y uno de sus últimos libros se enfocó en la vida de Roger Fry):

Estas biografías y autobiografías […] ¿Las leeremos en primer lugar para satisfacer esa curiosidad que se apodera en ocasiones de nosotros cuando nos paramos al anochecer frente a una casa con las luces aún encendidas y las persianas sin echar, y cada piso de la casa nos muestra una sección diferente de la vida humana en esencia? Entonces nos consume la curiosidad por la vida de esas personas —los criados cotilleando, los caballeros cenando, la joven vistiéndose para ir a una fiesta, la anciana en la ventana haciendo punto—. ¿Quiénes son, qué son, cuáles son sus nombres, sus ocupaciones, sus pensamientos y aventuras? Las biografías y memorias responden a dichas preguntas, iluminan innumerables casas como esta; nos muestran personas ocupándose de sus tareas cotidianas, trabajando sin descanso, fracasando, triunfando, comiendo, odiando, amando, hasta que mueren.

Si Memorias de una novelista nos cautiva por su inteligencia y fino sentido del humor, los dos textos que conforman Matar al ángel del hogar nos sorprenden por su autonomía intelectual y por su acertado diagnóstico sobre la relación entre literatura y lucha feminista. “Las mujeres y la literatura de ficción”y “Profesiones para mujeres” contienen el embrión de Una habitación propia (1929) y Tres guineas (1938). Virginia Woolf no persiguió la aleta emanada de mares oscuros para arramblar con ella. En cierto sentido, vislumbrarla era verse a sí misma. Desde sus primeros devaneos literarios supo que para ser quien quería ser (escritora) necesitaba exterminar sin miramientos la pretensión victoriana (y tristemente atemporal) de convertir a toda mujer en un abnegado “ángel del hogar”. Este querubín con vagina “era intensamente simpática. Era intensamente encantadora. Era completamente altruista. Destacaba en las difíciles artes de la vida familiar. Se sacrificaba diariamente. Si había pollo, tomaba el muslo; si había una corriente de aire, se sentaba en su trayectoria […] Sobre todo, no tengo que decirlo, era pura. Se supone que su pureza era su principal belleza; su rubor, su gran gracia […] Y cuando yo comencé a escribir, tropecé con ella ya en las primeras palabras”.

Que nadie la culpe. Nuestra escritora hizo lo que tenía que hacer con sus propias manos: “Así que me volví contra ella y la agarré por el cuello. Hice todo lo posible para matarla. Mi excusa, si estuviera en un tribunal de justicia, sería que actué en defensa propia. Si no la hubiera matado a ella, ella me hubiera matado a mí. Ella habría arrancado el corazón de mi escritura”. Cuando el ángel dejó de respirar, la escritora se rio libremente con los dedos embadurnados de tinta. No obstante, aún quedaban otros escollos para lograr su fin. Algunos, de naturaleza práctica (“tiempo libre, dinero y un cuarto propio”), y otros más intimistas. El primero consistía en “decir la verdad sobre mis propias experiencias como cuerpo”. Una Virginia Wolf lacónica nos confiesa que ese objetivo no cree “haberlo resuelto satisfactoriamente”. El segundo propósito implicaba no escribir siempre en pie de guerra: “Es necesario poseer una mente muy serena y poderosa para resistir la tentación de la ira”. Virginia Woolf lo intuyó desde los albores del movimiento feminista: aunque militancia y literatura no son incompatibles, cada cual tiene su lenguaje y, en las intersecciones, más de una saldrá escaldada. En las novelas de Charlotte Brontë o de George Eliot “vemos no solo el carácter de las autoras, del mismo modo que podemos ver a Dickens en su obra, sino también un espectro femenino: alguien ofendido por el trato que se da a su sexo y que reclama sus derechos […] Esto introduce una distorsión y con frecuencia es la causa de la debilidad de la obra. El deseo de defender una causa personal o de convertir a un personaje en portavoz de algún descontento o agravio personal produce siempre cierta distracción, como si el punto al que es dirigida la atención del lector se viera, de repente, duplicado, cuando debería ser uno solo”. En las postrimerías de los años veinte, ya reconocida como una escritora de culto, Virginia Woolf se daba el lujo, sin perder las formas, de aconsejar lo que le daba la gana a sus lectores y fanáticos. Recomendaba “inducirse a sí mismo un estado de letargo perpetuo […] Quiero que me imaginen escribiendo una novela en estado de trance […] La imagen que viene a mi mente cuando pienso en esa chica es la imagen de un pescador que yace hundido en sus sueños al borde de un lago profundo con la caña lanzada al agua”.

(Tras estas líneas, ponemos punto final a la reseña: la caña de Virginia Woolf se enreda a una aleta oscura, nos arrastra a las profundidades de su inconsciente, y arroja a la superficie una nueva fe: la que nace ante monumentos literarios que descansan en áreas abisales esperando pacientemente su momento).  

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