Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Icíar Bollaín, Maixabel, España, 2021.


El 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese de su actividad armada. Medio siglo después del primer asesinato y con más de 800 muertos a sus espaldas, la banda terrorista abría una nueva etapa que concluiría en mayo de 2018, cuando acabó por disolverse.

Coincidiendo con el décimo aniversario del fin de la violencia etarra, ha visto la luz Maixabel, la última película de Icíar Bollaín, que explora uno de los capítulos más controvertidos de la interacción entre víctimas y miembros del grupo armado. Se trata de las entrevistas que algunas de aquellas aceptaron tener con presos arrepentidos, y a las que se dio el nombre de encuentros restaurativos.

Sin darnos tiempo para el respiro, el filme parte con el asesinato del político socialista Juan Mari Jáuregui, ocurrido el 29 de julio del año 2000. Había sido gobernador civil de Guipúzcoa de 1994 a 1996, y desde entonces ETA lo tenía en el punto de mira. Tras ejercer el cargo, entonces de alto riesgo, pasó a ocupar un puesto como directivo en la compañía Aldeasa y fue destinado a Chile. Su marcha a Latinoamérica buscaba alejarlo del peligro que aún podía correr. Sin embargo, en un viaje para encontrarse con su familia, Jáuregui fue asesinado mientras tomaba algo con un amigo en la cafetería del Frontón Beotibar de Tolosa.

El fallecimiento de Jáuregui dejaba sin padre a María –uno de los momentos más emotivos de la película es cuando la joven conoce la noticia– y sin marido a Maixabel Lasa, cuyo nombre da título a la cinta y que fue una de las pioneras de los encuentros restaurativos. No es fácil abordar una cuestión tan delicada con la sobriedad con que lo hace la directora madrileña, a partir de un guion escrito a cuatro manos con Isa Campo, la libretista habitual de Isaki Lacuesta.

Icíar Bollaín es la autora, o más bien coautora, de la mayoría de largometrajes que ha dirigido desde su estreno con Hola, ¿estás sola? (1995), en que contó con la colaboración de Julio Medem. Frente a la mayoría de sus películas posteriores, de contenido claramente social, con su ópera prima y sin haber cumplido los treinta, la realizadora se embarcó en una dramedia fresca y desenfadada en que el peso recaía sobre dos jóvenes actrices apenas conocidas por aquel entonces: Silke y Candela Peña.

Fue con su segunda obra para la gran pantalla, Flores de otro mundo (1999), cuando introdujo algunos de los elementos que con el tiempo le darían un lugar destacado entre los directores del llamado cine social español –sin ir más lejos junto a Fernando León de Aranoa, que un año antes había dirigido Barrio y tres después realizaría Los lunes al sol. Los temas abordados por Bollaín en Flores… eran la inmigración y la despoblación de la España rural, cuando todavía no se hablaba de la “España vaciada”. Para ello, tuvo como compañeros de viaje a Julio Llamazares, autor de La lluvia amarilla, en la escritura, y frente a las cámaras, a Luis Tosar, a quien descubrió para el gran público dándole su primer papel importante en el cine.

Con la violencia de género como hilo conductor, el corto Amores que matan (2000) fue el preludio de la película que llegaría tres años después, y la más valiente de Bollaín hasta ese momento: Te doy mis ojos. La coguionista en ambos casos fue Alicia Luna, y los actores que nos pondrían la piel de gallina en el largo, Laia Marull, y dos con los que ya había trabajado y volvería a hacerlo: Tosar y Candela Peña.

Tras el filme colectivo ¡Hay motivo! (2004), llegaría su cuarto trabajo en la larga duración: Mataharis (2007). En esta cinta de mujeres madres y detectives, la coautora fue Tatiana Rodríguez, y la directora volvió a demostrar su buen pulso detrás de la cámara. En sus dos películas posteriores, sería su pareja hasta la fecha y guionista habitual de Ken Loach, Paul Laverty, quien firmaría los libretos. Estamos hablando de la magnífica También la lluvia (2010) –alrededor de un rodaje sobre el descubrimiento de América en un contexto muy real: la Guerra del Agua en Bolivia–, y de Katmandú, un espejo en el cielo (2011), donde para ser precisos el guion corre a cargo de Bollaín con la colaboración de Laverty, para exponer el trabajo de una maestra catalana en la capital nepalí, en un contexto de necesidad extrema. Tres años después, la cineasta dirige su primer largo documental: En tierra extraña (2014). Basada en los testimonios de una serie de jóvenes emigrados a Edimburgo por la crisis económica en España, el filme pone el foco en las carencias del sistema sociopolítico español. Para el desarrollo de ese relato, Icíar Bollaín se apoya nuevamente en Alicia Luna.

De vuelta a la ficción, la realizadora encadenó tres cintas con intervalos de dos años antes de llegar a Maixabel. En las dos primeras, Paul Laverty reaparece como guionista, y de entrada como autor único en El olivo (2016). Se trata de una historia familiar con trasfondo social, que se sostiene gracias a una sobresaliente Anna Castillo, bien secundada por Javier Gutiérrez y Pep Ambròs. Dos años después, con Yuli, Laverty vuelve a ser el responsable exclusivo del libreto, pero esta vez parte de la autobiografía del bailarín cubano Carlos Acosta, para que Bollaín ruede de nuevo en Latinoamérica y se atreva con su primer y hasta ahora único biopic, porque Maixabel es otra cosa.

Previa a esta, la directora y también actriz nos sorprendió con otra dramedia cargada de matices y recovecos: La boda de Rosa (2020), en que Candela Peña volvía a brillar con luz propia, 25 años después de su primera colaboración juntas en Hola, ¿estás sola? ¿El mérito de esa historia sobre dependencias y autoliberación? Para la propia Icíar y una vieja conocida: Alicia Luna.

Así llegamos a Maixabel (2021), en que una vez más Bollaín se involucra como coguionista –como se ha dicho, junto a Isa Campo– para tratar con gran respeto una actitud muy criticada en su momento, y que muchos aún censuran a día de hoy: la decisión por parte de algunas víctimas de ETA de dialogar con sus victimarios. A nivel argumental, seguramente nos encontremos ante la película más arriesgada de la cineasta desde Te doy mis ojos. La principal diferencia es que, mientras que con la violencia de género lo lógico es que todos nos pongamos del lado de la persona maltratada, en el acercamiento de víctimas a presos por terrorismo, hay posiciones encontradas.

Icíar Bollaín, que a los quince años fue descubierta como actriz por Víctor Erice en El sur (1983), y que construyó una carrera posterior como intérprete, para irse decantando cada vez más hacia la dirección, tiene indudablemente buena mano con los actores. En esta ocasión, los elegidos como protagonistas son Blanca Portillo, en el papel de Maixabel Lasa, y de nuevo Luis Tosar, como Ibon Etxezarreta, uno de los miembros del comando de ETA que terminó con la vida de Juan Mari Jáuregui.

Esos dos grandes de la interpretación en España llenan la pantalla en cada una de sus apariciones, y componen una escena de alto voltaje emocional cuando les toca encontrarse cara a cara. No será la única vez que se vean, pero en esa segunda ocasión lo harán rodeados de más personas –junto al monolito en homenaje a Jáuregui–, para que los juicios dentro de la película se prolonguen, o no, fuera de ella.

Pero en su muy comentado duelo interpretativo, Portillo y Tosar no están solos. Con un notable recorrido en teatro y como debutante en el largometraje, la actriz María Cerezuela da vida a María Jáuregui y pone una nota de contrapunto a las decisiones de su madre, a la que respeta pero ella opta por otro camino. Al lado de Tosar, tenemos a un solvente Urko Olazabal, que se ha prodigado más en series de televisión que en películas, y que aquí incorpora a Luis Carrasco, otro miembro del comando al que pertenecía Etxezarreta y que abrió camino como preso arrepentido.

Entre unos y otros se alza la figura, casi silenciosa, de Tamara Canosa en el personaje de Esther, la mediadora que hace posible los encuentros entre Lasa y los asesinos de su marido. Esa actuación, sobria y reposada, da visos de crédito y dignidad a lo que vemos en pantalla. En la misma línea está la música de Alberto Iglesias, inquietante cuando tiene que serlo, pero que no subraya nada, que casi no se nota, acompañando esta cinta de sentimientos, precisamente, encontrados.

Para hilvanar la narración, Bollaín y Campo nos van desvelando quién es quién en cada trama: su contexto, sus circunstancias –reveladoras son las conversaciones del personaje de Tosar con su madre, que interpreta la veterana María Jesús Hoyos– y por qué los terroristas llegaron a hacer lo que hicieron, sin justificar la violencia ni los asesinatos. Es difícil ver la cinta sin que se te ponga un nudo en el estómago por el rechazo que te produce el terrorismo, pero que a la vez llegues a entender que en su proceso ciertas personas puedan arrepentirse del daño que hicieron y pidan perdón a sus víctimas.

Ese es el dilema moral que plantea Maixabel y el espejo ante el que nos pone como espectadores: ¿estamos dispuestos también nosotros a perdonarles y a aceptar su reinserción en la sociedad? Sea cual sea la respuesta que nos demos, la última propuesta de Icíar Bollaín no nos dejará indiferentes.

  • Miguel febrero 4, 2022 at 10:45 pm / Responder

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